En su sentido elemental, igualitarismo es la doctrina filosófica que sostiene que es bueno que en la sociedad reine la igualdad entre los ciudadanos –o, si se quiere, que reine la mayor igualdad posible entre los ciudadanos–. Claro que aquí no se entiende la igualdad ante la ley, algo que los liberales consideran también constitutivo de su filosofía. Tampoco se refiere a la igualdad política, por la cual todos los ciudadanos adultos pueden votar e incluso pueden postularse a cargos electivos.
La igualdad a la que acá se hace referencia es de otro tipo, es la igualdad “material”, no puramente “formal”.
Sería demasiado simplificador si afirmara que lo que busca el igualitarismo es, por sobre todo, la igualdad económica. La razón es muy simple: es dinero no lo compra todo. Si todo pudiese adquirirse con el dinero, la cosa sería más sencilla. Pero la posición social o el poder no dependen únicamente del dinero.
Con esto llegamos a la conclusión que para el igualitarismo es bueno que los principales recursos sociales (económicos, políticos, sociales, educativos, culturales, etc.) estén distribuidos lo más parejamente entre los individuos.
Ahora bien, si eso es bueno, si ese estado de cosas puede considerarse un valor moral positivo, entonces de allí puede derivarse una máxima: debemos hacer lo posible por lograr una sociedad igualitaria.
Quisiera notar también que para el igualitarismo el valor de la igualdad es una suerte de artículo de fe: funda una doctrina pero él mismo carece de fundamento racional. Uno siempre le puede preguntar al igualitarista por qué es bueno que reine la mayor igualdad posible entre los ciudadanos, pero cualquier respuesta que nos dé va a ser filosóficamente hablando insatisfactoria.
Filosóficamente justificable es, por ejemplo, la proposición según la cual es justo contar con un mínimo de bienestar social y material. Ya mostré en algunas entradas anteriores cómo, haciendo uso del contractualismo, podemos defender un cierto “Estado social mínimo”. Los niños deben poder contar con igualdad de oportunidades. Pero de este Estado social mínimo a la sociedad que imaginan los igualitaristas hay mucho trecho.
Más allá de la fe casi religiosa que tienen los igualitaristas, otro aspecto de su doctrina está dada por el énfasis en el primado de la igualdad. Porque la igualdad a la que aspiran no es solamente un valor más (entre muchos otros), sino que constituye el gran valor que opaca a todos los restantes y los pone en un segundo lugar. En otras palabras: para los igualitaristas es necesario realizar una sociedad en la que reine la Igualdad (así, con mayúscula), incluso cuando eso implique el sacrificio de otros valores. Los igualitaristas preferirán una sociedad de ciudadanos parejos, aun cuando haya que sacrificar la eficiencia, la innovación, la riqueza, etc. Si son consecuentes, los igualitaristas deberían preferir una comunidad de pobres (pero iguales) a una sociedad en la que haya menos pobres, pero mucha desigualdad entre pobres y ricos; los maestros igualitaristas deberían elegir una clase con alumnos uniformemente mediocres a otra con algunos alumnos mediocres y otros descollantes, etc.
Esta última observación la hago teniendo en mente algunas posiciones filosófico-políticas que defienden una pluralidad de valores y que buscan compatibilizar las exigencias normativas de unos con las de otros. En este sentido, John Rawls no puede ser considerado un igualitarista, porque su famoso “principio de la diferencia” introduce la desigualdad como manera de fomentar la eficiencia (y con ello la producción global de una sociedad, gracias a lo cual después “hay más para repartir”).
Dicho de otro modo: algunos pensadores tratan de conjugar la igualdad con otros valores, por caso la eficiencia, la innovación, la productividad, etc. Lograr una sociedad entre ciudadanos iguales bajo todo punto de vista requiere sacrificios que no todos estamos dispuestos a hacer.
Otro aspecto a señalar es que el igualitarismo hace suya una concepción de la justicia bastante controversial. Hay casos es que es bueno ser igualitarista; allí nuestra noción de justicia se aproxima a la idea de que lo mejor es que todos reciban lo mismo. Si tengo que cortar la torta de cumpleaños, lo mejor que puedo hacer es partirla en porciones iguales. Nos parece justo que cada niño invitado reciba el mismo pedazo, sin entrar en ningún tipo de consideración adicional. Pero si al día siguiente debo repartir el guiso entre mis hermanos, voy a entender que es más justo que aquellos que estuvieron trabajando en las fatigosas labores del campo reciban una porción más grande que aquellos que se quedaron holgazaneando. El mérito y la necesidad son dos aspectos que nos obligan a repensar la noción más básica de justicia como igualdad absoluta.
Hay varias objeciones contra el igualitarismo y algunas de ellas fueron ya aludidas en los párrafos anteriores. Por lo pronto, nos parece que no es correcto sacrificar todos los restantes valores de una sociedad ante el altar de la diosa Igualdad. Por otra parte, nuestras intuiciones morales de la justicia solo en muy pocos casos apoyan el igualitarismo total; por el contrario, nos parece mucho más adecuado dar espacio a los aspectos que atañen al mérito y a la necesidad. Difícilmente la justicia pueda reducirse a una simple fórmula aplicable a todos los casos.
Pero hay una objeción que tal vez debería ocupar el primer lugar. Es la objeción que formula John L. Mackie. Según este autor, el igualitarismo se basa sobre un supuesto antropológico insostenible, concretamente, sobre el supuesto de que todo ciudadano podrá y querrá darles a los intereses de los otros el mismo peso que les dan a sus propios intereses. Y esto, antropológicamente hablando, es un disparate. Mackie podría aceptar el que hay algunos seres excepcionales en toda sociedad, una suerte de profetas, para los cuales el bienestar de los otros es tan o más importante que el bienestar propio. Pero de allí no se puede pretender que todos los miembros de una comunidad, cualquiera sea, vayan a pensar y mucho menos a actuar de esa forma. Para Mackie, todo lo que le podemos exigir a un ciudadano es que regule de tal manera la búsqueda de sus intereses que sea compatible con la búsqueda de los intereses de los otros. No es malo ser abnegado –todo lo contrario–, pero es descabellado suponer que todos están en condiciones de serlo. La naturaleza humana no será monstruosamente egoísta, pero tampoco es igualitarista.