¿Qué significa estar a favor de un Estado laico?; ¿qué queremos decir cuando abogamos por la laicidad del Estado? La respuesta a estas preguntas puede resumirse de esta manera: pretendemos que el Estado sea lo más neutro posible respecto a las distintas concepciones filosóficas y religiosas que existen en la sociedad, concepciones que promueven formas de vida específicas en los habitantes. El Estado no debe ni favorecer ni impedir la plasmación de una concepción dada (mientras que de tal concepción no se deriven objetivos políticos que busquen la erradicación violenta del Estado mismo, la aniquilación o degradación de ciertos grupos sociales, etc.). Así, mientras coexistan concepciones tolerantes en la comunidad, el Estado ha de conservar su neutralidad. Toda vez que el Estado adopta una religión o filosofía en desmedro de las restantes, se aleja del ideal de la laicidad. Las leyes, las políticas sociales y las instituciones del Estado deben, por tanto, tender a la mayor neutralidad posible: un equilibrio difícil pero no imposible de conseguir.
La laicidad es un ideal moderno. En el pasado, los Estados eran confesionales (muchos lo siguen siendo): basaban su legitimidad en una determinada concepción religiosa o filosófica, por ejemplo el cristianismo, el islamismo e, incluso, el ateísmo, como en el caso de la antigua Unión Soviética. En el extremo opuesto al de la laicidad se encuentra el integrismo; aquí el Estado se vuelve un instrumento para la imposición, muchas veces salvaje, de una determinada cosmovisión a todos sus ciudadanos.
El Estado laico le deja a sus ciudadanos el mayor espacio posible de libertad para que estos, pacíficamente, busquen realizarse de acuerdo con sus particulares concepciones de vida. El Estado no promueve un estilo de vida, sino que se limita a asegurar las condiciones sociales básicas para que se manifiesten, así, las distintas formas individuales y grupales de existencia.
¿Por qué necesitamos Estados neutros y laicos? Porque vivimos en sociedades plurales y heterogéneas, y porque nuestra cultura se basa en la libertad y la individualidad. Nunca las sociedades fueron monolíticas, perfectamente homogéneas. Es un error imaginar que, por ejemplo, en la Antigüedad o el Medioevo existía armonía en el interior de las comunidades. Es cierto que muchos –la mayoría– veían en la unificación cultural un ideal a realizar a toda costa, pero los hombres nunca han reproducido exactamente, uno a uno, el orden que han heredado. La modificación, por ligera que sea, cuando no la trasformación abrupta del legado cultural, es una constante histórica. Como sea, en nuestras sociedades multiculturales e individualistas no puede hablarse en ningún caso de homogeneidad sino de pluralidad, de una pluralidad que se intensifica cada vez más. Y la única manera de asegurar la convivencia pacífica de los distintos grupos sociales es adoptando una forma de Estado neutra y laica. Cuando desde los organismos estatales no se favorece ni se perjudica a ninguno, todos los individuos encuentran los mismos alicientes para aceptar y mantener el orden social y legal.
En el ámbito privado, “de la puerta de casa para dentro”, como se dice, los ciudadanos de un Estado laico han de poder gozar de todas las libertades posibles; el único límite a esas libertades está fijado por la posibilidad de que las acciones del individuo generen daños a terceros, daños a la comunidad o bien daños irreversibles, abruptos y irracionales a sí mismo.
En el ámbito público, “de la puerta de casa para fuera”, el límite a las propias libertades está dado por las libertades de los otros. Aquí es pertinente el dicho: “Mis libertades terminan donde empiezan las libertades de los otros”. El individuo ha de poder perseguir sus intereses pero respetando las normas que aseguran a los demás individuos las mismas condiciones para satisfacer sus deseos. La convivencia exige que cada uno observe códigos de conducta sin los cuales la vida en sociedad y la cooperación serían imposibles.