Personas no humanas (II)

Hay un punto central en la discusión en torno a los derechos de los animales, que tiene que ver con la imagen que nosotros, los seres humanos, tenemos de ellos.

Si decimos, para ir a un caso extremo, que los animales no tienen conciencia ni sensibilidad, que son, como suponía Descartes, complejas máquinas privadas de almas (algo así como robots formados con materiales orgánicos), entonces parece obvio que aquí es superfluo hablar de derechos de los animales. ¿Quién defiende el derecho de las máquinas o de los automotores? Lo máximo que podría decir un cartesiano estricto es que debemos tratar con cuidado a los animales, sobre todo a aquellos que nos son útiles, del mismo modo en que hemos de cuidar de nuestros instrumentos.

Al segundo tipo de imagen me gustaría calificarla de sensualista. Según esta concepción, los animales no son máquinas sofisticadas pero tampoco son seres racionales, como nosotros, los hombres. Aparte de la capacidad de movimiento, los animales comparten con nosotros la capacidad de sentir. ¿De sentir qué? Por lo pronto, un sensualista diría: de sentir dolor y placer, aunque tal vez reconocería que los animales por lo general tienen emociones más complejas que las meras sensaciones dolorosas y placenteras.

Lo que me interesa resaltar aquí es el nexo argumental: la adopción de la imagen sensualista del animal nos lleva a la posición ética según la cual los animales tienen al menos un derecho básico, el de no sufrir innecesariamente dolor. (Obviamente, el principio ético aquí sería: debemos abstenernos de causar dolor a los seres sintientes, pertenezcan a la especie que fuera.)

No estoy seguro, pero creo que la mayoría de las personas poseen una imagen sensualista de los animales. Por ejemplo, en el lema “animal” del Diccionario Panhispánico del Español Jurídico se lee: “Ser vivo irracional que siente y se mueve por sí mismo”.

La definición de ese diccionario de términos jurídicos me da pie para presentar la tercera imagen del animal, imagen que llamaré en alusión a un trabajo de Ludwig Huber, el animal racional.

Sin entrar en mayores detalles, los etólogos contemporáneos defensores de esta imagen sostienen que los animales no solo tienen locomoción propia y sensibilidad, sino que están dotados de racionalidad, entendiendo racionalidad aquí en el sentido más amplio posible, como conjunto de capacidades cognitivas complejas que permiten llevar una vida satisfactoria.

¡Cuidado! Ningún defensor de esta imagen diría que el animal es racional en el sentido tradicional de esta palabra: ni los caballos filosofan, ni los perros realizan complejas operaciones matemáticas, ni los patos debaten entre sí acerca de la conveniencia o no de tener una carta magna. El lenguaje que poseen los animales, que no tiene la flexibilidad gramatical ni la riqueza semántica de los lenguajes naturales humanos, no les permite discurrir sobre cuestiones científicas.

Lo que sí afirman los defensores de este tercer tipo de imagen es que los animales son lo suficientemente inteligentes y sensibles como para desarrollar una personalidad compleja y como para llevar una vida individual y social satisfactoria. Los animales son, entonces, perfectamente racionales, solo que su racionalidad es de otro tipo, distinto del clásico.

Si alguien se resiste a emplear aquí el concepto de racionalidad, a pesar de todas las salvedades, podría seguir la sugerencia del etólogo Carl Safina y sustituirlo perfectamente por el de mente (mind). Es cierto que los lobos o los elefantes no tienen una mente humana, pero ¿dónde está el problema? Cada especie animal tiene un tipo de mente lo suficientemente sofisticado como para permitirle sobrevivir exitosamente en el complejo medio en que se halla. ¿Por qué suponer entonces que la mente humana es más valiosa que las otras mentes? ¿Simplemente porque lo postulamos nosotros, los humanos?

Dejo la cuestión así, para seguirla tratando en otra entrada. Lo que me gustaría subrayar aquí es que si decimos que los animales son seres con, al menos, intereses medianamente complejos, esto es, seres no solamente empeñados en evitar el dolor y, en lo posible, en incrementar su placer, sino seres con amplios intereses vitales que incluso trascienden el mero presente, entonces les tendremos que asignar el derecho a llevar una vida lo más amplia posible. No se trata, como en el caso anterior, de “no causarles dolor”, sino sobre todo de dejar que lleven una existencia tan plena como les sea posible, teniendo en cuenta el concepto de plenitud que puede derivarse de su pertenencia a una determinada especie.

Cierro con unas palabras de Gary Francione, que adhiere plenamente a la posición de los etólogos cognitivistas y del movimiento a favor de la liberación animal:

“Los animales tienen intereses distintos de los de ser meramente protegidos del dolor y el sufrimiento, tienen un interés en no ser parte de la explotación institucionalizada que les causa el dolor y el sufrimiento en primer lugar.”

Acerca de Marcos G. Breuer

I'm a philosopher based in Athens, Greece.
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2 respuestas a Personas no humanas (II)

  1. José Manuel dijo:

    Muy interesante, Marcos. Enhorabuena por la entrada. Salud!

    • ¡Gracias por el comentario y el aliento! Le voy a seguir dando vueltas al asunto en las próximas entradas. El tema me viene ocupando desde hace unos meses. Un abrazo, la seguimos.

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