Muerte y muerte de la persona

No es posible dar una definición sencilla de la muerte. Un biólogo puede decir, por ejemplo, que en el caso de los animales superiores, como los mamíferos, la muerte ocurre cuando el organismo deja (irreversiblemente) de funcionar como una totalidad. Un gato está muerto desde el momento en que su organismo ya no funciona como un sistema integrado. Esta definición centrada en el nivel orgánico no se ve afectada por el hecho de que algunas de las partes de ese organismo muerto puedan seguir viviendo un tiempo más. Todos sabemos que a los muertos les siguen creciendo las uñas y los pelos varios días después del entierro.

En el caso del hombre, la definición de la muerte es más compleja aún, porque, hasta cierto punto, es correcto distinguir el organismo, por un lado, y la persona, por otro, sobre todo en esta época en que la medicina hace posible la reanimación y el mantenimiento del paciente gracias al soporte tecnológico brindado a ciertas funciones vitales. Así, es posible que un organismo humano siga vivo, aún cuando alguno de sus órganos y sistemas constitutivos hayan muerto –y hayan sido, paralelamente, reemplazados por aparatos de sostén vital–. El ejemplo más claro es el del paciente en estado de coma irreversible, mantenido en vida en la unidad de terapia intensiva.

La persona humana “emerge” gracias al sustrato que le provee el complejo organismo de nuestra especie Homo sapiens, pero no se identifica con él. En consecuencia, un embrión humano no es (aún) una persona, y un paciente en coma irreversible no es (ya más) una persona. El organismo humano es condición necesaria, pero no suficiente, para que se desarrolle la persona, sobre todo cuando ese organismo no posee aún (o no posee ya más) un sistema nervioso en (adecuado) funcionamiento.

Es descabellado querer localizar en el encéfalo humano una región nítidamente delimitada en la que se escondería la personalidad; tal reduccionismo nace de una burda simplificación. Pero lo cierto es que la persona humana termina en el momento en que el cerebro deja de funcionar, en especial, las regiones que componen la corteza cerebral. Una vez que se apaga por completo y para siempre la actividad de la corteza cerebral, el organismo ya no podrá albergar a una persona humana, aún cuando el resto del cuerpo e incluso las regiones inferiores del cerebro sigan funcionando.

Para mucha gente –y para la mayoría de los legisladores– este criterio, centrado en la muerte de la corteza cerebral, es demasiado restrictivo. A partir de la década de 1960 quedó en claro, en especial gracias al desarrollo de la trasplantología, que el criterio que se basaba en la muerte cardiopulmonar era inadecuado. Por eso se optó por la definición de la muerte como muerte cerebral; sin embargo, el consenso actualmente vigente es que ello implica la extinción de la actividad de todo el cerebro, no solo de la corteza.

Tal concepción lleva a algunas situaciones difícilmente sostenibles. Por ejemplo, un paciente en estado vegetativo permanente ya ha dejado de ser una persona (está muerto como persona), si bien muchos consideran que es un crimen quitarle todo el sostén farmacológico y tecnológico que mantiene a ese organismo en vida.

Cierro con una cita de William R. Clark que en parte resume lo que he querido decir:

Por cierto, la muerte debe tener también un significado biológico independientemente de la condición humana. En la muerte de nuestras células no somos diferentes de todos los otros organismos de la tierra, condenados a morir como la condición de haber nacido. […] normalmente pensamos la muerte en términos de muerte de la persona, el conjunto integrado y compuesto por la personalidad psicológica, la voluntad, la memoria, la pasión y tantas otras cosas que nos hacen únicos a cada uno de nosotros […] y la pérdida de la persona es vista cada vez más como uno de los momentos más importantes de la muerte humana.

Acerca de Marcos G. Breuer

I'm a philosopher based in Athens, Greece.
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