Las cifras anunciadas ayer a la tarde por el ministerio griego confirman la tendencia de las últimas semanas: la curva del coronavirus no sube, pero tampoco baja. El número de intubados sigue siendo preocupantemente alto para las autoridades y nos vamos acostumbrando al centenar de muertes diarias por COVID. Lo único esperanzador es que el número de nuevos infectados tiene una leve tendencia a la baja.
Para el ciudadano de a pie todo esto se traduce en una perspectiva más que probable: el gobierno va a extender la cuarentena hasta después de las fiestas de fin de año, y a principios o mediados de enero se verá. Los chicos seguirán sin ir a la escuela y siguiendo mal que mal el programa escolar por la pantalla de sus tablets, los adultos continuarán trabajando a distancia, si es que la empresa no los ha puesto en el programa que aquí conocen como “anastolé ergasías” (αναστολή εργασίας, o sea, quedar cesante en casa, cobrando los 800 mensuales dispuestos por el gobierno, a la espera que se reabra plenamente la economía), y los viejos, ya se sabe: solos y en casa, porque además empezó el frío.
¿Abrirán los negocios al menos unos días antes de la Navidad para vender los productos navideños? ¿Y les permitirán a las iglesias celebrar las misas festivas? ¿Y se podrán reunir las familias griegas a comer juntos en la Nochebuena? Parece que no, que con las cifras que se barajan la cosa no da para aflojar el lazo. Permitir un poco de libertad y de normalidad para las fiestas podría pagarse luego muy caro, en particular, con un enero de hospitales repletos de enfermos, con unidades de terapia que no dan abasto y tienen que dejar morir a los que están esperando fuera con una neumonía asfixiante. Así que pasaremos las Navidades más raras en décadas, tal vez comparables, si es que vale esta comparación, a las que se celebraron en los años más sangrientos de la Segunda Guerra Mundial.
Pero, sin duda, no hay que pasar por alto el “efecto desgaste”, el hecho de que la gente se termina cansando de la cuarentena (o, directamente, no resiste más a tanto encierro, por el motivo que sea) y empieza a relajar la observancia de las medidas. Ayer, por ejemplo, salí a caminar por un parque que hay cerca de casa con mis dos hijas. Nos sorprendió el hecho de que la avenida Basilissis Sofías tuviera tanto tráfico; es más, en el momento que debíamos cruzar, se había formado un embotellamiento largo de un semáforo a otro. ¿Adónde van todos estos?, nos preguntábamos. ¿Todos estos están volviendo del trabajo porque sus empresas, afortunadamente, no han cerrado ni les han impuesto el home office? ¿O están yendo a socorrer a algún pariente muy necesitado? En los primeros días de esta segunda cuarentena se veían patrulleros, que si bien casi no controlaban, al menos “asustaban” con el despliegue de sirenas. Ahora nada. ¿Será que la policía también está aflojando las riendas, no vaya a ser que tanto control infructuoso termine por mellar su autoridad?
No sé a ciencia cierta, lo mío no son juicios fundados en pruebas sino simples observaciones, una mini “historia personal de la pandemia”.
Otra cosa que quisiera aclarar es esta. Sin querer justificar ninguna rebeldía, no puedo dejar de expresar una duda que me da vueltas en torno al cerebro con la insistencia de un moscardón: ¿vale la pena semejante esfuerzo colectivo, el esfuerzo que estamos haciendo todos, las pérdidas económicas, el desgaste físico y mental, la degradación de la vida social, etc., para que, al fin y al cabo, nadie que lo necesite se quede sin su cama en la terapia intensiva? ¿Todo esto por algo, aparentemente, tan minúsculo?
¡Atención! Soy perfectamente consciente de que un laissez faire en materia sanitaria, un dejar que cada uno sigua viviendo como vivía y que solo se resguarden en cuarentena los que se consideran a sí mismo parte del “sector vulnerable”, es un modelo difícilmente sostenible. Ni los Estados Unidos ni Brasil, países en los que ha habido muchas menos restricciones que en Europa, son ejemplos dignos de imitarse. Simplemente lo que quiero hacer notar es que no hay opciones sin costos. Tal vez sea “humano” o “justo” que no dejemos morir a enfermos graves de COVID, pero la cuarentena implica una pérdida en lo que hace, al menos, a la calidad de vida de toda la población innegable y que todavía no hemos podido cuantificar. (Los seres humanos somos enteramente sugestionables: nos rebelamos y hacemos cuanto esté a nuestro alcance para evitar la muerte desgarradora de una persona, mientras podemos dejar que mueran diez de nuestros semejantes sin levantar un dedo, mientras esas muertes ocurran lenta e imperceptiblemente.)