Hay intentos, llevados a cabo por los teóricos de la ética, tendientes a fundar nuestro sistema moral en el autointerés “ilustrado”, como se denomina a los intereses a mediano y largo plazo y que, además, incluyen aspectos que van más allá de la satisfacción de mis necesidades corporales más elementales. Estos intentos son atendibles, sobre todo porque buscan reconciliar dos polos que muchas veces son vistos como antitéticos: los intereses personales, por un lado, y el deber moral, por el otro.
A primera vista, parece que quien quiere promover sus intereses ha de ser poco propenso a cumplir el bien moral, y que, por lo mismo, quien quiera llevar una vida moral intachable ha de relegar a un segundo plano su bienestar. Autores como John L. Mackie se proponen mostrar que, una vez que se conciben acertadamente ambas esferas (intereses y deberes), desaparece en gran medida la oposición o, por lo pronto, la incompatibilidad que parece separarlas.
Es más, Mackie y los restantes pensadores llegan a afirmar que si hay algún deber moral tradicional que no pueda ser fundado en el interés propio ilustrado, en realidad no es un deber moral. Nada que no se funde, siquiera indirectamente, en mi conveniencia ilustrada puede tener la fuerza de la obligación moral.
Supongamos que Luis sea un joven sano y fuerte. Luis está sentado en uno de los asientos delanteros del colectivo. Cuando se sube un anciano bastante debilitado, le cede decididamente el asiento. Él sabe que hay una norma que dice: “Hay que cederles los asientos a los ancianos, las embarazadas, las personas con discapacidades motrices, etc.” Pero ¿por qué Luis respeta esa norma, si al fin y al cabo la probabilidad de que aparezca un inspector es prácticamente nula?
La teoría de autores como Mackie, a veces conocida como subjetivismo moral, es compleja e incluye aspectos de psicología moral en los que no puedo entrar en este post. Ojalá tenga la ocasión en alguna de las próximas entradas.
Por lo pronto, la respuesta a la cuestión planteada es simple: Luis ha internalizado esa norma y por eso se levanta del asiento para ceder el puesto. ¿Está basada esa norma en el autointerés ilustrado? Claro que lo está: Luis ahora es joven y está sano, pero llegará un día en que sea viejo y que vea menguadas sus fuerzas. Entonces querrá que un joven le ceda el asiento. Al aceptar y adoptar la norma de urbanidad de ceder el asiento, Luis actúa en interés propio, toda vez que se trata de un interés a largo plazo.
Una nota para quien haya venido leyendo mis entradas anteriores: el subjetivismo de Mackie no solamente supone un ser inteligente o, mejor, prudente, como Luis, esto es, un ser que piensa a largo plazo, sino que ese ser tiene que estar también dotado de imaginación moral y de empatía. No se trata de un mero cálculo racional del estilo: “Cuánto pierdo hoy por respetar las normas morales y cuánto podré ganar mañana por el beneficio de esas normas”; lo que una persona como Luis está empleando es su imaginación: más nítida o más vagamente, él se visualiza en el futuro, se ve como un anciano, y “se pone en el lugar del anciano”, gracias a su empatía.
Hablar de intereses ilustrados no es solamente hablar de mis propios intereses a mediano y largo plazo, sino de una gama de deseos y preferencias que trascienden los estrechos límites de mi yo. Veamos esto con un ejemplo.
Luis, el joven del caso anterior, está sentado en el colectivo; pero esta vez sube una mujer embarazada, no un anciano. Luis, de todos modos, le cede el lugar con la misma prontitud con la que había actuado anteriormente. ¿Por qué, si es imposible que Luis, muy orgulloso de su masculinidad, se vuelva una mujer y, más aún, una mujer embarazada?
La respuesta aquí hace pie en la amplia gama de nuestros intereses, de corto y de largo plazo. Luis puede tener una novia o una hermana, y bien puede querer que ellas sean respetadas cada vez que suban al colectivo, especialmente en el caso de encontrarse embarazadas. Los intereses propios no se confinan a los estrechos límites de nuestra piel: incluso a los egoístas les interesa la suerte de sus amigos íntimos, de sus familiares, de sus mascotas… La moral no es un constructo de seres monstruosos, sino una herramienta de gente normal destinada a la gente normal. Por eso insisten los subjetivistas que no debemos poner como punto de referencia ni a egoístas perversos ni a altruistas beatíficos.
El subjetivismo tiene la capacidad de generar un sistema ético no solamente de normas interpersonales, sino también de normas sociales. El Luis de nuestro ejemplo puede ser rico y poderoso, pero su prudencia –unida a su imaginación moral y a su empatía– le harán entender que la suerte es caprichosa, y que un revés del destino lo puede llevar a la ruina. Por ello abogará por un sistema mínimo de asistencia social a los pobres. Está en el autointerés ilustrado de todos el vivir en una sociedad en la que todos tengan un mínimo de seguridad social.
Es correcto afirmar que los subjetivistas son, sobre todo, liberales, pero entienden que es racional que exista una base de prestaciones sociales que impida la exclusión y la marginación de los individuos que fracasan.
Ahora bien, hay un límite en la capacidad elástica de nuestra red de autointereses ilustrados. Porque aunque yo sienta compasión por la suerte de los pobres de Bangladés, es cierto que no logro ver cómo su bienestar puede ser “cubierto” por mis intereses propios, por más ilustrados que sean. Cuando una persona está muy alejada de mí, alejada temporal, geográfica y/o culturalmente de mí, ya no puedo incluirla en mi red de autointereses ilustrados. Yo puedo querer la felicidad de mis hijos y de mis nietos, pero cómo estén los seres que vivan en este mundo de acá a mil años… es algo que me tiene sin cuidado. Mil años son demasiados, es un plazo que escapa a mi imaginación moral.