Ayer leí Meditaciones del Quijote, de Ortega y Gasset. Buen librito, con varias intuiciones fecundas, como siempre en Ortega, intuiciones que terminan haciéndome perdonarle la maraña de ideas, la falta absoluta de sistematicidad de sus libros. (Ortega tendría que haber dicho: «La claridad y la sistematicidad son la cortesía del filósofo».)
Bueno, en parte por eso mismo Meditaciones… no es un tratado en que se estudie la «anatomía» del libro de Cervantes, sino una reflexión sobre el puesto de esa obra en el marco (amplio) de la historia de la literatura y sobre el puesto de la literatura en el marco (más amplio aún) del conocimiento humano. Acá Ortega parece defender un constructivismo a ultranza: conocer es indefectiblemente construir un/el objeto.
La impresión general que me llevo es más o menos esta: cuando uno escribe una novela, plasma en ella una visión del mundo a lo largo de cien, doscientas o mil páginas, mientras va contando una historia (la historia es, al fin y al cabo, algo secundario, una excusa para el desarrollo de aquella Weltanschauung).
Una buena novela es eso, ni más ni menos: un recurso por el que se crea un mundo o, para no sonar tan radical, en el que se propone una visión posible (una visión más) de ese noúmeno incognoscible que llamamos mundo, Welt, kosmos. La virtud de una novela «bien escrita» no está en darnos una mejor comprensión del mundo, ya que acá rige la igualdad absoluta: no hay intelecciones más ajustadas que otras al mundo. El ojo se abre con la novela y se cierra también con ella. No se trata de ver mejor o peor, sino de ver o no ver, that’s the question.
Por eso la historia que encierra una novela, el argumento, es -insisto- algo accesorio; lo importante es articular ahí dentro una experiencia posible del mundo. Una buena novela es, entonces, como una buena antorcha, que arroja luz intensa por un cierto período de tiempo. Nada más (ni nada menos).
El mérito del Quijote, parece querer decir Ortega, es que ofrece no solo una visión plausible del mundo, sino también una visión creíble de la esencia de la literatura y el saber humano. O sea, una visión de lo que significa ver. De allí su carácter meta-literario.