No tengo la intención de escribir una recensión académica de Nocturno de Chile, de Roberto Bolaño. Lo que sigue son simplemente impresiones e ideas que me han surgido durante y después de la lectura.
Empiezo notando que, de ser posible, hay que leer esta novela de 150 páginas de un solo tirón. Y no solamente porque se trate íntegramente del monólogo autobiográfico de Sebastián Urrutia Lacroix, monólogo por momentos lúcido, por momentos delirante, sino porque la obra como tal no está dividida en capítulos, ni en secciones… y ni siquiera en párrafos. De hecho, el monólogo de Urrutia comprende un larguísimo párrafo que empieza con la mayúscula de la primera página y termina con el punto aparte de la última página. (Solo queda “suelta” la sentencia final: “Y después se desata la tormenta de mierda.”)
El afiebrado Urrutia, que imagina (equivocadamente) que se va a morir, necesita contar su vida, desde la adolescencia hasta momento actual, y lo hace sin pausa, sin respiro casi, espoleado por el remordimiento de conciencia (por las recriminaciones que le hace su fantasma, el “joven envejecido”) y, por ende, por la necesidad de justificarse o tan solo de comprenderse a sí mismo.
Así, nosotros, los lectores, participamos del minucioso y ágil recorrido por la biografía del protagonista y por la historia de Chile.
Para ser preciso tengo que aclarar que la novela es poliédrica: aparte de ser la historia de una larga vida individual y de una igualmente larga época chilena, en Nocturno… se agregan dos dimensiones más, la de la crítica literaria y la de la política. La unidad de todas estas facetas está en el protagonista, un sacerdote del Opus Dei chileno, poeta, profesor y crítico de literatura. O sea, Urrutia es alguien que va siguiendo la evolución de las letras y de la política chilena, desde los años previos a la llegada de Allende al poder, pasando por la dictadura de Pinochet, hasta la vuelta de la democracia.
Escribí que Urrutia es “alguien que va siguiendo la evolución” en esos ámbitos, porque él se mantiene mayormente al margen de los acontecimientos. Por ejemplo, él es poeta, pero no llega nunca a ser un poeta influyente. Algunos de sus libros, que publica bajo un pseudónimo (“el cura Ibacache”), logran cierta fama, pero nada más. Si algo le apasiona a Urrutia, y en ello se destaca, es su desempeño como profesor y crítico literario. Admito que un crítico, mediante los juicios y las apreciaciones que expresa en sus reseñas, puede influir en el curso de la literatura de un país, pero Urrutia no logra nunca tanto prestigio ni tanto poder simbólico como su mentor, Farewell. Urrutia va siguiendo de cerca, comentando y evaluando la marcha de las letras chilenas apoyado en su vasta erudición y en su buen gusto, pero las nuevas generaciones ya no lo escuchan.
Urrutia, cura del Opus Dei, es conservador; pero es un conservador que no deja nunca de observar la realidad chilena de manera lúcida, evitando los lugares comunes de la derecha y destripando los lugares comunes de la izquierda. Si por él fuera, no se metería en política, pero dos veces llegan unos personajes del servicio secreto a pedirle que participe como intelectual: la primera vez, confeccionando un estudio sobre la manera que se usa en Europa para limpiar la sociedad de las “molestas palomas” que ensucian los edificios y, la segunda vez, dándole clases de marxismo al general Pinochet y al resto de la junta, ya que para vencer al enemigo primero es necesario conocerlo.
Me gustaría resaltar que uno de los méritos de esta obra es presentarnos la historia de Chile evitando, sea los consabidos elogios a tal o cual gobierno trasandino, sea las repetidas condenas al del color opuesto.
Claro que hay cosas que no se deben callar, y de hecho hacia el final del monólogo Urrutia recuerda el tema de los detenidos, torturados, asesinados y desaparecidos. Y él parece tener más memoria que muchos de los nuevos escritores de izquierda que por conveniencia ya no se acuerdan muy bien lo que pasó. Ese hecho, que a él lo trastorna, es el origen del estado febril en que se encuentra. ¿Hizo bien en callarse en aquellos años, cuando debería haber hablado? ¿Hizo bien ahora en hablar, cuando le convendría haberse callado?
Me imagino que muchos se habrán indignado con esta novela, una novela que, reitero, evita las denuncias, los reproches y los juicios “fáciles” de la izquierda, pero yo creo que ahí justamente está la riqueza de estas páginas: tratar de pasar revista a la historia desde otro punto de vista, cuestionar los lugares comunes –que siempre son demasiado cómodos–, etc.
Lo que tal vez más pueda impacientar al lector es la pasividad de Urrutia ante ciertos acontecimientos tanto históricos como personales: él es un intelectual brillante pero demasiado tímido, y prefiere ver todo desde fuera, como si fuese otro el que vive su vida, el que mueve su cuerpo. ¿Se puede ser tan cerebral, tan descarnado? ¿Se puede obedecer siempre, sin nunca dar órdenes o sin tan siquiera rebelarse a una orden?
Y es en este punto donde yo veo algo que no me convence de la novela. Lo pongo en estos términos: si uno elige como protagonista a un cura, difícilmente puede obviar el tratamiento de aspectos centrales, como la religiosidad, la sexualidad, la disciplina. Hay jóvenes que entran al seminario por conveniencia o por cualquier otro tipo de interés, pero no parece haber sido el caso de Urrutia. Y por eso se extraña el que no haya ni una página en el que se reflexione sobre la vocación, sobre el sacerdocio, sobre lo divino, etc. (Si Bolaño quería un protagonista conservador y católico para su novela, bien hubiese podido hacer de Urrutia un profesor de literatura, solterón y ascético como tantos que hay, con lo cual no hubiese quedado en deuda.)
Una nota final. Ahora, mientas le sigo dando vueltas a la novela, me ha pasado algo extraño, porque los aspectos biográficos del protagonista y sus juicios estéticos se me han desplazado a un segundo plano. El eje central de la novela me parece ser ahora claramente uno: el compromiso político de Urrutia, el reproche que se hace por haber hecho entonces la vista gorda a las violaciones de los derechos humanos en la época de Pinochet y la urgencia por romper ahora, finalmente, el silencio. El final, en cierto sentido, tiene algo de esperanzador; la fiebre parece haberse ido: “Y entonces me pregunto: ¿dónde está el joven envejecido?, ¿por qué se ha ido?, y poco a poco la verdad empieza a ascender como un cadáver.” (p. 149)