Hablar de política y religión

A veces se dice: “Fulano de Tal es un correligionario”, para indicar que es del mismo partido, aunque literalmente signifique de la misma religión. Y es que pertenecer a un partido político es, en cierta manera, pertenecer a una misma confesión. No se equivocan tanto quienes ven en la política una forma secular de religión.

     Así como uno cree en los dogmas de una religión, del mismo modo cree en los principios de su partido. Poner en duda un artículo de fe es un pecado mortal, tanto en una iglesia como en un partido. Además, los adeptos a una religión, como asimismo los seguidores de un partido, tienen mitos y símbolos que comparten con fervor: hay fechas fundacionales, personajes heroicos, figuras divinas; tampoco faltan milagros en uno y otro bando. Unos y otros evitan el análisis racional como si se tratase de evitar una ocasión de pecado. Y el adversario religioso o político llega a encarnar el mismísimo demonio.

     Claro que alguien puede venir y decirme: “El ser humano, el hombre común y corriente, es alguien que necesita crearse una identidad sólida, tener lealtades, ser algo/alguien… y de allí aparece la necesidad de pertenencia –de pertenencia incondicional, incluso– a un movimiento colectivo, llámese iglesia o partido político, lo mismo da. Ustedes, los filósofos analíticos, son una excepción a la regla; el rigor intelectual los ha hecho –no sé– dioses o bestias, como decía Aristóteles a propósito del efecto de la soledad.”

     ¡Mucho me temo que esta objeción en nada ayude a aclarar los tantos! Polarizar, decir: “O blanco o negro; o positivo o negativo; o todo o nada”, es inconducente. No es que la gente sea crédula y fanática, mientras el lógico es incrédulo e imparcial. La riqueza está en todas las graduaciones y todos los matices que se dan entre los dos polos encontrados. Todos tenemos nuestras creencias y albergamos alguna esperanza, por modesta que sea… incluso los lógicos más severos. Pero crearse una identidad, tener lealtades, compartir mitos no ha de ser sinónimo de cegarse ante la evidencia, hacer oídos sordos a cualquier argumento, ni tanto menos fanatizarse. La clave está, para volver a Aristóteles, en saber adoptar el mesótēs, el justo medio, esto es, en tener una fe (religiosa o política) sin caer en los excesos. In medio virtus, repetían los escolásticos medievales. Las emociones, las pasiones, los sentimientos, las fantasías inclusive, son esenciales a nuestra vida, pero también es primordial el ejercicio de la racionalidad, la disposición al diálogo, la capacidad de crítica y autocrítica.

     Concluyo: no tenemos que perder de vista el hecho de que pertenecer a un partido político, o simplemente simpatizar con él (no hace falta pensar solo en los militantes) es equiparable a una adhesión religiosa. La política y la religión les dan a los fieles un profundo sentido de pertenencia, les otorgan la certeza de ser partes de un proceso histórico, les marcan una frontera entre nosotros y ellos y, por ende –y aquí viene los que yo estimo peligroso–, entre los buenos (los de este lado) y los malos (los de aquel lado). Sinceramente, pienso que el gran desafío está en aceptar el hecho de que necesitamos crearnos una identidad colectiva, manteniendo a la vez una cierta distancia con nuestras propias emociones. Ser de tal o cual partido político, como formar parte de tal o cual iglesia, no debe impedir el diálogo con los demás –y menos aún el diálogo franco consigo mismo–. Aquí también es oportuno el consejo del oráculo de Delfos: “Nada en demasía”. ¡Qué triste, qué frustrante es no poder dialogar con alguien que por adherir a una causa se ha encerrado en sí mismo como una ostra, se ha vuelto inmune a cualquier argumento!

Acerca de Marcos G. Breuer

I'm a philosopher based in Athens, Greece.
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