Retomo brevemente algunas ideas que expuse en la entrada anterior para redondear así mi crítica al primer argumento contra el aborto.
En primer lugar, ser defensor de la vida, considerar incluso la vida como algo sagrado y luchar por una vida digna para todas las personas que habitan este mundo, no es necesariamente incompatible con estar a favor de la legalización del aborto. El aborto, practicado responsablemente, es un recurso para que no venga al mundo alguien que no podrá tener el tipo de vida que deseamos para toda persona. La religiosidad y la moralidad no deben significar el que se continúen adoptando formas de vida y de pensamiento atávicos. Se puede ser una persona religiosa e íntegra, y a la vez aspirar a la conducción de la propia vida y del destino social de modo racional. ¡Religión sin oscurantismo, sobre todo cuando ese oscurantismo tiene consecuencias abominables!
En segundo lugar, una cosa es la vida humana y otra es la persona. La vida humana comienza en el momento de la concepción. El inicio de la personalidad, en cambio, depende de la visión del mundo que se adopte. Desde el punto de vista naturalista al que adhiero –el naturalismo es una filosofía compartida por muchos científicos y filósofos– lo más lógico parece establecer el inicio de la persona alrededor de los tres meses de embarazo, esto es, cuando en el feto comienzan a desarrollarse los distintos órganos, entre ellos el sistema nervioso. La iglesia católica ha fijado el inicio de la persona en el momento mismo de la concepción, pero esta definición es arbitraria. E insisto en que es arbitraria, entre otras cosas, porque es reciente. Para el teólogo Santo Tomás de Aquino, el feto recibía el alma que lo convertía en persona recién a los cuarenta días después de la concepción, si era de sexo masculino, y a los noventa, si de sexo femenino. Esta influyente doctrina fue abandonada tan solo en 1869, durante el pontificado de Pío IX. Lamentablemente, el actual papa Francisco I ha desilusionado a muchos católicos y no católicos, al no emprender las reformas teológicas que tanto necesitaría la Iglesia. Si el papa es incapaz de dejar sin efecto la disposición absolutamente arbitraria según la cual los sacerdotes deben ser célibes –una medida que sería aplaudida por todo el mundo, especialmente tras los reiterados casos de pedofilia–, ¡cuánto menos puede esperarse de una apertura en cuestiones que hacen a la bioética!
En este contexto, quiero señalar también un hecho que se olvida con demasiada frecuencia en los debates. De todos los embarazos en los primeros estadios, solo un tercio llega a buen puerto. Para decirlo inversamente: dos tercios de todos los óvulos fecundados naturalmente se pierden en abortos espontáneos. Es mucho más difícil de lo que normalmente se sospecha que el óvulo, una vez fecundado, se implante naturalmente y comience a desarrollarse sin problemas en el útero materno. Si realmente creyéramos que el óvulo fecundado es ya una persona, cada año deberíamos lamentar la pérdida catastrófica de millones y millones de prójimos.
Pero en el fondo, más que naturalista yo soy un liberal, alguien que trata de hacer suyos los principios rectores del liberalismo político. Por eso, en última instancia, no me preocupa qué piense tal o cual persona. Si los miembros de esta o aquella religión quieren seguir pensando que la personalidad comienza desde el mismo momento de la concepción, bueno, han de hacerlo. Reconozco que algunos –que muchos– pueden creer sinceramente en esa afirmación. Pero todos debemos concordar en que eso no es algo evidente para cada uno de los ciudadanos, especialmente para quienes tienen una postura más laxa con los dogmas de su religión, y más aún para quienes pertenecen a otras confesiones o a ninguna. Frente a la pluralidad de maneras de pensar, de sentir y de vivir, frente al “hecho del pluralismo” (John Rawls), la principal virtud cívica se vuelve la tolerancia. No estaré de acurdo con lo que piensa mi vecino ni me gustará lo que hace, pero él podrá decir lo mismo. Frente a esto, la única salida civilizada es una: ser tolerante. Y ser tolerante es asimismo entender el Estado no puede usar la fuerza para imponer una forma de vida al resto de los ciudadanos. Claro que hay límites a la tolerancia, claro que hay formas de vida que van más allá de lo razonable. Pero a esta altura del siglo XXI es indudable que el momento preciso del inicio de la persona (sobre todo en la franja que se extiende hasta los tres meses de embarazo) es algo sobre lo que podemos disentir razonablemente. Por eso en esta materia las leyes de nuestro país deben ser lo más neutro posible.
Creo que estas consideraciones dejan sin efecto lo que estipula el primer argumento contra el aborto. En la próxima entrada voy a examinar críticamente en el segundo argumento, aquel que concluye que el aborto debe seguir prohibiéndose por ser una práctica que contraviene la misión de la medicina y los principios que han de regir el ejercicio del médico y de los restantes profesionales de la salud.