El segundo argumento de corte deontológico que generalmente se presenta contra el aborto puede resumirse de esta manera: esta práctica (la del aborto) infringe los dos principios milenarios que rigen la labor médica, a saber, el principio de beneficencia (bonum facere) y el de no maleficencia (primum nil facere). El deber del médico es, en otras palabras, el de contribuir en lo posible a la salud y al prolongamiento de toda vida humana, absteniéndose de realizar actos que puedan, o bien dañar la vida (como el envenenamiento de un paciente), o bien acabar con ella (el aborto y la eutanasia). En consecuencia, permitir el aborto es convertir al médico en un asesino, en alguien que termina una vida humana; eso contraviene la misión primera de la medicina.
Antes de comenzar a analizar este argumento, quiero dejar en claro dos aspectos. En primer lugar, considero necesario que los médicos rijan su práctica por principios éticos sólidos. Esto lo aclaro porque a veces el debate lleva a tergiversar los tantos. Permitir, despenalizar y legalizar una determinada práctica médica, en este caso la del aborto, no significa tirar por la borda la ética médica. Significa, por lo pronto, reformar un aspecto puntual del código deontológico médico y del código penal del país, basándose en el hecho de que, para una parte importante de la comunidad, esa prohibición carece de un fundamento sólido. Es, lisa y llanamente, argumentar de mala fe el presentar el reformismo como si fuera un “viva la Pepa” legal.
En segundo lugar, pienso que los principios de beneficencia y de no maleficencia han sido, son y seguirán siendo dos principios rectores de la medicina. El punto está en que, de por sí, son totalmente vagos y generales. Por ejemplo, ¿qué es, concretamente, hacer el bien? ¿quién ha determinado que x sea hacer el bien, mientras no y? En otras palabras: ambos principios son legítimos, pero necesitan ser llenados de contenido. Y ese contenido es, en la mayoría de los casos, un conjunto de valores y de normas tradicionales, muchas veces atávicos. Por ejemplo, si pregunto: “¿Qué es hacer el bien?”, tal vez muchos médicos me respondan: “Bueno, es… ¡lo que establece el juramento hipocrático!” Con lo cual mi siguiente pregunta será: “¿Y por qué debemos atarnos a un texto redactado hace más de dos mil años, por una de las escuelas médicas de su época –había otras escuelas médicas que diferían ampliamente de los hipocráticos–, sobre todo hoy, cuando los cambios tecnológicos, sociales y culturales del último siglo nos instan a buscar nuevos códigos de conducta?”
Creo que, a este punto, mi posición salta a la vista: hacer el bien, evitar el mal, ¡sí, señor!, pero tanto el concepto de bien como el de mal reciben en cada época y en cada cultura definiciones y especificaciones cambiantes. La tarea del pensamiento crítico es analizar qué aspectos tradicionales hemos heredado en nuestros conceptos de bien y mal, cuáles de esos aspectos conviene que mantengamos y cuáles, en cambio, no.
Así, interrumpir un embarazo no deseado, cuando se ha tomado esa decisión de manera informada y reflexiva, es en mi opinión hacer el bien. Para poner un ejemplo concreto en alusión a uno de los temas de fondo del debate argentino: si una joven de clase baja queda embarazada y no quiere tener ese hijo (tal vez porque no sabe bien quién fue el padre, o porque ni el padre ni ella –incluso juntos– tienen los medios para mantenerlo, o porque están haciendo de todo por mantener a los dos, tres o cuatro hijos que ya tienen, etc.), entonces me parece evidente que abortar es, en este caso, hacer el bien.
Afirmar ciegamente que el deber de la medicina es conservar cueste lo que cueste toda vida humana, independientemente de en qué estadio se encuentre y qué pronóstico tenga, me parece extremo. Insisto: como principio rector creo que funciona en la mayoría de los casos y que, por eso, ha de regir el día a día del médico. Pero eso no impide aceptar excepciones. Los que han leído otras entradas de este blog saben que otra de esas instancias excepcionales es para mí la constituida por el paciente terminal. Por eso estoy a favor de la eutanasia voluntaria y del suicidio médicamente asistido, así como argumento a favor de la legalización del aborto.
Nuestro mundo posee dos características que no había en épocas pasadas: la sobrepoblación y la complejidad. Hoy vivimos en un mundo sobrepoblado, en el cual, además, llevar una “vida buena”, llevar una vida “con calidad”, se ha vuelto algo complejo. Ya nadie se conforma (y con razón) con tener simplemente un techo y un pedazo de pan. Por eso, en este contexto, la fórmula atávica que rezaba: “tantos hijos como Dios nos envíe”, es perniciosa. Con siete mil seiscientos millones de personas en todos los rincones del planeta, ya no corremos riesgo de que nuestra especie esté subrepresentada. Además, hoy nadie puede considerar (sin cinismo) que una vida humana pueda ser buena si no ha contado por el acceso a recursos como la educación, la salud, el trabajo, el esparcimiento, etc. De allí que hoy nuestro lema debería ser más bien: “Pocos, pero buenos”. Mejor tener pocos hijos, pero poder brindarles aquello que hoy es esencial que se le brinde a un hijo.
En síntesis: en una época como la nuestra, la práctica del aborto, si se realiza de manera reflexiva, no es algo que contravenga los deberes médicos ni vaya en contra de la misión que ha impulsado desde sus orígenes a la medicina. Es necesario una apertura de los colegios médicos argentinos y una reforma legal, que permitan que el médico, dado el caso, pueda interrumpir un embarazo en su primer estadio. Las sociedades que han legalizado este tipo de práctica muestran que con ello no se hace añicos el edificio de la moral médica. Por el contrario, sale fortalecido, porque –nos guste o no– el aborto es de hecho una práctica frecuente en Argentina; mucho se discute la cifra manejada por los medios, que llega a los 500.000 casos por año. Incluso cuando estos números hayan sido inflados, todos sabemos que ricas y pobres, adolescentes y cuarentonas recurren al aborto. Legalizar esta práctica no solo no mellará la sensibilidad moral de los médicos del país, sino que eliminará la hipocresía y la ilegalidad.
Cierro con un último punto. Estoy totalmente a favor de que si un médico, por motivos religiosos o éticos, por ejemplo, por ser un católico practicante, no quiere abortar, nadie puede obligarlo a hacerlo. Cada profesional de la salud (ya que lo mismo vale para, por ejemplo, los enfermeros) ha de contar con el derecho a la objeción de conciencia. Ahora bien, si se legaliza el aborto en nuestro país, la ley deberá prever que esta práctica pueda ofrecerse en todo el territorio nacional. Ningún médico o enfermero, insisto, puede ser obligado a realizar un aborto si eso está contra sus convicciones; pero las pacientes tendrán un derecho, y las principales estructuras sanitarias tendrán así la obligación de cubrir ese servicio. De manera que habrá que evitar casos como el que podría darse en algún hospital rural en el que todos los médicos que allí ejerzan formulen una objeción de conciencia, dejando a las mujeres de la zona sin posibilidad de interrumpir el embarazo.