¿Tienen derechos las así llamadas «generaciones futuras», esto es, el amplio e indefinido conjunto de personas que aún no existen pero que muy probablemente existirán (dentro de 20, de 200, de 2000 años)?
Como soy contractualista, mi respuesta es negativa: «No, tales entidades (aún) ficticias no tienen derechos; los tendrán a su tiempo, cuando sean personas reales, actuales, como nosotros (y no potenciales).»
Ciertamente, el criterio que uso acá se aplica a otros casos, igualmente problemáticos para la ética. Así, sostengo que tampoco poseen derechos los embriones, los fetos, los neonatos, los animales y los pacientes en estado vegetativo permanente o en coma irreversible. Solo pueden ser sujeto de derecho quienes tienen la capacidad tanto de entender que tienen derechos como de hacerlos valer. Los animales no entienden qué son los derechos y menos pueden luchar por ellos. A su debido tiempo, las generaciones futuras serán personas, seres racionales de carne y hueso, y, con ello, comprenderán que poseen derechos y los defenderán.
Esto no significa que nosotros no tengamos obligaciones con los animales, los fetos, las futuras generaciones, etc. Nuestras obligaciones no se restringen tan solo a las que se derivan del respeto de los derechos de las demás personas, porque el concepto de obligación se funda en otros elementos: en los intereses y en los sentimientos (o en lo que en ética se llama intereses racionales y sentimientos racionales).
Así, por ejemplo, nuestro interés por que siga existiendo la especie humana -y que subsista en un mundo al menos no peor que el nuestro- es fuente de obligaciones concretas, como las de preservar los recursos naturales, cuidar el ambiente, etc.
Y, ¿en qué se sustenta, a su vez, nuestro interés por la continuidad de la especie? La respuesta, en esencia, es esta: nos interesa que la humanidad siga existiendo porque ese hecho es lo que garantiza el sentido de nuestra vida individual, aquí y ahora. Me explico: mi vida tiene sentido en tanto realizo actividades que, en su conjunto, se orientan a la consecución de mi proyecto de vida, de los objetivos que me he fijado para mi existencia. Ahora bien, ese proyecto de vida, esos objetivos existenciales no «flotan en el vacío», sino que están enmarcados en el mundo social, en la comunidad. Y esta, la comunidad, se dilata indefinidamente, en el espacio y el tiempo. Puede que mi objetivo de vida esté en relación tan solo con mi familia, mi barrio, mi «pequeño cosmos», pero seguramente ese pequeño cosmos se engarza con otros pequeños cosmos, hasta que se llega a la sociedad en su conjunto. Y toda sociedad se apoya en otras sociedades: coetáneas, pasadas y futuras. Si se me permite una comparación: un cuadro puede pender de un clavo firmemente incrustado en un ladrillo, pero el ladrillo depende de la firmeza de la pared y esta, de las restantes paredes de la casa.
Dudo que pueda tomar muy en serio su vida alguien a quien no le importa para nada si seguirá existiendo el mundo el segundo después de que haya muerto. Igualmente, nadie podría ser feliz si supiera con certeza que el mundo se extinguirá poco después de morir, aún disponiendo en el presente de todas las restantes condiciones para ser dichoso.
Pero, entonces, ¿es necesario suponer que el mundo nunca se acabará, que nuestra especie será eterna?
Es curioso, pero por lo general nos deja de preocupar un evento indeseable si sabemos que «falta mucho, realmente mucho, para que ocurra». Nuestra propia muerte deja de angustiarnos ni bien pensamos que aún somos jóvenes, que el fin va a venir dentro de mucho tiempo, en algún momento lejano e indefinido. Lo mismo ocurre con la desaparición del mundo. Algún día la Tierra dejará de ser habitable; el Sol, tras haber agotado el helio de su interior, se expandirá y calcinará en ese proceso los planetas más cercanos, incluyendo al nuestro. Pero como faltan tantos milenios para que eso suceda, apenas nos afecta.
Es posible que, así como tarde o temprano el hombre muy entrado en años termina aceptando la propia muerte, ya próxima, así también terminemos todos, en el futuro distante, aceptando la extinción de la especie.
Concluyo: las generaciones futuras no tienen derechos, pero las generaciones presentes tenemos deberes cuyo cumplimiento redundará -esperemos- en el bienestar de los hombres por nacer. Necesitamos confiar en que el mundo humano seguirá existiendo en el futuro, porque de ello depende nuestra capacidad actual de realizarnos y ser felices. Nuestra vida individual cobra sentido cuando la engarzamos con la de las generaciones pasadas (padres, abuelos) y las generaciones futuras (hijos, nietos). Y esa cadena de al menos cinco eslabones generacionales se ensarta, a su turno, en la cadena más grande del pasado de la humanidad y su futuro. La humanidad es aún joven y, como todos los jóvenes, le espanta la idea de su propia extinción: «sucederá allá lejos, en un punto remoto e imprecisable…»
Nota: Sin ser conscientes de ello, nosotros ahora cerramos un «ciclo existencial», porque somos las «generaciones futuras», hechas finalmente carne, de nuestros ancestros. Somos eso que otros seres, hace doscientos o dos mil años, por momentos entreveían como «los que vendrán». Así como nosotros necesitamos la expectativa de futuras personas para que nuestras vidas adquieran sentido, ellos, a su vez, requirieron esa misma expectativa (la que implicaba nuestro nacimiento) para sus existencias.