En algunas entradas anteriores critiqué la doctrina del doble efecto. Una de mis críticas es que tal principio se basa en una consideración errónea de la intencionalidad. Acabo de leer un artículo de Leonard J. Berkowitz, “Intention and euthanasia”, de 1987, que de alguna manera va en la dirección justa. Creo que el punto de Berkowitz (que es también el mío) puede sintetizarse de esta manera: el término intencionalidad posee dos significados distintos pero que con frecuencia se confunden en la discusión bioética. Veamos.
El primer significado se refiere a la cualidad que distingue a todas las acciones humanas que no son meramente mecánicas. Si excluimos, por ejemplo, los reflejos automáticos, los procesos biológicos como la digestión, etc., luego podemos decir que cada vez que actúo, obro con intencionalidad; en otras palabras, al actuar, “tiendo a algo”, aun cuando ello (el fin y el estar dirigiéndome a tal) no sea algo claramente consciente en mí. El segundo significado tiene que ver, en cambio, con una característica de algunas de nuestras acciones (pero no de todas), a saber: el ser explícitamente buscadas o deseadas. Así, puede haber acciones “intencionales” (en el primer sentido de intencionalidad o I1), sin que sean “intencionales” en el segundo sentido (I2). Tal vez, aquí es mejor recurrir al uso de adjetivos: toda acción humana es intencional (I1), pero luego queda por decidir qué tipo de intención (I2) está a su base (si es bien o mal intencionada, o si se hace simplemente sin intención o deliberación).
Ahora bien, nuestras acciones tienen por lo general consecuencias, consecuencias que pueden ser despreciables o importantes, buenas o malas. Y aquí está el nudo de la cuestión. Si yo aspiro a un fin bueno pero sé que mi acción tendrá consecuencias negativas, entonces no puedo limitar la intencionalidad a mi desear el buen objetivo, excluyendo la aparición de los efectos nefastos. Así, si a pesar de mi conocimiento realizo esa acción, no puedo excusarme luego diciendo que no era mi intención (I1) ocasionar el mal.
El principio que se desprende es que una acción y sus consecuencias son intencionales mientras el actor tenga conocimiento de los (posibles) efectos de su obrar.
Es obvio que lo que está en juego en toda esta disquisición es la atribución de responsabilidad. Para Berkowitz (y para mí) el actor es responsable de todos sus actos intencionales (I1).
Doy un ejemplo parecido a los que trabaja Berkowitz en su artículo. Juan, un ecologista convencido, sale a dar una vuelta por el bosque. Él sabe que al caminar pisará algunos insectos, pero esa es una consecuencia no deseada o no buscada de su acción intencional. No tiene la mala intención de aplastar a las hormigas y a los gusanos, pero es consciente de que su paso por el bosque tendrá ese efecto.
Berkowitz distingue entre intentional (que se relaciona con I1) e intended (I2). La matanza de los insectos tras el paseo de Juan es intencional (intentional) pero no deseado (intended). Por eso, Juan no puede luego justificar su salida por el bosque diciendo que la muerte de las hormigas fue no deseada y no intencional. La justificación deberá, más bien, pasar por otro lado (por ejemplo, deberá indicar su necesidad de esparcimiento y actividad física como un aspecto que prevalece sobre el interés de sobrevivir de un par de insectos).
Leonard J. Berkowitz, “Intention and euthanasia”, The Philosophical Forum, vol. XIX, núm. 1, 1987.