Siguiendo el plan que al inicio me tracé para estas entradas, hoy voy a decir unas palabras acerca del primer argumento consecuencialista contra el aborto. Concisamente, el razonamiento es este: “Más allá de discutir si el aborto es un acto moralmente lícito (culpa que, de haberla, recaería sobre la madre o sobre ambos padres que han tomado la decisión de abortar, como sobre el personal médico que ejecuta el acto), debemos entender que esta práctica es absolutamente evitable. Si desarrolláramos una serie de políticas públicas, entre ellas, la educación sexual de los niños y adolescentes, la puesta a disposición gratuita de los diversos métodos anticonceptivos, la agilización de los trámites para dar y tomar en adopción a recién nacidos, etc., entonces la necesidad de interrumpir el embarazo se reduciría prácticamente a cero. Evitar a toda costa que se produzcan embarazos indeseados o riesgosos y, eventualmente, eliminar sus consecuencias negativas (con la adopción, la ayuda financiera a las solteras, etc.), es la manera de acabar de raíz con el problema, sin las complicaciones morales y psicológicas que, querámoslo o no, siempre plantea el aborto.”
Mi contestación a esto consta de dos partes. Por un lado, estoy totalmente de acuerdo con promover todas esas políticas citadas (y muchas más) tendentes a reducir a un mínimo los casos de embarazos no deseados. Mucho podemos y debemos hacer, como Estado a través de los ministerios, pero también como sociedad civil a través de organizaciones dedicadas a mejorar el bienestar de los niños, los adolescentes y las mujeres, con el objetivo de que cada año deje de haber miles y miles de mujeres solteras o casadas enfrentadas al trágico dilema de abortar o continuar con un embarazo que les causa serios problemas. Pero, por otro lado, creo que todas estas medidas, incluso en el mejor de los escenarios imaginables, no terminan por anular los casos en que es necesario recurrir al aborto. Y aquí está por demás presentar pruebas rebuscadas; basta con solo tener presente que las sociedades más desarrolladas del mundo, como los países del centro y norte de Europa, han legalizado el aborto y continúan practicándolo. Ni siquiera en los países escandinavos la interrupción del embarazo ha desaparecido, a pesar de las políticas públicas de sanidad que se han puesto en marcha desde hace décadas, políticas que nosotros como argentinos deberíamos estudiar con cuidados y tratar de implementar en nuestro medio.
Mi conclusión es, así, que una cosa no quita la otra. Más aún, es justamente al revés: lo uno debe venir de la mano de lo otro. Una mejora sustancial de la amplitud y la eficacia de las políticas públicas centradas en la educación sexual, por ejemplo, ha de acompañarse de la legalización del aborto. Ya dije que el aborto no es la solución mágica para todos los problemas; antes bien, incluso una vez legalizado, las mujeres (solas o con sus parejas) deberán considerarlo el último recurso, una vez que se han examinado las alternativas disponibles. Pero esa ultima ratio, esa alternativa final, esa “salida de emergencia”, debe estar al alcance de la mano.
Platón en su República afirma que los médicos y los abogados son prescindibles y que en su ciudad ideal no habrá ninguno de estos profesionales. El filósofo razona de esta manera: si todos cuidáramos de nuestro cuerpo y de nuestra alma, si todos, por ejemplo, comiéramos la cantidad adecuada, si bebiéramos con moderación, si ejercitáramos regularmente nuestros músculos, etc., entonces desaparecería la mayoría de las enfermedades (si no todas). Igualmente, si cada uno lograra contener sus emociones y poner coto a sus ambiciones desmedidas, si los ciudadanos supiesen dialogar racionalmente entre ellos, etc., entonces no habría necesidad de abogados, porque el número de litigios mermaría hasta casi desaparecer. (“Pero qué mayor prueba podrías tener de una educación pública viciosa y baja, que la necesidad de médicos y jueces eminentes, no sólo para la gente vil y los trabajadores manuales, sino para los que presumen de haber recibido una educación de formas liberales?”, República, 405a) Sin embargo, los lectores de Platón no podemos sino sonreír ante estos razonamientos. ¡Ojalá fuera así!, nos decimos. Porque lo cierto es que Platón es utópico, y si bien las utopías tienen un grandísimo valor en tanto impulsan y orientan nuestro actuar, no podemos diseñar nuestras instituciones y nuestras políticas públicas habiendo perdido el contacto con la realidad. Pensar que podemos reducir a cero el número de abortos gracias a una serie de medidas sanitarias es una utopía: como toda utopía, nos señala un camino a seguir, pero no puede resolver los problemas acuciantes que se nos presentan aquí y ahora.
En los medios se maneja la cifra de unos 500.000 abortos (clandestinos) por año en la Argentina. Ese número es, tal vez, demasiado alto. Faltan datos confiables. Pero supongamos que solo se dé la mitad de lo que ese número indica –lo que ya sería, mire como se la mire, una cifra preocupante–. De esos digamos 250 mil abortos, ¿cuántos se deben a mujeres que están por debajo de la línea de la pobreza, sin contar con los medios necesarios para cuidarse? Y si a esto le agregamos el dato que tanto se ha manejado tras el triunfo de Cambiemos el octubre pasado, según el cual la pobreza en Argentina ronda el 30 por ciento de la población, entonces se vuelve evidente que ninguna política sanitaria va a poder siquiera disminuir significativamente el número de embarazos no deseados en el corto plazo. Si el gobierno lograra reducir la pobreza en un tercio, eso ya sería todo un logro histórico… Pero, mientras tanto, ¿qué hace esa adolescente que ha quedado embarazada, sabiendo que tener el hijo la hundirá aún más en la miseria?
Una palabra final. Yo puedo entender que la iglesia católica y otras iglesias cristianas estén en contra del aborto. Para ellas la persona humana comienza con la fecundación del óvulo y de ese dogma no van a alterarse. Lo que no entiendo es que no promuevan, con decisión y valor, todas las otras medidas alternativas que mencionábamos. El que, por ejemplo, allí se condene el uso del preservativo es algo sin nombre. Decir que el principal método anticonceptivo para los no casados es la abstinencia y que, dado el caso, hay que aceptar todos los hijos que el Altísimo mande, es francamente retrógrado. ¡Ese no puede ser el mensaje de las iglesias cristianas para el siglo XXI!