La ética es la disciplina filosófica que examina racionalmente nuestra moral. Los juicios valorativos («x es bueno», «y es malo», etc.) son parte de la moral. La tarea de la ética, entonces, consiste -entre otras cosas- en analizar nuestros juicios morales.
Ahora bien, hay juicios morales que pueden ser erróneos por basarse en un razonamiento incorrecto. Juan puede afirmar «tal cosa es mala» tras un razonamiento defectuoso (puede haberse equivocado al razonar, o basar sus consideraciones en supuestos erróneos, etc.). Aquí el ético deberá buscar el error y hacérselo ver a Juan, con la esperanza de que modifique su postura. («Antes creía que tal cosa era mala, pero ahora no.»)
Esta tarea es difícil, pero no imposible. Lo que es sumamente difícil es hacerle cambiar la postura a una persona cuando su juicio moral expresa una creencia atávica, un prejuicio, un tabú. Admitámoslo: pocas veces los seres humanos estamos dispuestos a tomar distancia de lo que espontáneamente hemos llegado a considerar demoníaco o, por el contrario, divino (o de lo que nos han enseñado a considerar demoníaco o divino).
Esto lo digo porque en mi libro sobre la eutanasia dedico cuatro capítulos a analizar críticamente los cuatro principales argumentos contra la eutanasia… pero tengo la sospecha de que quien afirma que la muerte voluntaria es un crimen o, incluso, una profanación, seguirá haciéndolo por más argumentos en contra que le ofrezca. O, por dar otro ejemplo, quien afirma sin más que la persona humana comienza desde el momento de la concepción, difícilmente va a cambiar de parecer tras dialogar con un filósofo. Ni en la Biblia está escrito que la persona comienza desde el momento de la concepción, ni esa fue tampoco la posición que siempre sostuvo la Iglesia. Pero hoy es la postura que mantiene intransigentemente el Vaticano. Una postura, desde mi punto de vista, irracional, dogmática, arbitraria. Pero, como sea, una posición que termina siendo adoptada por millones de personas y que determina fatídicamente el curso de muchas políticas sanitarias.
Me parece admirable que los seres humanos tengan convicciones morales férreas; lo que me parece terrible y descorazonador es que sean (¡que seamos!) tan poco propensos a pasarle el tamiz racional a esas creencias, siquiera muy de vez en cuando. Un padre un día le dice a su hijo: «Nunca hagas esto», y es probable que ese ser, de ahí en adelante, siga ciegamente la prohibición que escuchó.
Uno toma un libro como Tótem y tabú, de Freud, y se divierte y exaspera con los ejemplos que allí se dan: que en tal o cual tribu una cosa ridícula hubiera sido un tabú, que en tal o cual comunidad primitiva algo inocuo hubiera estado condenado con rigor, etc. Y luego uno cierra el libro y se pregunta: «¿Cuánto de irracional y arbitrario habrá en muchos de los juicios morales que hoy damos por evidentes?»
Es en tales momentos cuando veo la importancia del utilitarismo, del sistema ético que examina nuestras creencias en función de su racionalidad y su utilidad. Siempre podremos discutir qué es exactamente lo útil y lo beneficioso para el ser humano, pero cuán atinado parece el preguntarse por los beneficios de nuestras valoraciones y de nuestras normas. ¡Y cuánto coraje habrá supuesto la actitud utilitarista de un Jeremy Bentham en el mundo social prejuicioso y estigmatizador de su época!