Antes de examinar el principio del doble efecto, partamos de una constatación general: todas nuestras acciones tienen incontables efectos; algunos de esos efectos pueden ser buenos y otros males; unos pueden presentarse inmediatamente y otros tras años, unos pueden ser importantes, otros nimios, etcétera. El simple hecho de ir a comprar una tira de pan todas las mañanas tiene un sinnúmero de efectos sobre los que difícilmente reflexionamos: desde los insectos que mueren por la presión de la suela de nuestro zapato al andar hasta los efectos agregados en la macroeconomía.
Pero si atendiéramos a todos y cada uno de los efectos de un acto tan trivial como ir a la panadería, nos volveríamos locos. Nos convertiríamos en una suerte de Funes el Memorioso, una persona impedida de actuar y pensar por una capacidad de percepción y de memorización afinada en demasía.
Es por eso que al actuar nos concentramos por lo general en uno, en dos o, cuanto más, en tres o cuatro efectos, los efectos más importantes o más notorios desde nuestro punto de vista. (Si al pensar incluyéramos también el punto de vista de las hormigas, seguramente nuestra jerarquía de efectos a considerar sería muy distinta.)
Habiendo hecho esta introducción, ahora sí puedo decir, simplificando mucho, que una acción determinada, llamémosla a, puede tener dos efectos, e1 y e2. Supongamos también que e1 puede ser un efecto bueno o malo, dependiendo de todas esas especificaciones que se mencionaban en el post anterior y que tienen que ver con la cantidad, el contexto, etc. Digamos, asimismo, que e2 es algo que, por lo general, consideramos malo.
Una advertencia: dejemos de pensar en este punto qué cosa le puede estar pasando por su cabeza al ejecutor de la acción a mientras lleva a cabo su acto. Una cosa es la intención tras la acción a y otra es la serie de imágenes que nos pasa por la cabeza antes, durante y después de a. Para retomar el ejemplo que ya veíamos: cuando salgo de mi casa por las mañanas, mi intención es comprar el pan (presumiblemente para el desayuno y las restantes comidas). Pero mientras me calzo los zapatos, abro la puerta, recorro la distancia que separa mi casa de la panadería, etc., puedo estar pensando en mil cosas distintas, ninguna relacionada con la intención de esa acción que repito todas las mañanas.
(Perdón si esta aclaración suena demasiado banal. Lo que pasa es que tengo la sensación de que muchos defensores del principio del doble efecto están pensando en “lo que puede estarle pasando por la cabeza del médico cuando le inyecta la que sabemos será la última dosis de morfina al paciente canceroso”. Tal vez está sintiendo piedad por el enfermo, y eso sería algo bueno; pero no confundamos la intencionalidad del acto a con las fantasías que sobrevuelan nuestra mente mientras hacemos a.)
Necesito hacer otra aclaración antes de continuar. Consideremos atentamente estas situaciones:
- A mi vecino le entraron a robar. Eran dos tipos armados y sanguinarios. Después de haberle sacado toda la plata que tenía en la casa, se disponían a matarlo. Lo que los malvivientes no sabían era que mi vecino también estaba armado; es más, que es un experto tirador. Ante la amenaza real de perder su vida, mi vecino terminó liquidando a ambos malvivientes: actuó en legítima defensa propia.
- El país A ataca al país B, subestimando la capacidad de resistencia del vecino. De hecho, el ejército de B resiste el ataque con un coraje y una destreza inusitados. Al final, las tropas de A quedan diezmadas por el ejército de B. Lo que hizo B es librar una guerra de defensa frente a la injustificada agresión de A: actuó en legítima defensa de su población.
Digámoslo sin rodeos: matar a una persona es algo malo. Sin embargo, esa sentencia pierde su fuerza condenatoria frente a las atenuantes que se desprenden del ejemplo. Cuando no hay alternativas, estamos facultados a realizar una acción con un efecto directo malo (matar a alguien), si de esa manera protegemos un bien supremo, como nuestra propia existencia, la soberanía de nuestra nación, etc.
Muchos bioéticos conservadores defienden el principio del doble efecto. Tomemos un caso muy discutido. Pamela está embarazada; sin embargo, las perspectivas no son alentadoras: el médico le ha confirmado que está frente a un dilema. Si continúa con la gestación, es muy posible que el feto termine naciendo con vida, pero que la madre, ella, muera; de lo contrario, se podría salvar la vida de la madre con un aborto. ¿Qué hacer?
Supongamos que Pamela sea una persona generosa, incluso abnegada con los suyos, pero muy pragmática y que razone así: “Para mí, mi vida es insustituible; quiero seguir viviendo. Mis otros hijos me necesitan, quiero continuar desarrollándome profesionalmente, etc. Por tanto, abortaré esta vez, confiando en que el año que viene pueda intentar un nuevo embarazo, seguramente esta vez con mejores chances”.
Si el médico de Pamela es conservador pero, así y todo, está dispuesto a realizarle el aborto, puede razonar de este modo: “Mi intervención quirúrgica tiene solo una intención, una intención buena, salvar la vida de Pamela; mi acción, lo sé, tendrá dos efectos principales: uno será el ya mencionado, el de salvar una vida; otro, será el de acabar con la vida del feto; nadie quiere la muerte de ese feto, pero su pérdida será el efecto negativo de una acción con un efecto positivo”.
Sinceramente, a mí esta me resulta una forma muy artificiosa e intrincada de razonar. Parece malabarismo intelectual para justificar una acción que podría justificarse de un modo mucho más sencillo y natural. Como en los casos personales y colectivos de legítima defensa, también aquí tenemos que realizar algo malo (quitarle la vida al feto) para lograr algo bueno (extender la vida de Pamela). A veces, la realidad no nos deja otra alternativa. Entonces –solo entonces– el buen fin justifica el recurso al medio en cuestión.
Creo que al echar mano al principio del doble efecto el bioético, el médico, el juez, etc., lo único que hacen es introducir un artilugio que le permita armonizar la acción que está por hacer o que ha hecho con los preceptos de su moral conservadora.
Concluyo por hoy con el ejemplo recurrente de los que se escudan en el principio del doble efecto, el ejemplo de la “eutanasia indirecta”. Aquí el razonamiento es más o menos este: inyectarle morfina a un enfermo –por ejemplo, a uno con un cáncer terminal– es algo justificable, porque es la manera de aliviarle los dolores. Ahora bien, si con el aumento de la morfina el paciente se muere por una insuficiencia respiratoria, entonces eso tendrá que ser visto como un efecto no deseado y por cierto negativo de una acción con un efecto deseado y bueno: el de aliviar el dolor de este y de todos los enfermos.
Ubiquémonos en la escena final de este drama: el médico está por inyectarle la que él bien sabe será la última dosis de morfina. Acá, qué dudas hay, más que calmar sufrimientos terminará con una vida que ya no puede continuar. Lo que le pase al médico por la cabeza en ese momento puede ser lo más variado. Tal vez el médico y el paciente han sido íntimos amigos, y el médico esté sumamente apenado por la situación. Pero decir que la intención suya al suministrarle la última dosis es la de aliviar los dolores del moribundo, es una manera muy aparatosa de entender la intencionalidad. La “trampa” está en que la proposición: “inyectar morfina a un paciente que sufre”, es, así despojada de todo contexto, una frase que genera en nosotros una aprobación. Pero ya insistí en el post pasado que, para ser justos, debemos incluir algunos elementos del contexto, debemos “vestir a la acción”, antes de emitir nuestro juicio.