La eutanasia en Bélgica (quinta parte)

El ensayo de Marie Frings lleva por título: “Surrendering to or inducing death: artificial feeding as paradigm”. Si me permiten un retoque, en español sería: “¿Rendirse a la muerte o inducirla? La alimentación artificial como paradigma”.

El conjunto de casos clínicos que discute esta intensivista belga es algo más acotado que el de los capítulos anteriores, ya que aquí se trata específicamente de pacientes hidratados y alimentados de manera artificial, ya sea mediante una sonda nasogástrica o mediante una sonda PEG (o sea, la sonda que se inserta directamente por la pared del estómago tras una operación llamada gastrostomía).

En las últimas décadas, la cuestión de la alimentación artificial (“tube feeding”) ha generado muchos y enconados debates bioéticos, debido a que tomar agua y comer parecen ser, por lo pronto, la cosa más natural del mundo. Ahora bien, alimentar a otro, ¿es siempre algo simple y obvio? La respuesta es no. En nuestro mundo tecnologizado, hasta los aspectos considerados tradicionalmente simples, obvios o naturales de la existencia humana han perdido ese carácter.

La cuestión puntual que se plantea en este contexto puede formularse de esta manera: la alimentación asistida gracias a la tecnología médica actual, ¿es parte del cuidado de un paciente o es más bien un tratamiento?

Como se recordará, en el ámbito bioético hay una diferencia enorme entre estas dos expresiones: cuidados básicos y tratamientos médicos, porque los primeros forman parte de nuestra moral cotidiana y los segundos entran en el ámbito específico de la ética médica. Cuando una madre le da a su bebé la papilla, está realizando un acto cotidiano: así cumple con su deber maternal. Pero cuando esa misma persona, ahora en calidad de médica, le introduce una sonda a un paciente en terapia intensiva para nutrirlo, su acto ya no es ordinario sino extraordinario, y más que parte del normal cuidado de otro ser humano, lo suyo es uno de los tratamientos médicos que se le pueden ofrecer al paciente.

Para decirlo directamente: toda vez que un acto es un tratamiento médico, esto es, una acción compleja, artificial y extraordinaria, en situaciones normales necesitamos el consentimiento del paciente, ya que este tiene el derecho a rechazarlo o bien a interrumpirlo, de haber comenzado.

En general, estoy de acuerdo con el enfoque de Frings: debemos superar la dicotomía que se ha instalado en bioética entre aquellos que, por un lado, consideran que siempre es buena y necesaria la alimentación (sea natural o artificial) y aquellos que, por otro, la demonizan, porque podría ser una “puerta trasera” mediante la cual se burle la autonomía del paciente. La clave está, tal como insiste la autora, en determinar cuán razonable o irrazonable puede ser el iniciar o bien el continuar la alimentación por sonda en un paciente. Y esa razonabilidad está en función de tres factores: el deseo del paciente, las consideraciones del médico y los intereses de los familiares del paciente.

Según nos confiesa Frings, es muchas veces una tarea ardua la del médico, que debe intentar conjugar esos tres factores: que se haga lo que quiere el paciente, pero teniendo también presente la recomendación médica y el parecer de los familiares. (No es raro el caso, por ejemplo, de aquellos parientes del enfermo que quieren que “el abuelito” o “la abuelita” siga siendo mantenido en vida gracias a la alimentación artificial, cuando el paciente mismo se ha manifestado en contra y el médico no ve proporcionalidad entre el esfuerzo terapéutico que se está haciendo y el resultado –magro– que podrá seguir esperándose.)

En tanto lector del libro editado por Devos sobre la eutanasia en Bélgica, me llamó la atención que se incluyera este artículo en la antología, ya que por su especificidad y su conclusión en cierta medida desentona del resto. Después de reflexionar un poco, creo que la motivación subyacente es esta: se incluyó este ensayo para mostrar que se puede ser un opositor decidido a la eutanasia y, sin embargo, entender que la nutrición artificial es un tratamiento médico que puede ser rechazado, como cualquier otro tratamiento que se considere inútil. En otras palabras, me inclino a pensar que la decisión del editor ha sido dejar en claro que el grupo de los “pro-life” no está indefectiblemente a favor de realizar cualquier acto que prolongue la vida del paciente, cueste lo que cueste.

Concluyo mencionando dos aspectos más generales. Por un lado, comparto plenamente la opinión de la autora según la cual tiene poco sentido discutir cuestiones de bioética de manera abstracta; debemos dar amplio espacio en nuestros debates a la “narrative ethics”, esto es, a la ética basada en historias que nos brindan los casos concretos. Sin embargo, disiento de Frings cuando supone que no necesitamos una jerarquía de principios éticos, relativamente independiente a la dimensión contextual (la “normative ethics”). Porque, ¿qué pasa si las tres dimensiones que ella resaltaba entran en conflicto? Los ejemplos que Frings trae a colación en su texto tienen siempre un “final feliz”, en el sentido que las partes llegan a un común acuerdo, pero ese, huelga decirlo, no es siempre el caso. Si bien no me voy a extender más aquí, para mí la dimensión de la autonomía del paciente tiene prioridad sobre las restantes consideraciones, tanto las del médico como las de los allegados, y ese es el pilar de toda teoría normativa.

Acerca de Marcos G. Breuer

I'm a philosopher based in Athens, Greece.
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