(3) Si alguien me pidiera una respuesta rápida y concisa a la pregunta: “¿Cuál es para vos la corriente filosófica en la que podríamos ubicar a Borges?”, le diría, sin pensarlo mucho, el escepticismo. Borges es, para mí, esencialmente escéptico, porque siempre está dudando de todo, permanentemente descree de cualquier sistema, sea teológico o filosófico, que tenga pretensiones de verdad. Ahora bien, el escepticismo de Borges es de tipo especial, como trataré de mostrar.
Pero, antes que nada, ¿qué es el escepticismo? El escepticismo es una postura filosófica según la cual es imposible obtener conocimientos definitivos sobre las cuestiones filosóficamente más relevantes o interesantes: ¿existe Dios?, ¿cómo está compuesto el mundo?, ¿hay principios morales absolutos?, etc. El escéptico no necesita poner en duda todo saber, en particular, aquellos que se refieren a aspectos cotidianos; por ejemplo, él sabe que si tira un huevo a la sartén caliente va a obtener un huevo frito. No existen “escépticos absolutos”, como los que dudan de la firmeza del suelo cada vez que deben dar un nuevo paso (y, de haberlos, tales escépticos no tienen interés filosóficos, sino más bien interés médico, como casos psiquiátricos).
Sócrates decía: “Sólo sé que nada sé”; por ello, podríamos incluirlo dentro del grupo de los escépticos. Por lo pronto, él sabía muchas cosas que no negaba: sabía que vivía en Atenas, que estaba casado y tenía hijos, que se dedicaba a la filosofía y que el ágora ateniense estaba cerca de la Acrópolis. Pero, además, Sócrates tenía otro conocimiento: sabía que no sabía nada filosóficamente relevante. Y con ello entramos en un punto espinoso del escepticismo. Dejando de lados los saberes cotidianos o prácticos, el escéptico sabe al menos una cosa: que no sabe nada. Y esta proposición corre el riesgo de ser autocontradictoria, ya que si no podemos saber nada, ¿cómo sabe el escéptico “a ciencia cierta” que no sabe nada? (Si de golpe caigo en una ciudad remota y todos me hablan en un lenguaje desconocido, puedo decir: sólo entiendo que no entiendo nada.)
Hay dos soluciones al dilema que plantea el escepticismo. La primera consiste en afirmar que los objetos a los que se refieren las dos partes de la proposición “solo sé” + “que nada sé” están situados en niveles distintos. Así, mientras –según el escéptico– no podemos conocer el mundo exterior y los distintos objetos filosóficamente relevantes que lo poblarían: Dios, el hombre, la materia, etc., sí podemos conocer al menos una característica de nuestro intelecto: su limitación. Conocemos a ciencia cierta los límites de nuestra capacidad intelectual y, por ello, somos conscientes de que no podemos conocer nada más.
La segunda solución al dilema que nos ocupa es afirmar que no se trata de tomar al pie de la letra la proposición: “Solo sé que nada sé”, porque en realidad es la expresión de una actitud, de la actitud escéptica, caracterizada por la prudencia. El buen observador nota que unos creen férreamente en x, que otros creen con igual convicción en y, que otros en z, y así sucesivamente, y por ello concluye que no hay creencia válida. “Sólo sé que nada sé” significa, al fin y al cabo: “Veo que hay múltiples opiniones filosóficas, muchas de ellas antagónicas, y por ello concluyo que, en el fondo, una vez que tomamos distancia de nuestra “fe animal”, no hay nada cierto”. El relativismo es una forma de escepticismo.
Creo que la postura de Borges se inscribe en este marco. Su escepticismo es fruto nacido de la reflexión acerca de la limitación de todos nuestros sistemas de pensamiento y de la vanidad de sus pretensiones de verdad. Como escribe lapidariamente en su relato “Pierre Menard, autor del Quijote”:
No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina filosófica es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo –cuando no un párrafo o un nombre– de la historia de la filosofía.
(4) Hay dos tipos de escépticos: los unos son negativos y los otros, positivos o, si se prefiere, los unos son recelosos y los otros, lúdicos. El escéptico negativo o receloso es el que dice: “Ya que no me es dable conocer nada, lo mejor que puedo hacer es abandonar el ámbito del saber (la filosofía, la teología, la ciencia) y dedicarme a otra cosa”. Algunos de ellos comenzarán entonces a vivir vidas “normales”, mientras que otros, amargados, terminarán pasando sus días como los personajes de Juan Carlos Onetti, echados en una cama sin hacer nada más que fumar y entregarse a las ensoñaciones. En cambio, los escépticos positivos o lúdicos son quienes afirman: “Es correcto que no podemos conocer nada a ciencia cierta, pero eso no quita que uno no pueda entretenerse reconstruyendo las gigantescas catedrales del saber que levantaron los hombres en todas las épocas”. El coleccionista de monedas antiguas sabe que con ese dinero no puede comprarse ni un caramelo en el quiosco de la esquina, pero valora sus objetos por la dimensión histórica o estética que encierran; del mismo modo, el escéptico positivo “colecciona” sistemas de pensamiento no porque lo acerquen a la verdad, sino por el valor cultural o literario de tales construcciones. Borges es, sin duda, un escéptico positivo o lúdico: estudia concienzudamente las doctrinas teológicas y filosóficas de todos los tiempos para indagar acerca de sus “posibilidades estéticas”, como él mismo dice. De esta forma, el escepticismo, como en el caso de Borges, puede volverse una forma de esteticismo.
(5) El escepticismo es primeramente una posición gnoseológica, pero su importancia se extiende más allá del estrecho ámbito de la teoría del conocimiento e, incluso, de la filosofía teórica. En particular, el escepticismo tiene ramificaciones en el pensamiento político, además de promover un determinado tipo de postura en lo que reguarda a “los asuntos de la polis”. A este punto es importante recordar que el escepticismo es, sobre todo, una reacción contra el dogmatismo y, especialmente, contra su hijo más temible, el fanatismo. El escepticismo puede molestar al reformista, a quien cautelosamente trata de introducir cambios graduales en el mundo social con el objetivo de mejorar nuestra convivencia, pero lo cierto es que pocos son los hombres guiados por el sentido común. En toda sociedad abundan más bien los dogmáticos, quienes creen ciegamente en proposiciones que toman como verdaderas (“artículos de fe”) y que buscan imponer a los demás, incluso por medio de la violencia. En tal contexto, el escéptico es el contrapeso necesario al iluso, al creyente ciego y, sobre todo, al fundamentalista. Sería impensable una república de escépticos, pero –¡lamentablemente!– no una de dogmáticos, y la historia está plagada de totalitarismos inspirados en dogmas incuestionables.
El autor de El Aleph y de Otras inquisiciones es escéptico también en materia política. Incapaz de entusiasmarse por ninguna propuesta revolucionaria y profundamente desilusionado por la experiencia histórica de su país, Borges prefiere mantenerse a la distancia, usando las armas que posee, la crítica y la ironía, para buscar contrarrestar la influencia de tres de los grandes males políticos del siglo XX, el fascismo, el comunismo y el populismo. La necesidad de tomar partido frente a determinadas cuestiones insoslayables que lo tocan de cerca lo hace virar a veces al conservadurismo y a veces al anarquismo, pero siempre para retornar a su punto de partida, porque el orden conservador difícilmente se condice con sus inquietudes intelectuales y las agrupaciones anarquistas fácilmente desembocan en el uso nihilista de la violencia.
Hay silencios de Borges que son imperdonables, incluso para un escéptico. En todo caso, su mérito, si algún mérito le cabe en el ámbito político, es el de haberse mofado tanto de los gritos autoritarios dirigidos a diestra y siniestra como de los cantos populistas de sirena.