Los fines, ¿justifican los medios? (Tercera y última parte)

En esta tercera entrega quiero redondear algunas cuestiones ya tratadas ayer y anteayer.

Comienzo insistiendo en lo siguiente: una cosa que debe evitarse en ética y a fortiori en ética aplicada es la de juzgar una acción como buena o como mala a partir de su sola mención. La información “pelada”, despojada de todas las especificaciones del caso (¿cuánto?, ¿de qué manera?, ¿en qué contexto social?) nos puede llevar a juicios morales erróneos. Si escucho que alguien dice: “El peatón A le pegó un empujón inesperadamente al peatón B”, no puedo sino fruncir el ceño en signo de reprobación por la supuesta torpeza; pero si después me entero de que A lo hizo porque veía que se había desprendido una teja y que iba a caer justo sobre la cabeza de B, mi indignación se trueca en admiración.

El punto es que hay proposiciones que se refieren a acciones determinadas (“dar un empujón inesperadamente a alguien”) que por lo general (remarco: por lo general) son malas. Pero esa valencia moral cambia una vez que sabemos más cosas. Igualmente, hay acciones que por lo general son buenas, pero que en determinados contextos y en determinadas modalidades dejan de serlo.

Este fenómeno no es nuevo. Ya los lingüistas insistían en que el significado de una palabra difícilmente puede captarse fuera de la oración que la contenga; igualmente, el significado de una oración necesita la totalidad del párrafo para quedar claramente definido. Este “contextualismo” también se presenta en ética.

“Socorrer a una persona que está por morirse” parece referirse a algo loable, pero si luego me entero que esa persona es un paciente terminal que ha rechazado en su legítimo derecho todo tratamiento que lo mantenga artificialmente en vida, y que el médico en cambio hace lo posible por tenerlo vivo, entonces mi juicio cambia.

Esto nos lleva a otro aspecto que veíamos y que, para decirlo de modo algo rimbombante, tiene que ver con una dimensión trágica de la existencia humana: a veces, la realidad nos sitúa frente a una encrucijada en el cual debemos optar por ejecutar malas acciones con el fin de lograr un bien mayor. En ocasiones no nos queda otra que “ensuciarnos las manos”, porque las alternativas son limitadas. ¿Quién no ha oído eso de que “el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”? Acá sería casi lo opuesto: “El camino al cielo está lleno de malas acciones”. ¡Ojalá fuese solo que hacer el bien es únicamente menos placentero que hacer el mal! ¡Ojalá fuese solo una cuestión de psicología! Pero el caso es que a veces obtener un bien mayor supone hacer un mal.

El caso de la defensa propia que ya vimos es el ejemplo más claro: las alternativas muchas veces se restringen a solo dos, o muere él, o muero yo. Esto también implica: o muere él, el victimario culpable, o muero yo, la víctima inocente, porque es él quien ha roto previamente el pacto de convivencia y me ha atacado injusta y maliciosamente.

Permítanme concluir con un ejemplo tomado de la Grecia clásica. En la tragedia de Esquilo titulada Las Coéforas, el protagonista, Orestes, se encuentra frente a un dilema de este estilo: debe actuar, debe realizar a o b, pero las dos opciones implican hacer algo moralmente aberrante. Concretamente, Orestes debe, o bien vengar la muerte de su padre, Agamenón, matando a su madre, la asesina Clitemnestra; o bien, si no quiere volverse un matricida, debe dejar impune el crimen de su padre, lo cual desde la perspectiva de la época era inadmisible (de hecho, en la tragedia se nos dice que tanto Zeus como Apolo avalaban la primera opción). Al fin, termina ejecutando la primera elección, pero el recuerdo de ese crimen lo va a perseguir y torturar por años.

Acerca de Marcos G. Breuer

I'm a philosopher based in Athens, Greece.
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