Imágenes de Grecia

Ni siquiera una aceituna nos permite que le saquemos este olivarero.
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Imágenes de Grecia

Una de las tantas escaleras de la villa de Teologos, Ftiótide.
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Imágenes de Atenas

Aquí la Naturaleza (η Φύση) aparece como como una mujer con cuatro rostros, correspondientes a los cuatro elementos: agua.
Fuego.
Tierra.
Aire. (Monóptero en el parque Gudís, Atenas.)
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Imágenes de la pandemia

Esta botella de alcohol posee un valor histórico. Como se ve, no tiene marca. Eran los recipientes de alcohol que producía y distribuía el Ejército griego cuando, tras la llegada del coronavirus al país a comienzos de 2020, la gente había acaparado todo lo que había en los súper y las farmacias.
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Imágenes de Atenas

Las precipitaciones de los últimos días limpiaron la atmósfera. Ayer la vista desde el monte Licabeto era extraordinaria. En el centro de la foto está la Acrópolis; por detrás, el mar de El Pireo.

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Veranito

Puesta de sol vista desde Fáliro

Hace un año les contaba en estas notas que habíamos tenido la nevada más copiosa de las últimas décadas en Atenas. Hacía años que no nevaba tanto y, sobre todo, que las temperaturas de enero y febrero no eran tan bajas.

Para desilusión de niños y adolescentes, lamentablemente este año no podemos decir lo mismo. No solamente que aún no ha caído ni un mísero copo en Atenas y la región, sino que las temperaturas siguen siendo excesivamente altas para la época.

Los otros días escuchaba una entrevista en la RAI en la que se decía que ya estamos en condiciones de afirmar que este es el invierno más cálido en Italia desde que se llevan registros meteorológicos. ¡Los italianos, después de tener un verano excepcionalmente tórrido y fatigoso, están pasando ahora el invierno casi con un pulovercito!

Decían ahí también en la entrevista que muchas pistas de esquí alpinas tuvieron que cerrar, mientras que otras siguen abiertas gracias a la nieve artificial. ¡Sí, nieve artificial en los Alpes! ¡Qué locura!

Acá en Atenas pasamos en 2022 un verano inesperadamente suave (por las bajas temperaturas), seguido de un invierno igualmente agradable (esta vez por el fenómeno térmico inverso: no se quiere venir el frío).

Pero, como decía, no me olvido de que el invierno anterior fue helado y que el verano previo, el de 2021 batió récords de temperaturas máximas y mínimas, que estaban por las nubes. (Por las nubes es una manera de decir, porque lo cierto es que durante esas semanas no había una mancha en el cielo. Aprendo de los meteorólogos que lo más temible es el sol radiante que se extiende por semanas, sin que se le interpongan vientos ni nubes.)

De todos modos, no es conveniente sacar conclusiones precipitadamente. Tal vez las próximas semanas traigan masas de aire muy frío al sur y el centro de Europa, corrigiéndose así el desvío inicial.

Lo que no puedo dejar de preguntarme es si estos son caprichos del tiempo, ciclos meteorológicos con una frecuencia muy extraña para la corta vida humana, o si son las primeras manifestaciones del cambio climático. ¿La acumulación de estas anormalidades meteorológicas va a entrar a formar parte de la nueva normalidad? ¿Estamos viviendo una transición histórica o, mejor dicho, otra transición histórica?

Mientras tanto, y a pesar de que realmente no hace frío, el virus estacional de la gripe se está haciendo un verdadero festín en Grecia y en otros países del continente. Ha habido tantos casos de gripe y de gripe jorobada, que ya parece un lugar común decir que ahora la influenza es peor que el covid. La gente prefiere pescarse la subvariante ómicron del coronavirus a agarrarse el temible H1N1.

La explicación que ofrecen los epidemiólogos de este fenómeno un tanto desconcertante es que mientras nuestra inmunidad para afrontar el coronavirus es buena (sea porque nos vacunamos recientemente, sea porque nos contagiamos hace poco o por ambas cosas), los años de encierro y de protección hicieron que nuestras defensas inmunitarias no estén tan en forma para protegernos de la gripe.

No es que les quiera hacer propaganda a las empresas que producen las vacunas, pero no se me escapa el que ni mi esposa ni yo nos engripamos, tal vez por habernos vacunado no bien empezó el otoño. Tampoco quisiera que me malinterpretaran: no digo que el coronavirus haya dejado de representar una amenaza. De hecho, todos los días mueren entre diez y veinte personas por el covid y otro tanto entra en terapia intensiva. Parece un número pequeño, pero para un país como Grecia es una cifra respetable.

Mientras tanto, y a pesar de que realmente no hace frío, el virus estacional de la gripe se está haciendo un verdadero festín en Grecia y en otros países del continente. Ha habido tantos casos de gripe y de gripe jorobada, que ya parece un lugar común decir que ahora la influenza es peor que el covid. La gente prefiere pescarse la subvariante ómicron del coronavirus a agarrarse el temible H1N1.

La explicación que ofrecen los epidemiólogos de este fenómeno un tanto desconcertante es que mientras nuestra inmunidad para afrontar el coronavirus es buena (sea porque nos vacunamos recientemente, sea porque nos contagiamos hace poco o por ambas cosas), los años de encierro y de protección hicieron que nuestras defensas inmunitarias no estén tan en forma para protegernos de la gripe.

No es que les quiera hacer propaganda a las empresas que producen las vacunas, pero no se me escapa el que ni mi esposa ni yo nos engripamos, tal vez por habernos vacunado no bien empezó el otoño. Tampoco quisiera que me malinterpretaran: no digo que el coronavirus haya dejado de representar una amenaza. De hecho, todos los días mueren entre diez y veinte personas por el covid y otro tanto entra en terapia intensiva. Parece un número pequeño, pero para un país como Grecia es una cifra respetable.

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Imágenes de Atenas

Televisor a pedal.
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Chatarra

La laptop en la que escribo estas líneas se me está poniendo vieja… El teclado ya no responde fielmente a la presión de mis yemas, el acumulador se agota en poco más de media hora y, sobre todo, los programas se cargan con una lentitud que pone a prueba mi paciencia, sin que sirvan mis esfuerzos por actualizar el software y limpiar cada dos por tres el disco duro.

Como nosotros, los seres humanos, también las cosas que nos acompañan envejecen.

Pero para bien o para mal, las laptops, los televisores, las cafeteras, los automóviles, no son organismos con capacidad de autorregenerarse. Uno puede tratarlos bien, cuidarlos, eventualmente repararlos, pero llega el momento en que prácticamente no nos queda más opción que la de reemplazarlos.

“Tire a la basura y cómprese uno nuevo”. Ese es el lema de nuestra cultura. “Y si le agarran remordimientos de conciencia por producir tanta basura, tírelo al contenedor de reciclado.”

Contenedor para el reciclado: he ahí un truco para acallar los chillidos de nuestra conciencia. Nos han hecho creer que tirando la basura (parcialmente) reutilizable a un contendor especial (“diferencial”), todo se resuelve como por arte de magia.

Es cierto que casi ningún aparato electrodoméstico dura toda la vida. Difícilmente un viejo se muera con la heladera que se compró cuando, joven aún, se había casado (casado por primera vez). Nadie puede pedirle a la industria productos indestructibles, imperecederos.

De todos modos, ¿no nos hemos pasado al extremo opuesto? Porque lo cierto es que compramos productos sabiendo que en un par de años, a lo sumo, los vamos a reemplazar por otros mejores, más eficientes, con un mejor diseño, más fácilmente compatibles con el resto de los productos, que también evolucionan.

Mi vieja laptop Dell cumplió siete años. Y ya está vieja, como les tecleaba al comienzo. Se me ocurría pensar que con las computadoras hay que razonar como con los perros: multiplicar la edad por 7. Un perro de diez años es comparable a un ser humano setentón. Mi laptop, entonces, tendría unos 49 años, más o menos como yo. Puede tirar todavía, pero ya no está para acrobacias informáticas.

Días pasados me llamaron de Cosmoté, la compañía que me provee la telefonía móvil, para decirme que ya era hora de renovar mi contrato bianual. Como ni se me ocurría buscar otras alternativas, les dije sin dar más vueltas que sí, que aceptaba y, para mi sorpresa, me hicieron un regalo: un nuevo celular. Por supuesto, está en la gama de los intermedios: no es uno de los más baratos, pero tampoco se aproxima a los caros, ni siquiera de lejos. De todos modos, es un celular como el que tengo, solo que nuevo y, obviamente, mejor, porque tiene algo más de memoria, porque la cámara tiene un poco más de resolución, porque el diseño es algo más agraciado, etc.

¿Qué voy a hacer con mi celular “viejo”? Bueno, creo que lo que hacen todos: buscar a algún desgraciado, a algún roto que esté más necesitado que yo y regalárselo. ¿Y qué va a hacer ese beneficiado con su celular? Y, sí, ahí no hay muchas más opciones, deberá tirarlo. (Esperemos que lo haga al menos en el contenedor que está ubicado dentro de la filial del barrio de la empresa, en el que juntan celulares y accesorios viejos para, así dicen, reciclarlos.)

¡Qué curioso es pensar que un producto de una altísima tecnología como mi “simple” celular actual, algo que yo de niño, en la década de los ochenta, ni me hubiese podido imaginar, tenga una caducidad tan marcada!

Mientras tanto, la COP 27 ya es historia. Tal vez recordaremos esa conferencia mundial como aquella que prometió crear un fondo para cubrir los enormes gastos que la crisis climática ya genera en todo el mundo y que los países pobres no pueden afrontar. ¿Se creará finalmente el Loss and Damage Fund? Ojalá.

Pero también nos acordaremos de la pusilanimidad demostrada en el balneario de Sharm el Sheij: en vez de ratificar los compromisos asumidos el año pasado en Glasgow e incluso de fijar metas más ambiciosas, las partes cedieron a la inercia (dejar que las cosas sigan como hasta ahora, quién sabe si no ocurre un milagro), cuando no a las presiones de los lobistas, representantes de las empresas proveedoras de combustibles fósiles.

¿Qué diríamos de una persona que con su estilo de vida se está dañando a sí misma y que, en vez de cambiar sus hábitos, se propone tan solo contratar un nuevo seguro de vida y de salud para cuando reviente?

Creo que de no mediar alguna calamidad en los próximos años, digamos, en lo que resta de esta década del veinte, lo más probable es que sigamos viviendo y produciendo y consumiendo más o menos como hasta ahora, con lo cual la meta de no sobrepasar el incremento de un grado y medio para fin de siglo quedará obsoleta. Lo más probable va a ser que, poniendo realmente las barbas en remojo la década que viene, el aumento de la temperatura global no exceda la temible cifra de 1,8 grados… y esto en el mejor de los casos.

Mi “vieja” laptop Dell no llegará a presenciar ese infierno. ¿Llegaré yo? Si en 2075 llego a cumplir los cien años (con salud física y mental, por supuesto), ¿en qué mundo apagaré las velitas?

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¿Qué esperar de la COP 27?

¿Qué podemos esperar de esta nueva conferencia internacional sobre el cambio climático, la COP 27, que esta vuelta se celebra en el famoso balneario egipcio de Sharm el Sheij? Bueno, si se trata de desear, de soñar, ¿por qué no esperar la ratificación de viejos acuerdos y la firma de nuevo, destinados –esta vez sí– a ser cumplidos al pie de la letra y sin más dilaciones?

Pero me temo que vaya a volver a pasar algo similar a lo que sucedió con la conferencia pasada en Glasgow, la COP 26: no se van a cerrar todos los acuerdos que serían urgentes, ni tampoco se van a implementar todas las buenas intenciones que sí se lleguen a redactar y firmar.

¡Qué se le va a hacer! El ser humano es un animal que hasta que no le llega el agua al cuello no cambia su manera de pensar y de actuar, y a veces ni siquiera la amenaza de ahogarse le hace mudar su forma de ser.

¿Acaso no nos pasó eso con la última pandemia?

A veces pienso que son pocos los que realmente se toman en serio la crisis climática, no porque ignoren su existencia, sino porque prefieren hacer la vista gorda. Hay una vocecita en nuestro interior que nos susurra: “Bah, tal vez se equivocan esos científicos tan agoreros, como se equivocaron ya tantas veces en el pasado. Y si no se equivocan en sus pronósticos, seguro que a alguien se le va a ocurrir algo pasa solucionar las cosas a último momento. Además, en el peor de los casos las catástrofes que se prevén son para de acá a un siglo, cuando yo ya no esté ni mi hijo tampoco. ¡Que se la vean las futuras generaciones! ¿Acaso mi generación no tuvo que hacerse cargo de las hipotecas que nos dejaron nuestros abuelos?”

Todos deberíamos tener como libro de cabecera el estudio de Leon Festinger, Teoría de la disonancia cognitiva. En ese estudio, Festinger muestra los distintos artilugios de que se sirve nuestra mente para ahorrarnos la incómoda tarea de admitir que estamos siendo incoherentes y que debemos, en consecuencia, cambiar nuestra conducta.

Ya nadie puede negar que la atmósfera, y con ella la tierra y el mar, se están recalentando peligrosamente, y sin embargo hacemos poco y nada para contrarrestar ese fenómeno.

El famoso Acuerdo de París de 2015 exhortaba a que no pasemos el límite fijado por un aumento de un grado y medio de la temperatura media. Esa marca, que ya era por demás “tolerante”, es ahora cosa del pasado. Según las previsiones de la Agencia Internacional de la Energía, en el mejor de los casos el aumento esperado de la temperatura a fin de este siglo será de 1,8. Es más, si seguimos procrastinando nuestros deberes, si continuamos como hasta ahora dando un pasito para adelante y luego otro para atrás, lo probable es que la temperatura suba hasta 2,5 grados.

La gente quizá no sabe bien qué significa ese alzamiento de la temperatura mundial. La mejor manera de explicarlo es comparar a nuestro planeta con un organismo, por ejemplo con un cuerpo humano. ¿Qué nos pasa si en vez de tener 36,5 grados, nos medimos la fiebre y el termómetro nos señala que estamos en 38? ¡Y qué decir si superamos esa barrera, llegando a 38,3 o incluso a 39?

Un cuerpo humano con más de 38 de fiebre es un cuerpo que no está bien, que ya no puede seguir llevando una vida normal. Del mismo modo, un aumento de la temperatura mundial de tan solo 1,8 va a suponer una trasmutación peligrosísima de todas las variables atmosféricas, marinas y terrestres: veranos tórridos, inviernos gélidos, vientos huracanados, sequías prolongadas, diluvios sorpresivos…

El problema principal no es que seamos ya demasiados seres humanos sobre la Tierra, sino que estamos usando demasiado y demasiado mal los recursos que nos ofrece nuestro bello pero modesto planeta. Incluso si hoy en día la población mundial fuera de la mitad de lo que es, es decir, si fuera de tan solo 4.000.000.000 de personas, la amenaza sería la misma. Es más, me atrevería a afirmar que el cambio climático está siendo alimentado por tan solo 2.000.000.000 de personas.

De todos modos, no se trata de echarle la culpa a los otros, a los ricos, por ejemplo, como si nosotros fuésemos todos unos santos del ecologismo. Si exceptuamos la franja más pobre de la población mundial, esa que, para vergüenza de todos, sigue viviendo en la misera absoluta y que por tanto apenas contribuye al recalentamiento global, todo el resto somos, unos más, otros menos, partícipes de esta orgía de producción y consumo que empieza ya a costarnos caro. El argentino medio no es más ecológico que el canadiense o que el catarí medio porque se rija por principios morales más sólidos, sino por el simple hecho de que su situación económica le impide tener todo el día la calefacción a full como hace el canadiense o el aire acondicionado a toda máquina como el árabe.

No va a ser posible salvar el Planeta sin renunciar a las actuales comodidades, al famoso “bienestar” de que ahora gozamos o del que aspiramos a participar antes de que se acabe la “fiesta”. ¿Puede haber crecimiento económico y bienestar material compatibles con las metas ecológicas? No sé. Acá soy muy cauto. Me parece que es una mentira la afirmación de tantos políticos y empresarios de que la green economy nos va a permitir conservar el planeta, seguir creciendo económicamente y, sobre todo, seguir pasándolo bien, como hasta ahora.

Eso no significa que nuestras vidas no vayan a ser dignas o incluso buenas. Basta que aprendamos a vivir bien con menos.

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Diario de la pandemia (26 de octubre de 2022)

Temo defraudar a mis lectores: no tengo ninguna noticia espectacular para contarles sobre la pandemia del coronavirus.

Bueno, tal vez aquí valga eso de “no news, good news”. A veces la falta de novedades es algo bueno, sobre todo cuando uno está esperando pálidas.

La verdad es que en mi vida ateniense hay algunos momentos que me recuerdan que estamos aún en una pandemia, por más que parezca estar acercándose a su etapa final. Por ejemplo, nadie va a entrar a una farmacia o ir a lo del dentista sin ponerse un barbijo antes de cruzar el umbral. También hay hospitales que exigen hacerse previamente un test en una farmacia para poder ingresar al edificio, aunque uno tenga un turno con el traumatólogo o el gastroenterólogo.

Fuera de esos espacios vinculados con el sector de la salud, el único lugar en el que sigue exigiéndose el uso de la mascarilla es en los medios de transporte público. Las veces que he subido últimamente al subte, por ejemplo, casi todos llevaban barbijo, aunque en casi todos los vagones vi algunos descarados que no se habían colgado ni siquiera un trapo a manera de cubrementón. Al fin y al cabo, casi no existen los controles.

Lo que sí hice fue ponerme la cuarta dosis de la Pfizer, la que ha sido aggiornata, la BA 4/5, o sea, la que tiene las moléculas diseñadas no solamente en función del virus (supuestamente) originario, el de Wuhán, sino también el de la variante ómicron (aunque, eso sí, el de la primera de las subvariantes, que ya dejó de ser la prevalente).

¿Qué representa para mí el haberme puesto la cuarta dosis, esto es, un refuerzo después de la anterior, que también era de refuerzo? La respuesta que me doy es muy simple: la tranquilidad de saber que si me vuelvo a contagiar del virus, las probabilidades que muera de covid o termine muy enfermo en terapia intensiva son ínfimas.

A nivel personal, la relación costo-beneficio es óptima: la vacuna no me costó un centavo, saqué turno en línea (en menos de cinco minutos) donde yo quería y a la hora que me convenía, y el paso por el vacunatorio apenas me consumió media hora.

Al fin y al cabo, el razonamiento es el mismo que hago respecto de, por ejemplo, la vacuna de la gripe: un costo sobre todo en tiempo muy reducido para un beneficio considerable.

A decir verdad, el único costo que veo con las vacunas como la antigripal y la del covid es la molestia física el día después o incluso los dos días después del pinchazo. A mí lo único que me causó como efecto colateral fue un poco de dolor en el brazo, como si me lo hubiera golpeado. Pero a mi esposa le dio fiebre y estuvo casi todo el día en la cama, en un estado parecido al de un resfrío molesto.

¿El covid se volvió una enfermedad endémica, como el resfrío común y la gripe? Ojalá. Tal vez ese es el escenario optimista. (Que el virus iba a desaparecer era una hipótesis que con el paso de los primeros meses de la pandemia quedó descartada. La endemicidad sigue siendo el mejor escenario dentro de los cálculos realistas.)

De todos modos, lo que pasa acá en Europa no es un espejo fiel de cómo está el mundo. Por lo pronto, sigue habiendo países en los que prácticamente la vacuna no llegó. Es inútil insistir en que en varios países africanos el porcentaje de la población inoculada es irrisorio.

En otros lugares, el virus sigue constituyendo una amenaza importante, como en China. Días pasado se habló mucho de la situación en el país asiático, a propósito del XX Congreso del Partido Comunista. Por lo que entiendo, si China abandona la odiosa política de covid cero, el sistema de salud colapsa, lisa y llanamente. Xi prefiere seguir con la política de mano dura a ver los hospitales abarrotados de enfermos de neumonía y los cementerios o los crematorios desbordados, tal como sucedió en Lombardía en 2020.

Por lo visto, la pandemia nos va a seguir dando que hablar en lo que resta de este año… y en el que viene.

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