El lector de las entradas anteriores, que ha seguido mi tesis según la cual los valores morales son nada más ni nada menos que propiedades semánticas de nuestro lenguaje, podrá preguntarse ahora cuál es entonces la naturaleza del lenguaje humano. ¿Qué es el lenguaje? ¿Y cómo puede ser que el lenguaje esté compuesto de dimensiones muy diferentes entre sí, aunque a veces complementarias?
Las cuestiones que tienen que ver con el origen, la evolución, la naturaleza y las funciones de nuestro lenguaje son unas de las más antiguas y de las más complejas de la filosofía. En este momento no deseo embarcarme en esa dirección a la que nos ha llevado el análisis de los valores morales; antes quiero examinar si hay alguna diferencia esencial entre los valores morales y los valores extramorales, esto es, los estéticos y religiosos.
Mi posición es que, en lo que se refiere al origen de los valores estéticos y religiosos, no hay ninguna diferencia: todos ellos se basan en propiedades semánticas de nuestro lenguaje. Empecemos con los valores estéticos.
Decir, por ejemplo, que este cuadro de Van Gogh es bello es atribuir determinado valor estético (el valor de la belleza) a una pintura del conocido pintor holandés. Para seres sin un lenguaje complejo como el humano, como los gatos y los perros, el cuadro no es ni bello ni feo, pero para los amantes de la pintura impresionista, el cuadro será sumamente bello.
La belleza, el valor de lo bello, no está “dentro” del cuadro mismo, ni tampoco emana del hecho de que esa pieza de formas y colores tan particulares “participe” de un Valor suprasensible (lo Bello), tal como pretendía Platón.
El hecho de hacer radicar los valores en propiedades semánticas de nuestro lenguaje tiene una inmensa ventaja: nos permite explicar la diversidad y la relatividad de los valores. Para un clasicista la pintura de Van Gogh va a ser fea, del mismo modo como para un impresionista el arte clásico ya había dejado de ser bello. No es que unos se equivoquen, mientras que otros estén en lo cierto: ambos juzgan (valoran) un hecho determinado en referencia a esquemas valorativos que han ido adquiriendo desde la niñez. Quien ha crecido y madurado dentro del clasicismo, difícilmente podrá valorar como bello a un cuadro impresionista, y lo mismo vale para los impresionistas. (Son pocas las mentes lo suficientemente abiertas que pueden atribuir belleza u otros valores estéticos a las obras de arte que no encajan estrictamente en sus esquemas valorativos. A falta de apertura mental, lo mejor es la tolerancia, de gustibus non est diputandum.)
Con los valores religiosos, especialmente con el par de categorías contrapuestas sagrado/profano, sucede algo bastante parecido. Decir, por ejemplo, que un objeto determinado es divino, no es más (ni menos) que asignarle un valor religioso positivo a ese objeto. Las valoraciones religiosas, tal como las valoraciones estéticas y las morales, se fundan en propiedades semánticas de nuestro lenguaje.
Para mí, ha habido dos grandes problemas en la cultura humana. La primera ha sido el platonismo, esto es, la creencia en que los valores son entidades suprasensibles. Los valores, insisto, no son cosas, ni sensibles ni suprasensibles, sino que son evaluaciones que hacemos respecto de las cosas del mundo en términos de bueno/malo, bello/feo, sagrado/profano, gracias a determinadas propiedades semánticas de nuestro lenguaje. (Acá también puede mencionarse al positivismo, la reacción extrema al platonismo, que, en su furia por negar toda dimensión suprasensible, creyó necesario eliminar la esfera de los valores.)
El segundo gran problema es la incapacidad para entender (y aceptar) la pluralidad de las valoraciones, ya sean éticas, estéticas o religiosas. Quien hace valoraciones distintas de las mías no está en el error, sino que juzga desde marcos de referencia diferentes de los míos, marcos que ha ido internalizando desde su nacimiento y que por lo tanto difícilmente podrá quitárselos de un plumazo.