Valor intrínseco y calidad de vida

Hoy voy a retomar algunos cabos que dejé sueltos en la entrada anterior.

Supongamos que tú y yo coincidimos en que tanto los animales no humanos como los hombres tenemos valor intrínseco, porque unos y otros somos seres con una subjetividad: sentimos, calculamos, deseamos, viajamos, construimos, nos comunicamos, etc. Tenemos, en otras palabras, existencias dignas de ser vividas, a pesar de todo lo malo que nos haya ocurrido o que nos pueda deparar el futuro. (El filósofo Tom Regan decía que todos nosotros somos “subjects-of-a-life”, expresión que traduciría parafraseándola como “sujetos con una vida, con un pasado, un presente y un futuro”.

Ahora bien, alguien podría recordarme que varias veces sostuve que el valor de una existencia dependía de su calidad, de la famosa “quality of life”. Entonces, ¿en qué quedamos –me preguntará el lector–, las vidas son absolutamente valiosas solo por el hecho de que sean las vidas de un sujeto consciente? ¿O su valor es relativo a la calidad que se tenga?

Yo lo que vengo afirmando en el debate en torno a la legalización de la eutanasia es que el valor de la vida humana o, para hablar con más precisión, el valor de la vida de un adulto jurídicamente capaz depende tanto de factores objetivos que hacen a su calidad de vida global como a su valoración subjetiva.

Por ejemplo, una persona sumida en la pobreza, sin instrucción, enferma, habitante de un país en guerra, etc., está en las peores condiciones objetivas en lo que hace a su calidad de vida; de todos modos, su autopercepción puede ser muy positiva, puede, como se dice, querer seguir peleándola a pesar de todo y sentirse vivo.

Lo contrario también es cierto. ¿Cuántas personas hay con buen pasar económico, con formación primaria, secundaria y universitaria, sanas, habitantes de las regiones más seguras de este mundo y que, no obstante todo, ya no soportan más el tedio vital?

Lo que digo es que hay condiciones objetivamente malas como la pobreza y que, por tanto, debemos hacer lo posible por eliminarlas de nuestros países y de todo el mundo. Pero aun en un mundo sin pobreza el problema de la falta de motivación o de la baja autoestima no va a resolverse sin más. Hay aspectos objetivos y aspecto subjetivos que, conjugados entre sí, resultan en la calidad final de nuestras vidas y en el valor final que vemos en ellas.

Uno mismo es, al fin y al cabo, el juez de última instancia que decide sobre el valor de la propia vida.

Esto lo digo pensando especialmente en el caso del paciente sin esperanza de vida y postrado por su enfermedad y sufrimiento. ¿Quién es el que debe juzgar si la vida de, digamos, una persona en la fase avanzada de una enfermedad neurodegenerativa como la esclerosis lateral amiotrófica, es digna de ser vivida? La respuesta es una y solo una: el paciente mismo. Si quiere seguir luchando a pesar de todo, adelante. Pero si dice “basta, hasta aquí llegué”, tiene todo el derecho del mundo a solicitar la ayuda para morir.

Me parece sumamente importante que quede claro que en todos los restantes casos nadie puede dictaminar, como hacían los nazis, que esta o aquella existencia “no es digna de ser vivida” (el nazismo había acuñado la expresión: “lebensunwertes Leben”, o sea, “vida sin valor de ser vivida”).

Las personas con discapacidades de cualquier tipo, entradas en años, con trastornos cognitivos o mentales, etc., pueden tener vidas tan intensas y ricas como la del joven sano y acariciado por la fortuna.

Permítanme una vez más señalar mi posición, que en realidad es un esfuerzo por no caer en ninguno de los dos extremos. En principio, toda vida es digna de ser vivida, no importa en qué condiciones objetivas se desarrolle. Aquí solo el sujeto mismo puede decir “basta, hasta aquí llegué”. Pero, por otro, esto no significa desconocer la importancia de las condiciones objetivas: por eso luchamos contra la pobreza, la ignorancia, la enfermedad.

Paso al último punto de esta entrada. Si yo no soy nadie para juzgar respecto del valor final de una vida, por más que esa vida esté atravesada por grandes dificultades de tipo objetivo (pobreza, discapacidad, etc.), ¿cómo puedo decir que la vida de los animales no tiene valor, no es también una vida digna de ser vivida? ¿Cómo podemos justificar la opresión animal, la explotación a que sometemos día y noche a millones y millones de animales, si no es recurriendo a una falacia?

Esta falacia se conoce como especismo y parte del supuesto, totalmente arbitrario, de que solo la vida humana, esto es, la vida de un miembro de la especie Homo sapiens tiene valor intrínseco o tiene el suficiente valor intrínseco como para otorgarle el derecho a la vida, el derecho a no sufrir sin necesidad y el derecho a no ser explotado.  

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Personas no humanas (III)

Espero no darles la sensación de andar “escurriendo el bulto”. Al fin y al cabo, la manera más directa de hablar acerca de las personas, sean humanas o de otro tipo, parece ser la de proponer una definición de persona, por más temeraria que pueda ser tal empresa. Sí, lo sé, ya llegará la hora de tomar el toro por las astas. Mientras tanto, ensayemos un camino alternativo.

¿Por qué en vez de hablar de personas no nos referimos a los seres valiosos, esto es, a los seres de los que podemos decir que “tienen valor intrínseco”? Si se trata de proteger algo o de proteger a alguien, comencemos por los entes que poseen ese tipo de valor, por los entes valiosos en sí mismos.

Yo soy valioso para mí mismo. Tú, lector, eres valioso para ti mismo. Nuestros seres queridos son valiosos para sí mismos. Hasta aquí, todo bien. Es más, hoy en día no tendríamos ningún problema en afirmar que todo ser humano es valioso en sí mismo, independientemente de su nacionalidad, religión, orientación sexual, etc.

¿Todo claro hasta ahora? Más o menos, diría, porque en el párrafo anterior hay un supuesto implícito. Cuando hablamos de seres humanos pensamos en los niños, los jóvenes, los adultos, o sea, gente que está en la flor de la edad (o está entrando en ella). Pero ¿qué pasa si nos vamos antes o si nos vamos después de ese momento? ¿Los fetos tienen valor en sí mismo? ¿Y los embriones? O, para irnos al extremo opuesto, ¿los pacientes con demencia senil en estado avanzado? Y, ya que estamos, ¿qué vamos a afirmar de por ejemplo un adulto con serios trastornos cognitivos, emocionales, etc.?

Me imagino que ustedes están pensando: “¡Pero sí, hombre! Todos somos valiosos, independientemente de la fase en la que nos encontremos (primeros estadios del ciclo humano, últimos estadios) e incluso de nuestras capacidades: un niño con síndrome de Down, otro esquizofrénico y un tercero aparentemente normal no se diferencian entre sí en lo más mínimo en lo que atañe a su valor intrínseco.”

¡Muy bien! El criterio subyacente, entonces, parece ser este: todo ser perteneciente a la especie Homo sapiens tiene valor en sí mismo porque es capaz de tener una vida, no importa cuán exitosa en términos económicos o profesionales; en otras palabras, porque puede desarrollar su existencia en los planos biológico, psicológico y social. Toda vida humana es valiosa porque es manifestación del maravilloso acto de existir.

De acuerdo. De todos modos, si hemos dejado atrás todas las fronteras que separaban a los hombres entre sí (fronteras que tenían que ver con la nacionalidad, la religión, el sexo, la edad, la condición mental, etc., etc.), ¿por qué no somos consecuentes y extendemos la comunidad de seres con valor en sí mismo a los animales? ¿Acaso un pájaro, una vaca o una iguana no tienen vidas dignas de ser vividas, no son expresiones de eso que llamamos la maravilla de existir?

No quiero que pierdan de vista al punto de lo que estoy proponiendo. Ya veo que algunos de ustedes sacaron las consecuencias éticas de esa posición, ligadas a la liberación animal, a la abolición de toda forma de esclavitud y de sometimiento. Por el momento, lo que me interesa subrayar es esto: si vamos a decir que el universo está poblado de seres con valor intrínseco y que esos seres son todos aquellos que pueden tener una vida biológica y psicológica, entonces también tenemos que concluir que en el mundo hay seres que no reúnen esas condiciones.

Por ejemplo, la computadora en la que estoy escribiendo estas líneas y la computadora en la que tú estás leyendo estas líneas no son seres vivos capaces de tener una existencia psicológica. Por tanto, las computadoras personales son entes con valor extrínseco, no con valor intrínseco.

Aquí llegamos a lo que me interesaba resaltar: hablar de seres con valor intrínseco implica hablar de cosas con valor extrínseco. Otra manera de expresarnos podría ser esta: mientras los seres humanos y los animales somos seres valiosos como tales, las cosas del mundo tienen valor instrumental. Yo no soy instrumento de nadie; mi vecino, por más que ya no reconozca ni a sus propios hijos por la enfermedad mental que padece, no es instrumento de nadie; el pez que nada en el río no es instrumento de nade; pero estas computadoras son nuestros instrumentos, nuestras herramientas para comunicarnos. El valor de estas cosas es “derivado”, proviene de nosotros, que se lo otorgamos.

Supongamos que un beduino y su camello se topan en el medio del desierto con dos lagunas, una con agua dulce y otra con agua salada. Mientras que la primera tendrá en enorme valor instrumental, la segunda será absolutamente despreciable. El agua es solo valiosa porque satisface nuestra necesidad.

Una última observación: hasta acá, todo parece claro, el mundo se divide en dos bandos, la de los seres con valor intrínseco y la de las cosas con valor extrínseco. Sin embargo, hay entidades que parecen pertenecer a un terreno intermedio entre uno y otro bando. Pensemos por ejemplo en un magnífico roble. El árbol es un ser vivo y por lo tanto parecería tener valor intrínseco; de todos modos, al no tener vida psicológica, no reúne los requisitos que señalábamos más arriba. El tema es justamente este: tratar al árbol como una mera cosa es algo que no nos convence, pero tampoco el considerarlo “uno más de nosotros”.

¿Y qué de una obra de arte? Aquí sucede algo parecido. Nadie diría que una estatua es equiparable a un montón de piedras, pero lo cierto es que una estatua no tiene vida, ni biológica ni psicológica. Lo que sucede es que la estatua es resultado de la plasmación de un estado de ánimo, es la objetivación de una subjetividad, y por lo tanto nos parece que es parte del ser humano que la ha creado y de la comunidad que la ha adoptado.

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Imágenes de Grecia

Las amapolas se han adueñado de este higueral abandonado.
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Personas no humanas (II)

Hay un punto central en la discusión en torno a los derechos de los animales, que tiene que ver con la imagen que nosotros, los seres humanos, tenemos de ellos.

Si decimos, para ir a un caso extremo, que los animales no tienen conciencia ni sensibilidad, que son, como suponía Descartes, complejas máquinas privadas de almas (algo así como robots formados con materiales orgánicos), entonces parece obvio que aquí es superfluo hablar de derechos de los animales. ¿Quién defiende el derecho de las máquinas o de los automotores? Lo máximo que podría decir un cartesiano estricto es que debemos tratar con cuidado a los animales, sobre todo a aquellos que nos son útiles, del mismo modo en que hemos de cuidar de nuestros instrumentos.

Al segundo tipo de imagen me gustaría calificarla de sensualista. Según esta concepción, los animales no son máquinas sofisticadas pero tampoco son seres racionales, como nosotros, los hombres. Aparte de la capacidad de movimiento, los animales comparten con nosotros la capacidad de sentir. ¿De sentir qué? Por lo pronto, un sensualista diría: de sentir dolor y placer, aunque tal vez reconocería que los animales por lo general tienen emociones más complejas que las meras sensaciones dolorosas y placenteras.

Lo que me interesa resaltar aquí es el nexo argumental: la adopción de la imagen sensualista del animal nos lleva a la posición ética según la cual los animales tienen al menos un derecho básico, el de no sufrir innecesariamente dolor. (Obviamente, el principio ético aquí sería: debemos abstenernos de causar dolor a los seres sintientes, pertenezcan a la especie que fuera.)

No estoy seguro, pero creo que la mayoría de las personas poseen una imagen sensualista de los animales. Por ejemplo, en el lema “animal” del Diccionario Panhispánico del Español Jurídico se lee: “Ser vivo irracional que siente y se mueve por sí mismo”.

La definición de ese diccionario de términos jurídicos me da pie para presentar la tercera imagen del animal, imagen que llamaré en alusión a un trabajo de Ludwig Huber, el animal racional.

Sin entrar en mayores detalles, los etólogos contemporáneos defensores de esta imagen sostienen que los animales no solo tienen locomoción propia y sensibilidad, sino que están dotados de racionalidad, entendiendo racionalidad aquí en el sentido más amplio posible, como conjunto de capacidades cognitivas complejas que permiten llevar una vida satisfactoria.

¡Cuidado! Ningún defensor de esta imagen diría que el animal es racional en el sentido tradicional de esta palabra: ni los caballos filosofan, ni los perros realizan complejas operaciones matemáticas, ni los patos debaten entre sí acerca de la conveniencia o no de tener una carta magna. El lenguaje que poseen los animales, que no tiene la flexibilidad gramatical ni la riqueza semántica de los lenguajes naturales humanos, no les permite discurrir sobre cuestiones científicas.

Lo que sí afirman los defensores de este tercer tipo de imagen es que los animales son lo suficientemente inteligentes y sensibles como para desarrollar una personalidad compleja y como para llevar una vida individual y social satisfactoria. Los animales son, entonces, perfectamente racionales, solo que su racionalidad es de otro tipo, distinto del clásico.

Si alguien se resiste a emplear aquí el concepto de racionalidad, a pesar de todas las salvedades, podría seguir la sugerencia del etólogo Carl Safina y sustituirlo perfectamente por el de mente (mind). Es cierto que los lobos o los elefantes no tienen una mente humana, pero ¿dónde está el problema? Cada especie animal tiene un tipo de mente lo suficientemente sofisticado como para permitirle sobrevivir exitosamente en el complejo medio en que se halla. ¿Por qué suponer entonces que la mente humana es más valiosa que las otras mentes? ¿Simplemente porque lo postulamos nosotros, los humanos?

Dejo la cuestión así, para seguirla tratando en otra entrada. Lo que me gustaría subrayar aquí es que si decimos que los animales son seres con, al menos, intereses medianamente complejos, esto es, seres no solamente empeñados en evitar el dolor y, en lo posible, en incrementar su placer, sino seres con amplios intereses vitales que incluso trascienden el mero presente, entonces les tendremos que asignar el derecho a llevar una vida lo más amplia posible. No se trata, como en el caso anterior, de “no causarles dolor”, sino sobre todo de dejar que lleven una existencia tan plena como les sea posible, teniendo en cuenta el concepto de plenitud que puede derivarse de su pertenencia a una determinada especie.

Cierro con unas palabras de Gary Francione, que adhiere plenamente a la posición de los etólogos cognitivistas y del movimiento a favor de la liberación animal:

“Los animales tienen intereses distintos de los de ser meramente protegidos del dolor y el sufrimiento, tienen un interés en no ser parte de la explotación institucionalizada que les causa el dolor y el sufrimiento en primer lugar.”

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Personas no humanas (I)

Últimamente se oye hablar con frecuencia de “personas no humanas”. Pero ¿hay personas que no pertenecen a nuestra especie? ¿Quiénes serían, de ser así?

Para resolver esta cuestión, lo indicado es definir primero qué es persona. Luego, en un segundo momento, podríamos decidir si hay personas que no son miembros de la especie Homo sapiens.

Pero notemos antes que la referencia a “personas no humanas” no es nueva. En Derecho se distinguen las personas físicas (tú y yo, por caso) de las personas jurídicas o personas ideales (por ejemplo, la empresa que me alquila este espacio en la red para que llevar este diario).

También el concepto de persona divina ha sido muy caro a la teología cristiana. Para el cristianismo, Dios no es simplemente un ser todopoderoso, sino una persona (identificado a veces con la figura del monarca o del pastor o del padre). A diferencia de otras religiones, la cristiana acentúa la relación personal que el creyente puede establecer con Dios, con Jesús y con el Espíritu Santo, esto es, con las tres personas divinas.

No es mi intención aquí ahondar en otros usos que se han hecho del concepto de persona, sino subrayar el que su empleo más allá del círculo (estrecho) de los seres humanos no es ninguna novedad. Lo novedoso, en todo caso, es que nos preguntemos hoy con insistencia si nuestra mascota es acaso una persona no humana. Además, dado que se habla tanto de inteligencia artificial en lo que va de 2023, ¿son personas los chatbots creados recientemente?

Alguno de ustedes podría pedirme que dejara de dar tanta vuelta: personas son los seres humanos y punto. El problema es que incluso esta aseveración es problemática. Pensemos en un paciente que se encuentra en estado de coma irreversible. ¿Es persona? Se trata de un organismo que aún respira pero del que podemos decir con certeza absoluta que está “cerebralmente muerto”.

¡Atención! No estoy sugiriendo que alguien que diga que ese ser “ya no es persona” pueda hacer con él lo que se le cante. ¡No! Pero justamente acá aparece una de las dimensiones que me interesa resaltar: el ser persona, la personalidad (personalidad en el sentido filosófico, no psicológico del término), es una suerte de manto con el que recubrimos a ciertos seres para otorgarles protección.

Ahí está, para mí, el quid de la cuestión. Parece que mucha gente razona de este modo: “si X es persona, entonces goza de toda nuestra protección. En cambio, si no es persona, podemos hacer con X lo que queramos”. ¡Craso error! Les doy un ejemplo extremo: el Partenón de Atenas no es una persona –¿qué duda cabe?–, pero por nada del mundo dejaríamos que un lunático lo destruyera a mazazos.

¿Otro ejemplo? Enfrente de mi ventana crece un pino estupendo, un ejemplar magnífico de su especie. ¿Es persona? De ningún modo. ¿Podemos hacer entonces con él lo que se nos antoje? Tampoco.

Saco, entonces, la primera conclusión. Muchos de los acalorados debates en los que nos embarcamos últimamente en torno al concepto de persona han surgido porque tendemos a razonar dicotómicamente: si X persona, entonces recibe toda nuestra protección; si no lo es, entonces queda “a la buena de Dios”, lo que significa, sin nuestro amparo.

Tenemos que diversificar nuestras categorías morales y jurídicas. Y esta pobreza conceptual no solo se da en nuestra lengua. En inglés, la dicotomía se presenta con igual claridad entre “person”, por un lado, y “thing”, por otro: persona versus cosa. En alemán también vemos que el péndulo pasa de Subjekt a Objekt, de sujeto a objeto, como si entre medio no hubiese más que un extenso desierto conceptual.  

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Sobre «Memoria», de E. Valadés

Les copio un minirrelato que me resultó sumamente intrigante. El autor es Edmundo Valadés. Aquí va:

MEMORIA

Cuando alguien muere, sus recuerdos y experiencias son concentrados en una colosal computadora, instalada en un planeta invisible. Ahí queda la historia íntima de cada ser humano, para propósitos que no se pueden revelar.

   Enfermo de curiosidad, el diablo ronda alrededor de ese planeta.

Así de cortito, así de filoso.

Por lo que tengo entendido, el cuento apareció por primera vez en 1987. En esos años, todavía las PC, las personal computers, no habían invadido los hogares, sobre todo los hogares latinoamericanos. Había, sí, computadoras, las famosas computadoras gigantescas de IBM, por ejemplo, pero estaban destinadas a las grandes empresas, a las instituciones estatales de relevancia, etc. No es raro, entonces, que Valadés hable de una “colosal computadora”.

Lo sorprendente de este minicuento es que, de algún modo, anticipa una realidad que se materializaría unos veinte años después, o sea, la realidad que está terminando de tomar forma ahora (y de manera acelerada): la de la digitalización o virtualización de todo lo que hacemos, recordamos y anhelamos. 

Por lo tanto, si hoy Valadés debiera reescribir su relato, tal vez lo empezaría de este modo: “Cuando alguien se muere, sus recuerdos y experiencias ya están concentrados en una colosal computadora”.

Para ser más precisos, ya que sabemos que el almacenamiento no se da en una colosal computadora sino en una red de servidores, llamada nube (que no es difícil asociarla con un “planeta invisible”), podríamos decir que, tras la reescritura, la primera oración se vería así:

“Cuando alguien se muere, sus recuerdos y experiencias ya están concentrados en una colosal red de servidores, que forma una nube invisible”. (Redacción alternativa de la oración final: “que forma una nebulosa invisible”, ya que nebulosa indica también una formación astronómica.)

Paso a la siguiente oración, que también da para hablar. Veamos:

“Ahí queda la historia íntima de cada ser humano […].”

Y creo que tú, lector, como yo, al leerla agregamos mentalmente: “Por ende, de toda la humanidad”. Pero ¿desde cuándo se da este almacenamiento? Eso es algo que no se dice en el cuento. ¿Desde que se inventaros las computadoras? ¿Desde el inicio del mundo? Porque lo que tampoco se dice es quién hace todo eso. ¿Hombres? ¿Extraterrestres? ¿Dios? El uso continuo de oraciones pasivas le permite al autor eludir astutamente esas cuestiones, incrementando así la “tensión” de la primera parte del cuento.

La segunda parte de esta segunda proposición aumenta aún más la intensidad del enigma: “Para propósitos que no se pueden revelar”. ¡Uy! ¿Por qué? ¿Qué plan siniestro hay detrás de todo ello?

El párrafo final del cuento, que en realidad es una frase corta, agrega desconcierto al desconcierto. De golpe, después de tanta tecnología y ciencia ficción, aparece uno de los personajes más antiguos de toda la literatura: el diablo. (Les aclaro que yo creo que el diablo es tan viejo como dios, si no es que es más viejo aún.)

“Enfermo de curiosidad, el diablo ronda alrededor de ese planeta.”

Pero lo curioso y, en parte, gracioso, es que estamos acá no ante un diablo “hecho y derecho”, un diablo “como Dios manda”, sino ante un pobre diablo. ¡Sí! Un diablo que da vueltas y vueltas sin poder dar con la información que tanto desea. Para colmo, el diablo está enfermo (de curiosidad). ¿Será que los hombres, los extraterrestres o Dios, quienesquiera que fuesen los que almacenan los recuerdos humanos, le han logrado cerrar el paso a la computadora? ¿O será que nadie le veda el paso, sino que, como se trata de un diablo poco tecnológico, no puede acceder al sistema?

Lo que tampoco está claro (otra afortunada ambigüedad del cuento) es qué es lo que quiere saber el diablo. ¿El diablo busca tener acceso a nuestros recuerdos almacenados, a todas y cada una de nuestras experiencias? ¿Para qué? ¿Acaso él no podía ya leer las intenciones de los seres humanos cuando estaban en vida, entrometiéndose en la intimidad? ¿O será que lo que pretende saber el diablillo es cuál es ese propósito irrevelable del almacenamiento?

Una observación final: no me olvido de que lo que llevó a la perdición del hombre fue la curiosidad, el querer comer de los frutos del árbol prohibido. Por querer saber lo que no les correspondía, Adán y Eva perdieron el Paraíso. ¿No será que todo este extraño almacenamiento de datos es una forma compleja de crear un nuevo “árbol prohibido”, esta vez para el diablo, una forma de venganza final por la trampa que nos tendió al inicio de los tiempos?

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Imágenes de Grecia

Ni siquiera una aceituna nos permite que le saquemos este olivarero.
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Imágenes de Grecia

Una de las tantas escaleras de la villa de Teologos, Ftiótide.
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Imágenes de Atenas

Aquí la Naturaleza (η Φύση) aparece como como una mujer con cuatro rostros, correspondientes a los cuatro elementos: agua.
Fuego.
Tierra.
Aire. (Monóptero en el parque Gudís, Atenas.)
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Imágenes de la pandemia

Esta botella de alcohol posee un valor histórico. Como se ve, no tiene marca. Eran los recipientes de alcohol que producía y distribuía el Ejército griego cuando, tras la llegada del coronavirus al país a comienzos de 2020, la gente había acaparado todo lo que había en los súper y las farmacias.
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