John Stuart Mill y el principio del daño

John Stuart Mill (1806-1873) fue un pensador complejo y polifacético. En sus distintos tratados fue ahondando sus ideas iniciales, iluminándolas desde nuevas perspectivas. Por eso es totalmente erróneo ver en Mill a un simple libertario. No obstante, algunas de sus aseveraciones sacadas del contexto pueden ser usadas para defender un individualismo crudo. El principio de daño (harm principle) es uno de esos casos.

Esencialmente, la idea que condensa el principio de daño es esta: en una comunidad de adultos “civilizados”, como diría Mill, el único caso en que es posible recurrir a la coerción estatal es cuando las acciones de uno de sus miembros dañen a terceros.

El principio puede y debe ser formulado de manera más precisa, pero creo que la idea inicial salta a la vista: si Juan está por realizar la acción a y esa acción muy probablemente dañará a Pedro, entonces es legítimo que el Estado (concretamente, la policía) detenga a Juan.

Tal vez, el punto más importante de este principio es este. Si Juan está por realizar una acción que disgusta a Pedro pero que de ninguna manera lo dañará, entonces no es legítimo el uso de la fuerza estatal para impedir que Juan obre como quiera.

Igualmente, si Juan está por realizar una acción que podríamos llamar dañina pero que ese daño afectará solamente a Juan –y de ninguna manera a Pedro– entonces tampoco aquí es legítima la intervención del Estado.

Obviamente, el principio del daño pone cotos muy precisos a la moral tradicional. Mientras Juan no dañe a nadie, no podemos impedirle que haga lo que quiere hacer, por más que eso choque contra las pautas de nuestra moral, de nuestras costumbres, de nuestras tradiciones, etc.

En este sentido, Mill puede ser considerado un gran reformista y un gran liberal.

Ahora bien, en una de las entradas anteriores traté de “complementar” el principio milliano del daño. En particular, me detuve en el examen del paternalismo restringido o paternalismo moderado. Mi conclusión es que en algunos casos muy puntuales es posible ejercer el poder coercitivo del Estado para impedir que un ciudadano como Juan se haga daño a sí mismo. No voy a volver a especificar las condiciones que deben satisfacerse, así que remito al lector interesado a este enlace.

Lo que quiero examinar hoy es qué vamos a entender por “daños a terceros”. La acepción más clara de esta expresión puede expresarse de este modo: “Si Juan está por realizar una acción que probablemente deñará a Pedro (le hará algún daño físico, incluso podrá quitarle la vida), entonces es legítima la intervención policial.” Pero el principio del daño no puede limitarse a la integridad corporal y a la vida; hay muchos otros casos en que consideramos justificado el recurso a la coerción. Aquí va la lista completa.

Está justificada la coerción estatal cuando los ciudadanos estén por realizar acciones que implique un serio riesgo a:

  • La integridad corporal, cuando no directamente la vida de terceros;
  • La integridad de los bienes de terceros;
  • La integridad de los bienes que consideramos públicos o de uso común;
  • La integridad de animales que no tienen dueño (o sea, que no pueden considerarse bienes de tercero, pero que tienen derecho a no sufrir sin razón que lo justifique);
  • La naturaleza y el ecosistema (toda vez que estas dimensiones no hayan sido ya agregadas a la categoría de bienes públicos);
  • El orden público.

Con respecto a este último punto debemos ser sumamente cuidadosos, porque no es alocado pensar que todo el peso de la moral tradicional que hemos rechazado con el principio del daño vuelva a caer en la apelación al orden público. Si Juan quiere pasearse libremente con una pluma en la cabeza es algo que no podemos reprimir porque eso no daña a nadie, pero ¿si Juan quiere pasearse por la ciudad desnudo?

El orden público está compuesto por un sistema de normas y de reglas que hacen a la convivencia relativamente pacífica de los miembros de la comunidad, pero que son normas y reglas históricamente variables. Hasta hace no poco, en muchos lugares era escandaloso que dos personas del mismo sexo se dieran un beso en la boca; hoy ha dejado de serlo. Sin embargo, pasearse totalmente desnudo por la ciudad es algo que nadie aceptaría en casos normales. Se desprende, entonces, que toda la libertad de acción de Juan se restringe en buena medida al ámbito privado: en su casa, puede hacer lo que quiera; en cambio, en la esfera pública rigen normas que sin duda podemos y debemos hacer más flexibles, pero que por lo pronto fijan ciertos estándares mínimos de respeto, decencia y convivencia, sin los cuales sería difícilmente pensable el funcionamiento de una comunidad. Un mínimo de aseo, de discreción, de cortesía, de reglamentación en la manera de vestirse, de comer, beber, etc., son el “precio” que debemos pagar por vivir con los demás.

Acerca de Marcos G. Breuer

I'm a philosopher based in Athens, Greece.
Esta entrada fue publicada en Ética, Ética aplicada, Filosofía del derecho y etiquetada , , , , . Guarda el enlace permanente.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s