Este va a ser el último post dedicado a comentar el libro de T. Devos sobre la eutanasia en Bélgica o, mejor dicho, sobre la “otra cara” de la eutanasia en Bélgica, la que quieren evidenciar los opositores a esta práctica. Primero voy a decir unas palabras acerca de los dos ensayos finales de la colección y luego voy a sacar algunas conclusiones.
Los dos ensayos en cuestión son: “Resisting” (“Resistiendo”), de la doctora Julie Blanchard, especialista en medicina paliativa, y “Behind the scenes of euthanasia” (“Los entre bastidores de la eutanasia”), del enfermero François Trufin, especializado también en paliación. Ambos artículos tienen muchos puntos en común, lo que me permite tratarlos conjuntamente.
Básicamente, ambos autores se resisten a pensar no solamente que la eutanasia pueda ser una alternativa de fin de vida, sino también que sea un recurso simple y libre de complicaciones, complicaciones sobre todo psicológicas (obviamente para los que quedan vivos: parientes, amigos, profesionales de la salud).
La argumentación de los autores consiste sobre todo en un cúmulo de experiencias personales y profesionales: gracias a la entrega, la dedicación y el profesionalismo que ellos poseen es posible crear condiciones casi ideales para que el paciente terminal halle suficiente bienestar físico, contención psicológica y apoyo espiritual, de modo que no quieran recurrir a la eutanasia (o que ya no quieran recurrir a ella, si ha hecho la primera solicitud).
Frente a testimonios como los de Blanchard y Trufin (y aquí no tengo problemas en suponer que ambos han actuado todo este tiempo de buena fe), no puedo sino repetir lo que ya sostuve en las entradas anteriores: ¡ojalá todos los profesionales de la salud mostraran la misma predisposición! Si en nuestro mundo hubiera más “santos”, esto es, si hubiera más personas entregadas plenamente a su vocación de servicio –no importa ahora si por motivos religiosos o simplemente humanitarios–, seguramente necesitaríamos muchos menos leyes y muchos menos recursos, no solamente para regular la fase final de nuestras vidas, sino todas las dimensiones de nuestra existencia.
Lamentablemente, la realidad social es muy distinta de aquel anhelo, los santos no abundan y el amor es un recurso más escaso que el oro. Es más, como el ser humano tiende más a la brutalidad que a la santidad, tiene más de diablo que de ángel, yo personalmente me conformaría si pudiéramos evitar tan solo la guerra de todos contra todos. Si lográramos no matarnos entre nosotros ni hacernos la vida insufrible, esto es, si alcanzáramos tan solo la paz y la tolerancia, creo que ya habríamos logrado mucho, tal vez todo lo que podemos esperar del Homo sapiens.
Hay otro aspecto que quisiera indicar (y repito: doy por descontado que ambos autores ofrecen testimonios auténticos). El punto es que si vamos a traer a colación historias personales con un final feliz debido al empeño puesto por el personal de la clínica de cuidados paliativos, también podríamos hacer lo mismo con historias tomadas de gente que, con todo el respeto y el acompañamiento que se merecen, deciden ponerle un punto final a sus vidas cuando ven que “la cosa ya no va más”. Tanto los pro-life como los pro-choice tienen historias exitosas por contar.
Estoy de acuerdo con Trufin en que practicar la eutanasia (estamos hablando siempre de la eutanasia voluntaria, no de la impuesta) es un acto difícil, un acto que no puede serle indiferente a ningún médico, un acto que le va a causar al profesional más de una noche de insomnio. Por eso en muchos países, dicho sea de paso, existe el recurso al suicidio asistido como alternativa a la eutanasia, ya que aquí el “gesto final” lo realiza el mismo moribundo, aliviando así el peso que el profesional de la salud pueda llegar a sentir. Pero personalmente no puedo creer que las alternativas, aún tan frecuentes, que resultan de la obstinación terapéutica, no causen mayor trastorno al médico o al enfermero. ¿Acaso mantener artificialmente en vida a un paciente terminal en la sala de terapia intensiva no nos genera ningún trauma y sí lo hace el ayudarlo a morir antes de entrar en ese largo túnel sin salida?
Por último, el punto más controvertido de ambos ensayos está en la declaración según la cual la sedación terminal (lo pongo de este modo algo brutal para no perderme en eufemismos) es algo permisible y hasta recomendable, mientras que la eutanasia es un acto homicida. En entradas precedentes he tratado esta cuestión bastante espinosa y sigo sosteniendo mi posición inicial. Diga lo que se diga, para mí la sedación terminal es una manera “light” de practicar la eutanasia: casi todos aquellos opositores a la muerte voluntaria terminan recurriendo a la “eutanasia soft” que es, al fin y al cabo, la sedación final. Sé que debería matizar mi posición porque “no es tan así la cosa”, pero lo dejo tal cual por motivos de espacio.
Quisiera concluir con la siguiente reflexión general. El libro editado por T. Devos es una colección de artículos muy personales, con historias de vida dignas de nuestra atención y nuestra consideración. Vale la pena leerlo, aunque no todos los capítulos estén bien escritos y abunden las repeticiones. Estrictamente hablando, no es un libro filosófico: los argumentos contra la eutanasia han cedido su lugar a las experiencias personales, íntimas. Los autores no buscan la polémica; más bien, se proponen inspirar al lector, mostrarles que la entrega y la dedicación pueden operar milagros en el paciente terminal o que, cuanto menos, son una alternativa a la muerte voluntaria.