El cuento fantástico, ¿conejillo de Indias de la filosofía?

Hay una sensación que, como una sombra, me acompaña cada vez que enciendo una lámpara para dedicarme al estudio; es la sensación originada por la vastedad de la cultura humana. Cualquier rama del frondoso árbol del saber, incluso las ramas más jóvenes y delgadas, son tan extensas que resultan inabarcables al individuo. Por cierto, no se trata de una sensación nueva, ya la encontramos expresada en el famoso epigrama de Hipócrates: ars longa, vita brevis

      Ahora bien, soy consciente de que la vastedad de la producción cultural no debe necesariamente traducirse en desaliento o anonadamiento, esto es, en estados de ánimo que nos lleven a abandonar la tarea de pensar y de seguir creando. Incluso sería perfectamente legítima la reacción contraria. De hecho, tengo un amigo que celebra vivamente la vastedad y se regocija en la riqueza inagotable –él la llama extrema– del mundo.

      En mi caso particular, la sensación producida por la vastedad, por la apabullante cantidad de libros que hay, por ejemplo, solo de literatura fantástica, ni empaña ni aligera mi ánimo. Pero sí me impulsa a la modestia: a reconocer que nada –o poquísimo– sé a ciencia cierta.

      Por eso hoy no voy a hablar de LA LITERATURA FANTÁSTICA –puesto así, con artículo y mayúsculas–, de sus orígenes, su esencia o su influencia en la literatura contemporánea. Mucho más humildemente, les voy a hablar de algunas de mis lecturas en la materia, de algunos de mis intereses y de algún que otro relato que he tenido la osadía de pergeñar.

      Hay una idea del filósofo presocrático Anaxágoras de Clazomene que a veces me consuela secretamente. El sabio griego decía que si todo no estuviese en todo, nada podría estar en nada. Para mis fines, una traducción posible de esa idea es esta: si la parte está en el todo, si la minúscula parte del saber que manejo está en el vasto todo de la cultura, es posible también que todo esté en la parte. Por consiguiente, si entendemos cabalmente un autor cualquiera, si entendemos plenamente siquiera una sola obra de ese autor, entonces de algún modo habremos comprendido toda nuestra cultura. Optar por la profundidad es una manera de sortear la dificultad que nos plantea la vastedad.

      En los años de transición del segundo al tercer milenio de nuestra era, Umberto Eco dio una conferencia en la que se preguntaba cómo debía ser el museo del futuro, ahora que la globalización y la tecnología permiten que cualquier exhibición presente el tema elegido con una exhaustividad sin precedentes. En contra de lo que muchos esperaban oír, Eco afirmó que el museo ideal del siglo XXI debería consistir simplemente en tres salas: la sala principal en el centro acompañada por dos salas más, una antes y otra después. La sala central, a su vez, habría de estar ocupada por solo una obra, pongamos por caso por La nascita di Venere (El nacimiento de Venus), de Sandro Botticelli. (Si no les gusta el arte renacentista podemos cambiar y poner en el centro La fuente, de Marcel Duchamp, ahora que se ha cumplido el centenario de tal proeza.) Como sea, lo importante es que la parte principal del museo estaría dedicada a una sola obra representativa. Claro que, en la primera sala, anterior a la central, se exhibirían todas las obras de la tradición occidental que hicieron posible el surgimiento del cuadro de Botticelli (o del mingitorio de Duchamp); asimismo, en la sala de atrás sería conveniente agrupar todas las obras que de algún modo han nacido gracias a esa pintura o a esa instalación. En resumidas cuentas, la idea de fondo de Umberto Eco era la que veníamos analizando: si alguien realmente entiende El nacimiento de Venus o La fuente es porque ha incorporado todos los desarrollos artísticos previos y posteriores a esas obras. Quien ha entendido bien una sola pieza de su cultura, ha entendido toda su cultura.

      Pierre-Simon Laplace también decía de quien lograse dominar la totalidad de las leyes de las ciencias naturales que si conociera la posición y el momento de los átomos en el instante presente podría reconstruir enteramente la historia pasada del cosmos y predecir su evolución futura. Si todas las cosas están estrechamente entrelazadas, conocer un solo eslabón permite descifrar toda la restante cadena de eventos. En palabras de Laplace: “Una inteligencia que, en un momento dado, conozca todas las fuerzas de que la naturaleza está animada y la posición respectiva de los seres que la componen y que además sea lo suficientemente capaz de someter a un análisis esos datos, abarcaría dentro de la misma fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo como así también los del más ligero átomo; nada le sería desconocido, y tanto el pasado como el futuro estarían presentes a sus ojos.”

      A esta altura podrá parecerles que me he alejado del tema de mi charla, pero no estoy tan seguro. Y no lo estoy porque esa sensación de perplejidad, ora manchada por el desaliento que genera lo inabarcable, ora exaltada por el entusiasmo que contagia la exuberancia de lo bueno, está muy cerca de la emoción que busca crear la literatura fantástica. Cada relato fantástico es una invitación a volver a asombrarnos del milagro de la existencia. La vida cotidiana, con sus exigencias y rutinas, nos arrastra rápidamente al olvido del Ser. La literatura fantástica es en este sentido una ocasión para renovar la experiencia tan característicamente humana del maravillarse ante el cosmos.

Pero pongamos manos a la obra, sea poco o mucho lo que vaya a salir de todo esto, e interroguémonos: ¿por qué hablamos de literatura fantástica (subrayando el adjetivo fantástica)? ¿No es acaso toda literatura de por sí fantástica?

      Aquí no deseo fastidiarlos con criterios y clasificaciones, de esos que tanto les agradan a los así llamados teóricos de la literatura. A veces sospecho que la montaña de libros y artículos académicos que se ha escrito sobre el tema carece de valor. Buscar clasificar en rígidos moldes un fenómenos tan huidizo y fecundo como la literatura fantástica es una tarea descabellada y probablemente inútil.

      ¿No será, me pregunto a veces, que los escritores son como los jugadores de fútbol que salen a la cancha los domingos por la tarde y que en cambio los teóricos de la literatura son como los comentaristas deportivos, que una vez que terminó el encuentro se pasan horas y horas discutiendo acerca del resultado? ¿No es esta, la del comentarista de los domingos por la noche y, peor aún, de los lunes por la mañana una tarea ociosa? Al fin y al cabo, el fútbol necesita tan poco de los comentaristas deportivos como la literatura fantástica de los analistas culturales.

      Pero no quiero que salgan de acá pensando que, para mí, toda la teoría literaria no es más que un vano ejercicio retórico alimentado de pseudoproblemas y cuestiones sin relevancia, aunque sí creo que hay mucho de ello en los departamentos de letras. Tal vez exagero y lo cierto sea que la literatura es un producto que se digiere más fácilmente si se teoriza sobre él, del mismo modo en que muchas verduras se vuelven más digeribles si se las hierve.

      No hace falta que me lo recuerden. Si mañana al mediodía van con entusiasmo a una taberna a comer asad bien regado con cerveza, no es correcto que se vuelvan a casa en ayunas, después de que el mozo los haya atajado en la entrada del comedor para advertirles seriamente de los riesgos para el colesterol de la carne o recordarles la correlación entre consumo de alcohol y cirrosis hepática. Por lo mismo, si ustedes han venido esta noche a escuchar una charla de literatura fantástica, no es justo que los mande en ayunas a sus casas después anunciarles que la teoría literaria es un plato que casi nunca alimenta y que casi siempre empacha.

      El filósofo irlandés Edmund Burke, en su ensayo sobre el gusto de 1767, On Taste, distingue claramente nuestras facultades mentales: mientras que por un lado tenemos el juicio (judgment) –nos dice–, por otro está la imaginación (imagination). Por lo tanto, una cosa es lo que conocemos sólidamente gracias a la reflexión que acompaña a la observación y otra lo que creamos mediante la fantasía.

      Esta distinción me da pie para buscar una respuesta a la siguiente cuestión: ¿que sería lo contrario de la literatura fantástica? Cae de maduro que lo contrario de la literatura fantástica es… la literatura no fantástica, lo que equivaldría a decir: la literatura realista, tomando nota bene el término realista en su acepción más intuitiva y coloquial. La clave está, entonces, en comenzar afirmando que, al menos desde una visión tradicional como la de Edmund Burke, mientras la imaginación nos lleva a generar una literatura fantástica, el juicio nos permite elaborar una literatura realista.

      (Permítanme introducir solo una subcategoría: dentro de la literatura que hemos llamado realista tendríamos la literatura realista propiamente dicha, la que se construye a partir de datos extraídos juiciosamente del presente del autor y, complementariamente, la literatura realista histórica, la que utiliza datos del pasado.)

      Recapitulando: la literatura realista hablaría de seres, historias y lugares que son o han sido reales, a diferencia de la literatura fantástica que trataría de acontecimientos irreales o imaginados.

      Demás está aclarar que todo personaje o evento fantástico, por más estrambótico que sea, estará siempre construido por elementos tomados del ámbito de lo real. Como señalaba el lógico Gottlob Frege, un unicornio es un animal fantástico porque no hay unicornios en la realidad. Pero sí existen caballos, por un lado, y cuernos, por otro. Así, la fantasía se limita a unir lo que en la realidad subsiste de manera separada.

      Alguno de ustedes puede estar perdiendo la paciencia, porque la distinción que he hecho con la ayuda de Burke se basa sobre un supuesto bastante discutible, el supuesto según el cual «hay un mundo allí fuera de nuestras cabezas y podemos conocerlo». Sin esta premisa la distinción entre conocer e imaginar se viene abajo. Veamos cómo.

      Supongamos que alguien sostuviera que existen dos mundos, no uno: el mundo de la realidad, por un lado, y el mundo de fantasía, por otro. Esa aseveración no es tan peregrina como podría parecer a primera vista. Alexius Meinong tiene una compleja teoría al respecto. Además, hoy es frecuente distinguir entre la realidad «real» y la realidad virtual.

      El punto es que si existieran dos mundos, uno real y otro fantástico, entonces la literatura fantástica no crearía sus seres ni inventaría sus acontecimientos, sino que tan solo los descubriría, tal como la literatura realista no fabrica enteramente sus personajes e historias, sino que los extrae del presente o del pasado.

      Postular un mundo fantástico al lado de –o, si prefieren, por encima de– el mundo real es una manera de devaluar la capacidad creadora del escritor de relatos fantásticos. Éste se volvería, al fin y al cabo, tan prosaico como el escritor naturalista del siglo XIX.

      Ahora bien, quien ha postulado dos mundos paralelos, uno real y otro fantástico, puede dar un paso más y aventurar una tesis incluso más radical; por ejemplo, puede postular descaradamente que, en última instancia, no existe el mundo, ¡ningún mundo!, ni el que llamábamos real ni mucho menos el que apenas hemos bautizado como fantástico.

      A muchos no les gusta el whisky puro porque dicen que les quema la garganta y por eso lo rebajan con hielo o soda. Si creemos que la tesis de la inexistencia del mundo es demasiado cáustica, también nosotros podemos rebajarla, más o menos como hacía el sofista y escéptico Gorgias de Leontini cuando, tras haber afirmado que el cosmos no existía, admitía la posibilidad de que existiesen uno o dos o muchos cosmos, lo mismo daba, ya que en ningún caso podríamos conocer nada de él o ellos.

      Lo que me gustaría que quedara en claro aquí es lo siguiente: si postulamos que el mundo no existe o que, aún existiendo, no podemos conocerlo, entonces lo que hacemos es volver a borrar la distinción entre conocimiento y fantasía, con la diferencia de que ahora todo se vuelve fantasía. La ciencia, incluso la ciencia más dura como la física, se transforma en una invención más de nuestra ficción. De esta manera, un relato de literatura fantástica no se diferenciaría en lo esencial de una teoría astrofísica. En el fondo, poca diferencia habría entre, digamos, leer la teoría de la relatividad de Albert Einstein y leer los cuentos agrupados en el volumen Las fuerzas extrañas, de Leopoldo Lugones, obras publicadas casi contemporáneamente a comienzos del siglo XX.

      En síntesis, hemos empezado afirmando que existe un mundo y dos facultades cognitivas: el juicio y la imaginación. Luego nos preguntamos si no será más bien que existen dos mundos, el de la realidad y el de la fantasía, pagando el caro precio de quedarnos solo con una capacidad mental, la del juicio. Por último, llegamos a afirmar que tal vez no exista ningún mundo, con la consecuencia de eliminar la posibilidad del saber científico: todo se convertiría, así, en fantasía. Yo a esta altura ya no sé con cuál de las tres hipótesis quedarme. Lo que sí sé es que, al interrogarnos sobre estar cosas, estamos haciendo algo muy parecido a lo que creo que hacen los escritores de literatura fantástica. Ignoro si Jorge Luis Borges tenía razón cuando afirmaba que la metafísica era una rama de la literatura fantástica, pero sí puedo sostener que una y otra se nutren de la misma savia.

Ya que estamos, ¿cuál es mi posición respecto al realismo? Si quieren, etiquétenme de convencionalista. Para mí, el realismo literario se asienta en una convención, una convención que fija las reglas para la escritura del texto realista. De la misma manera, la literatura fantástica descansa en otra convención, la convención que establece los parámetros para la producción de un texto que luego llamaremos fantástico. Con esto les quiero decir que un texto de Émile Zola no es realista porque copie la realidad de manera más fiel que otros textos no realistas, sino porque está construido –y magistralmente construido– según los cánones del realismo francés del XIX. Y lo que intentan hacer los teóricos de la literatura que trabajan en nuestras universidades es explicitar esas reglas y esos parámetros para la construcción de los textos de tal o cual tradición.

¿Cómo se escribe un cuento de literatura fantástica? ¿qué es lo que hace que en un momento determinado una persona se siente y escriba un relato fantástico? Lamentablemente, no tengo una respuesta definitiva para darles esta noche. Lo que sí puedo es ofrecer una comparación.

      Vivimos atrapados dentro de una red; para colmo, esa red no es delgada y diáfana como la de los pescadores, sino que es una red tan densamente tejida con hilos oscuros que no podemos ver lo que hay del otro lado. En el escenario que les propongo, no hay razón para preocuparse ni sentir claustrofobia, porque si bien la malla de la red es hermética, nos deja un amplio espacio de movimiento en su interior. De hecho, dentro de esa red cabe prácticamente todo: están ustedes, estoy yo, esta Atenas, y Grecia, y el planeta Tierra girando alrededor del sol… Pero siempre nos movemos dentro de la red. Un poco como canta Andrés Calamaro: la vida es una cárcel con las puertas abiertas. La red podrá ser tan grande como queramos, pero siempre estará ahí, envolviéndonos. Un día, en el momento menos pensado, ¡zas! descubrimos una rajadura en la malla. ¡La red tiene rajaduras!, nos decimos. Esa sorpresiva abertura, no obstante, no es tan grande como para dejarnos pasar al otro lado. Lo único que podemos hacer es sacar la cabeza por el orificio y mirar. Y entonces eso hacemos: de golpe sacamos la cabeza y miramos. ¿Y qué vemos? Bueno, vemos que no hay otro mundo detrás del mundo atrapado por la red; lo que sí se ve es el mismo mundo de siempre, solo que al revés. Es más o menos como cuando uno ha mirado toda su vida una alfombra o un tapiz desde un lado y de repente el tejido se da vuelta y podemos ver lo mismo pero desde atrás. ¡Qué sorpresa entonces descubrir la misma estructura, pero revelada de una manera totalmente distinta!

      En eso consiste escribir un cuento de literatura fantástica: en poner por escrito esa experiencia que surge tras haber visto lo de siempre con otros ojos. La escritura del cuento fantástico nace de cuando algo en nuestro interior «hace clic», como se dice: como por arte de magia todo lo que hasta entonces nos resultaba familiar y conocido se nos vuelve por unas décimas de segundo extraño y amenazante. George Orwell decía algo que para mí se aplica muy especialmente a la literatura fantástica: “Una novela abre un nuevo mundo al revelarnos no lo que es extraño, sino lo que es familiar.”

      El resto del proceso de escritura del relato fantástico es de sobra conocido y puede sintetizarse en estas instrucciones: una vez ocurrido el clic, el escritor debe abandonar rápidamente lo que está haciendo, no importa lo que sea, sentarse sin demoras en su escritorio y, de la manera que indicaba Frege, combinar novedosamente cuernos y caballos, con el fin de articular esa la experiencia extraordinaria en seres y aventuras inusuales.

No creo equivocarme cuando afirmo que la literatura fantástica, más allá de la buena reputación con que cuenta, no es un género muy popular. O, al menos, no es tan popular como otros tipos de literatura. Por más que muchos intelectuales hayan declarado solemnemente el fin de la modernidad, dando así supuestamente inicio a la posmodernidad, lo cierto es que la gente no abandonó del todo el paradigma tradicional basado en la mímesis. Diga lo que se diga, el realismo es aún la filosofía imperante. Además, la novela psicológica, la antigua rival de la literatura fantástica, sigue siendo la preferida. Más que enfrentarse con seres fantásticos o perderse en exóticos laberintos, la gente quiere que una novela le ayude a entender sus propios fantasmas y, en lo posible, hallar una salida de sus laberintos sentimentales.

      Pero tal vez la literatura fantástica siga acobardando a potenciales lectores por ser tan cerebral, lo que implica decir: tan filosófica. Nadie pone en duda que detrás de un relato fantástico hay, escondida, una teoría filosófica, una teoría que busca ser ejemplificada, explicitada, puesta a prueba,“testeada”.

      En la Edad Media, muchos filósofos cristianos, anteponiendo la fe a la razón, decían que la teología estaba por encima de la filosofía; es más, sostenían que la tarea de la filosofía era servir a la teología, ponerse a disposición de las creencias religiosas. La filosofía, así, se volvía la ancila de la teología, philosophia ancilla theologiae. Si interpreto correctamente a algunos de los principales cultores del género fantástico, también en nuestra época se daría una subordinación de unas disciplinas a otras. Pero para nuestros contemporáneos es ahora la filosofía la reina de las disciplinas y es la literatura –no la teología– la que ha de ponerse al servicio de la filosofía. En esta interpretación extrema que estoy proponiendo, la literatura se convierte en la ancilla philosophiae.

      Albert Einstein introdujo la expresión experimentos mentales (Gedankenexperimente) y propició la utilización de este método en las ciencias naturales con el fin de testear todas aquellas teorías científicas que no pueden ser probadas de otro modo. En un experimento mental tratamos de imaginar qué sucedería si la teoría en cuestión fuera cierta. Es, en otras palabras, una forma de poner a prueba una teoría que no puede ser demostrada o refutada por medio de los experimentos convencionales de laboratorio.

      Me gusta pensar que la literatura fantástica es también una manera de probar el alcance o la importancia de una teoría filosófica, una suerte de experimento mental de la filosofía. ¿Qué sucedería si, por ejemplo, René Descartes estuviera en lo cierto al dudar de la existencia del mundo exterior y de las otras mentes? ¿Cómo sería el mundo si se vieran confirmadas mis sospechas según las cuales ustedes, mis queridos oyentes, en realidad no existen, sino que son el producto de mi caprichosa y terca imaginación? A mí me parece que existen sujetos y objetos fuera de mi mente, pero todo es un sueño, un sueño largo del que no puedo despertar a voluntad, pero sueño al fin… ¡Qué mejor manera de poner a prueba el significado o el disparate de la tesis cartesiana que escribiendo un cuento fantástico!

      Permítanme cerrar esta charla con otra idea filosófica que he tenido la desfachatez de testear en un relato fantástico. Es una idea sobre la intencionalidad. Doy un rodeo. Supongamos que en algún rincón de España un oscuro discípulo de Miguel de Unamuno sigue pensando como su maestro que Miguel de Cervantes, el príncipe de los ingenios, fue en realidad un hombre mediocre que lo único notable que hizo en su vida fue escribir una sola obra genial que en todo lo excede, el Quijote. Supongamos que un día este discípulo, más inclemente que el maestro, llegara incluso a afirmar que Cervantes no tuvo un rapto de genialidad gracias al cual escribió el Quijote, sino que las cosas se dieron de una manera mucho más extraña, a saber: que Cervantes pasó días y noches interminables recortando las letras de viejas biblias y que cuando tuvo una bolsa llena de diminutas vocales y consonantes, las mezcló bien con su mano sana y las arrojó al aire. Para su sorpresa, y para el progreso de las artes, esas miles y miles de letras, tras revolotear caóticamente en el aire, fueron cayendo al suelo una tras otras de tal manera que, sin que nadie se lo propusiera, quedó escrito el Quijote. ¡No se rían! ¿Por qué no, queridos oyentes? La posibilidad es remota, infinitamente remota, pero no inexistente.

      Ahora les voy a confesar la verdad. Yo no escribí estas líneas que les estoy leyendo. Siguiendo la teoría propuesta por el discípulo de Unamuno, corté letras y signos de puntuación de los diversos diarios españoles que perseveran en apilarse encima de mi escritorio, puse esos diminutos recortes en una bolsa, esperé a que mis hijas pequeñas se fueran a dormir (si no hubieran malogrado el experimento), me subí a una silla y las arrojé al aire. Y los caracteres tipográficos fueron cayendo uno tras otro, renglón por renglón, párrafo por párrafo y carilla por carilla, hasta dar con el texto que ahora les estoy leyendo. Incluso este último párrafo, que explica detalladamente cómo se escribieron los demás párrafos, fue resultado del benevolente azar.

      Bromas aparte. Pero ¿y si fuese cierto que el azar puede, mezclando ciegamente palitos, circulitos y espacios en blanco, crear no solamente un texto cualquiera, sino también un texto que nos dé la clave para entender la intencionalidad que está detrás de todo proceso “normal” de producción de un texto? ¡Tesis estrafalaria si las hay! Pero… ¿por qué no examinarla con un experimento literario? Ahí vamos…

Marcos G. Breuer, enero de 2018

(A continuación el autor leyó su cuento fantástico “Las polillas”, que trata sobre la intencionalidad y el azar.)

Acerca de Marcos G. Breuer

I'm a philosopher based in Athens, Greece.
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Una respuesta a El cuento fantástico, ¿conejillo de Indias de la filosofía?

  1. Se trata del texto (ligeramente retocado) de la charla en Abanico, el pasado sábado 20 de enero de 2018.

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