Límites de la justificación ética del confinamiento

Como se imaginarán, Boris Johnson no es santo de mi devoción. Sin embargo, mientras ayer escuchaba sus anuncios, me quedé pensando si quizá esta vez no tendría razón. Me explico.

Hace unos dos meses atrás, yo y tantos otros veíamos al Reino Unido como un ejemplo a imitar: allí habían empezado sin demoras con la campaña de vacunación y no se habían enredado en las dificultades que complicaron las cosas acá en Europa. Así, mientras que nosotros estábamos aún reponiéndonos de los efectos devastadores de la cuarta ola, los británicos volvían a la ansiada normalidad: reabrían los negocios, los museos, las oficinas. ¡Qué envidia nos daba!

La interpretación –por cierto válida, tanto entonces como ahora– que yo y tantos otros hacíamos era más o menos esta: “No hay vuelta de hoja, casos como el del Reino Unido y el de Israel muestran a las claras que la salida de la pandemia está en realizar una campaña de vacunación rápida, amplia y bien orquestada”.

Unas semanas después, a medida que el cielo europeo iba mostrando los primeros rayos de un sol acogedor, empezaban a aparecer las primeras nubes sobre el horizonte británico: los efectos positivos de la vacunación en Europa sumados a los del confinamiento, y a pesar de los reveses iniciales, empezaban a dar sus frutos, al tiempo que las noticias que llegaban del oeste del Canal de la Mancha no eran tan buenas. ¿Qué pasaba? Básicamente, dos cosas.

En primer lugar, era cierto que el gobierno de Johnson había vacunado a un número impresionante de personas en solo poco tiempo, pero no lo habían hecho con las dos dosis. Con vistas a pinchar a todos, se prefirió usar los recursos para cubrir a la mayoría de la población con la primera dosis, dejando la segunda para más tarde, total, ¿quién sabe?

Esta estrategia, que en un primer momento dio buenos resultados (no podemos negarlo: los británicos pasaron a tener muy pocos muertos en tiempo récord), pronto empezó a mostrar sus falencias. La razón saltaba a la vista: la vacuna que mayormente se ha utilizado en las islas, la de AstraZeneca, alcanzaba la eficacia de arriba del 90 % solo cuando se aplicaban las dos dosis.

Ya entonces los epidemiólogos británicos advertían sobre el riesgo de dejar las cosas a mitad del camino: no vacunar a una población es algo reprobable, pero vacunarla a medias también lo es, porque si el virus llega a mutar puede adquirir una estructura que luego burle las defensas adquiridas gracias a la inoculación obtenida con tanto sudor. Y con esto paso directamente al segundo punto de los dos que señalaba.

Por suerte, no hubo una nueva variante surgida en el Reino Unido (después de la variante alfa ya no era necesaria otra variante inglesa). Sin embargo, la variante delta, la surgida en la India, la antigua colonia británica, se infiltró primero y se diseminó luego con un éxito rotundo por todas las islas británicas. Tan exitosa fue esta evolución, que delta en poco tiempo desplazó casi por completo a alfa.

De esta manera, a mediados de junio se encendía la luz amarilla en el Reino Unido: ¿cómo hacer ahora para acelerar y completar la vacunación de toda la población? ¿Va a ser necesario dar marcha atrás y reintroducir las medidas restrictivas? ¿No sería aconsejable incluso volver a alguna forma de confinamiento, del famoso “lockdown”, aunque sea por un par de semanas? Consulta va, consulta viene, y mientras tanto mirar bien de cerca qué pasa en otros lados, en los Estados Unidos, en la Unión Europea, en Israel.

¿Se acuerdan de la célebre frase de Jair Bolsonaro, pronunciada el 24 de marzo de 2020 desde el Palacio del Planalto, en la que comparaba el covid con una “gripezinha“? Bueno, hoy Brasil llora más de 530.000 muertos. Por supuesto que Boris Johnson no iba a permitirse ayer una metida de pata semejante, pero sí se arriesgó a comparar al covid con una gripe. ¡Atención!, no quiso decir “gripecita”, sino, como lo diríamos en el Río de la Plata, con “una flor de gripe”. Y, además, no lo dijo como su par brasilero a inicios de la pandemia, sino cuando el Reino Unido está viendo la luz al final del túnel.

Por eso, se los confieso, lo tomé en serio. ¿Y si esta vez Johnson tiene razón? Veamos. Por lo que sé, muchos epidemiólogos sostienen que el coronavirus o, para hablar con más precisión, este tipo de coronavirus, el SARS-CoV-2, no se va a borrar olímpicamente de la faz de la Tierra en los próximos meses o años. Es probable que el virus aprenda a convivir con nosotros y nosotros con el virus por años o, incluso, por siglos. Biológicamente hablando, tal cosa no sería nada nuevo. Sabemos, por ejemplo, que hay cuatro tipos de coronavirus, los que nos causan los resfríos cada invierno, que se han vuelto endémicos. Así que este es un escenario futuro imaginable para el SARS-CoV-2.

En lo personal, les cuento que yo ya me hice a la idea de que, de acá en adelante, probablemente hasta que me muera, año tras año voy a tener que ponerme la vacuna contra la gripe y, por qué no, la vacuna contra el covid. Así como los virus que nos causan cada año las molestas enfermedades del otoño y el invierno (el resfrío, la gripe) se han vuelto endémicos, lo mismo podría suceder con este nuevo virus, el SARS-CoV-2.

Ahora bien, como no soy biólogo ni epidemiólogo, quiero proceder del modo más cauto posible, porque sé que hay especialistas que afirman que el SARS-CoV-2, debido a su conformación, no tiene muchas chances de volverse endémico. Para esos científicos, mientras que la humanidad va a seguir en pie, al menos durante el siglo XXI, el nuevo coronavirus, después de hacer todos los estragos posibles, va a desaparecer para siempre. Hecha esta aclaración, paso al último punto.

Supongamos que Boris Johnson tiene razón, esto es, supongamos que podemos establecer lo siguiente: si una población como la británica, o como la griega, o como la española (recuerden que estamos razonando a julio de 2021), esto es, si una población cuenta con más del cincuenta por ciento de su gente vacunada con al menos una dosis, entonces, aunque no haya derrotado al virus, sí ha hecho que su letalidad haya disminuido de tal manera que de allí en adelante sea comparable con la de la gripe… al menos, para aquellos que se han inoculado con una dosis.

Porque, digámoslo sin rodeos, lo que vemos hasta ahora (insisto, hasta el 9 julio de 2021) es que en el Reino Unido, en Grecia, en España, el virus bajo la forma de la variante delta se ha vuelto a diseminar y con mucha energía. El número de contagios en estas tres sociedades (y bien podríamos incluir a otras) aumenta día a día… pero no aumenta, y esto es lo importante, el número de personas que terminan en terapia intensiva y mueren.

¿Adónde quiero llegar con todo esto? A que yo no estoy dispuesto a pagar el costo de un nuevo confinamiento. Perdón por ser tan sincero. Yo fui “a good boy” y acepté del mejor modo posible todo el paquete de restricciones surgidas de la primera ola y luego de las segunda y tercera olas (que vino la una encima de la otra). Cumplí con todo lo que había que cumplir y sufrí estoicamente. No quiero ningún premio, pero sí quiero resaltar que todo ello significó para mí, y de manera muy palmaria, dificultades y reveces no solamente físicos y psicológicos, sino también profesionales y económicos. Sigo con la lista de mis méritos: cuando me llegó el turno de ponerme la vacuna, acudí sin demoras y me puse las dos dosis en el plazo establecido. ¿Qué más tengo que agregar? Ah, sí, que he seguido cuidándome, eso ya lo incorporé a la vida cotidiana: desinfectarse las manos regularmente, mantener el distanciamiento, usar mascarilla.

Concluyo: yo hice mi parte, yo cumplí con mi “fair share” y espero que aquí en Grecia todos hagan lo que deben hacer, en particular ahora: ponerse la vacuna y seguir cuidándose. No cuesta nada (la vacuna acá como en los demás países sigue siendo gratuita y las mascarillas de tela se pueden lavar y reutilizar, como los calzoncillos o las medias). Ahora, si el gobierno griego en setiembre quiere volver a introducir medidas de confinamiento porque ya empezó a dibujarse la cuarta ola, hoy creo que, haciéndome eco de Boris Johnson, voy a ser uno de los primeros en poner el grito en el cielo. Por todo lo que sabemos, la variante delta no va a matar a los que se vacunaron (si yo me llegara a contagiar, lo más probable es que, en el peor de los casos, desarrolle un estado parecido al gripal). En cambio, si alguien no se vacunó y se contagia, es probable que ese sí termine en el hospital y, semanas más tarde, en el cementerio. Pero un gobierno no puede condicionar la vida de la población porque un sector se niega a ponerse la vacuna y para colmo se niega por motivos descabellados. Lo repito una vez más: en Grecia hay vacunas y de sobra. Uno puede elegir la que quiere ponerse y el día y la hora que le quede cómodo. No cuesta un centavo. Así que si alguien no se pone la vacuna es realmente porque no quiere (incluso ya hay servicios que van a las casas a vacunar a los enfermos postrados en la cama, que obviamente no pueden ser trasladados a un centro de vacunación).

Como liberal que soy, respeto a todos los “no-vaxxers”, pero su negativa no puede condicionar de ahora en más mi futuro y el futuro de mis seres queridos. ¿No quieren vacunarse porque en la vacuna se esconde el diablo o se condensa lo peor del capitalismo? Que no se vacunen, nadie los obliga. Pero yo no quiero volver a encerrarme en mi casa por meses para que no terminen intubados en un hospital público, que aparte mantengo con los impuestos que pago. Todos somos libres de pensar lo que se nos cante, pero esa libertad va acoplada con la responsabilidad.

Acerca de Marcos G. Breuer

I'm a philosopher based in Athens, Greece.
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