En esta y en las siguientes entradas quiero reflexionar sobre algunas cuestiones que hacen a la ética normativa.
Comencemos analizando el siguiente principio: “Los fines no justifican los medios” (o sea, la realización de fines considerados como buenos no justifica el empleo de medios considerados reprobables).
Parece maquiavélico afirmar lo contrario, que “los fines justifican los medios”. Esta es una proposición demasiado abierta. Por lo pronto, Nicolás Maquiavelo (1469-1527) nunca afirmó que “il fine giustifica i mezzi”; lo que en el Príncipe sostenía era que la grandeza de la ciudad y la consolidación del poder del príncipe justifican en algunos casos el que se gobernara con mano dura a los súbditos.
Pero más allá de lo que haya querido decir Maquiavelo, lo cierto es que, para nuestra sensibilidad contemporánea, ninguna empresa colectiva como el engrandecimiento de la nación o el progreso económico puede implicar sacrificios tales que redunden en la violación de los derechos básicos de los ciudadanos.
Sin embargo, tras haber hecho esta observación, afirmo que, en algunos casos los fines pueden justificar el recurso a ciertos medios reprobables. Sé que esta afirmación choca con la manera de pensar de muchos individuos modernos, así que buscaré explicarme lo mejor posible. Empecemos con un ejemplo.
Un fanático de no importa ahora qué religión ha puesto una bomba en un centro muy concurrido de la ciudad. La bomba detonará en poco tiempo. Por suerte, el terrorista ha estado individualizado y capturado por la policía. La policía es muy cuidadosa con sus métodos de indagación, pero ahora está frente a un dilema: si sigue simplemente esperando a que el terrorista “cante”, dejará pasar un tiempo precioso: la bomba estallará y muy probablemente herirá y matará a varias decenas de personas inocentes. Si, en cambio, utiliza la tortura, es probable que el terrorista suelte algo, con lo cual sería posible llegar al sitio y, al menos, evacuar el área, si no es posible desactivar la bomba. ¿Se justifica en este caso la tortura? ¿Se justifica el recurso a un medio reprobable, el torturar a un individuo, si ese es el único medio para llegar a un fin encomiable (salvar la integridad corporal y la vida de varias decenas de individuos)?
Como se ve, la respuesta no es nada fácil. En primer lugar, porque consideramos que la tortura es una de esas prácticas aborrecibles que nuestra civilización debe dejar atrás para siempre. Torturar a otra persona parece constituir el acto de barbarie por antonomasia.
La primera postura imaginable es esta: “La tortura es un acto moralmente tan erróneo, y su recurso no se justifica jamás, ni siquiera en un caso puntual como el que veíamos. Por lo tanto, la respuesta al dilema es clara, no debemos nunca torturar; si finalmente estalla la bomba y mata a decenas de personas, entre las que podrán encontrarse amigos y familiares míos, tal vez yo mismo… bien, es el precio que debemos pagar por ser consecuentes con nuestros principios éticos.”
Otra posición pensable es la siguiente: “Es cierto que torturar es un acto malo y es cierto que debemos hacer lo que esté a nuestro alcance para erradicarla de nuestras sociedades; pero también es cierto que, en casos extremos como este, el precio a pagar sería demasiado alto. El terrorista puede ser torturado hasta que cante utilizando las formas de tortura menos aberrantes, con el fin de salvar vidas que de otro modo se perderían inútilmente. Al fin y al cabo, un terrorista es alguien que viola de antemano el pacto de convivencia social, y por tanto no merece el mismo respeto y tratamiento que un ciudadano que se atiene a las normas elementales de la sociedad. El problema con la tortura no es tanto el que se la utilice justificadamente en esta o en aquella situación, sino que el recurrir a ella, siquiera una vez, implica traspasar un límite en nuestra sensibilidad moral. Torturar es siempre jugar con fuego: es una práctica que no solo envilece por igual al torturado y al torturador, sino que además tiene consecuencias sociales impredecibles y siempre abyecto.”
Llamemos al primer individuo un “principalista”, alguien que no da el brazo a torcer con respecto a ciertos principios y ciertas normas morales, mientras que al segundo un “consecuencialista”, alguien que está dispuesto a introducir ciertas excepciones a nuestros principios y nuestras normas, siempre que se justifiquen en vista de las consecuencias.
Aclaremos una cosa: incluso el principalista más acérrimo tendrá que examinar, si no en todos, al menos en ciertos casos, su postura, porque la vida personal y la vida comunitaria nos enfrentan a menudo con casos en los que colisionan dos o más principios morales entre sí. A veces hay que optar entre dos bienes, igualmente deseables, y esa tarea requiere la deliberación moral.
Permítanme ahora poner el asunto de esta manera:
- Para el principalista, hay ciertas acciones como la tortura que son siempre moralmente malas y que, en consecuencia, su empleo nunca puede ser justificado.
- Para el consecuencialista, hay ciertas acciones como la tortura que por lo general son reprobables y que por tanto no hay que realizar, a menos que en algún caso particular su recurso quede justificado por algún fin de gran envergadura.
En setiembre del año 480 a. de C., cuando los persas volvía a atacar a los griegos, el Asamblea decidió el éxodo ateniense. Los ciudadanos hicieron un bulto con sus cosas más preciadas, enterraron los objetos valiosos que no podían llevarse y se instalaron en la isla de Salamina. Para que los soldados persas no encontraran nada, destruyeron y quemaron previamente lo que quedaba de la ciudad.
Notemos aquí lo siguiente: destruir y quemar la propia ciudad es algo malo, pero puede ser una acción justificable, cuando eso es parte de una estrategia militar con el fin de obtener un bien mayor (la victoria frente al enemigo).
La historia está llena de éxodos, esto es, de ciudadanos que abandonan su ciudad tras haberla arrasado, con el fin de que el bando enemigo, al llegar, no encuentre ni siquiera agua potable. Es un medio extremo que queda justificado en casos específicos.
Quisiera extraer dos conclusiones provisorias. La primera es que el principalista, que sostiene que determinadas acciones son siempre e indefectiblemente malas, como la tortura, deberá estar dispuesto a pagar un precio (a veces muy alto) por su fidelidad moral.
La segunda conclusión es que, más allá de casos sin duda extremos como el de la tortura al terrorista, la existencia nos depara constantemente situaciones en las cuales ciertas acciones pueden ser buenas o malas, dependiendo íntimamente del contexto en que se ubiquen.
Si en un almuerzo de trabajo veo que mi jefe está alzando una copa de vino, eso puede ser un buen signo: el que las negociaciones están yendo bien y que un poco de distensión puede ayudar a que el acuerdo que se está tramitando llegue a buen término. Pero si me entero que, en realidad, es la décima copa que empina, entonces esa acción adquiere un significado totalmente distinto.
Permítanme ahora un ejemplo algo más espinoso, sobre el que volveré más adelante. La acción: “El médico le inyecta una dosis de morfina al paciente terminal”, no es susceptible a ser evaluada como buena o mala si no contamos con información contextual adicional. No es lo mismo, por ejemplo, si se trata de la primera dosis o de la última dosis, la dosis “terminal”.
Decir que hay acciones siempre malas (como la tortura) o siempre buenas (como inyectar una sustancia analgésica al paciente que sufre), sin considerar los aspectos “contextuales” (que tienen que ver con la cantidad, con la modalidad y sobre todo con la finalidad que se persigue), me parece una postura radical y difícilmente sostenible.
En el próximo post voy a volver específicamente sobre otro de los principios morales discutibles, el famoso principio del doble efecto. Además, tendré que detallarles en qué casos considero que la persecución de un buen fin justifica el recurso a medios reprobables.