La cuestión del aborto y el síndrome de Down

(1) No tengo dudas en afirmar que en principio (y aquí subrayo: en principio) la diversidad es una cosa buena. “Il mondo è bello perché è vario”, se dice en italiano.

Claro que la diversidad puede abarcar ámbitos muy distintos, desde la diversidad de especies (de plantas, de insectos, de vertebrados) hasta la diversidad de formas de vida, en el ámbito estrictamente humano.

Cuando subrayaba que solo en principio podemos afirmar que la diversidad es algo positivo, me refería a aspectos como este: el que haya desaparecido la esclavitud sobre la faz de la tierra (al menos, formalmente) es para mí algo moralmente encomiable, por más que con ello se haya vista reducida la diversidad cultural. El que haya en nuestro mundo dictadores, ladrones y asesinos no es algo que celebremos porque así se incrementa lo diverso de nuestro mundo.

En consecuencia, la máxima podría ser reformulada de esta manera: “En principio, la diversidad es una cosa buena, mientras las acciones y las formas de vida que la constituyen no sean moralmente reprobables.”

Ahora bien, la cuestión que hoy quiero tratar, una cuestión sumamente delicada, es la de si la discapacidad constituye una forma de diversidad que debamos aceptar, aprobar e incluso defender.

Quiero desde ya evitar que se me malentienda. Nuestro mundo, hoy por hoy, está lleno de seres humanos que podemos denominar “diversos” debido a distintos tipos de discapacidad, sean congénitas o no: tenemos ciegos de nacimiento, tenemos niños con síndrome de Down, tenemos ancianos que, debido a la edad, sufren diversos grados de demencia, tenemos adultos que a raíz de un accidente automovilístico han quedado lisiados de por vida, tenemos hombres y mujeres obesos que no entran en las butacas del cine ni en los asientos de los aviones, etc. ¿Qué debemos hacer acá como sociedad, esto es, como conjunto de sujetos morales?

En primer lugar, debemos procurar que nadie sea (ni se sienta) discriminado a causa de esa discapacidad/diversidad. Debemos, en otras palabras, crear una cultura de respeto, de tolerancia y de inclusión. En segundo lugar, lo que debemos hacer como sociedad es buscar activamente medios para que esas personas, o bien puedan curarse y dejar atrás enteramente esa discapacidad, o bien puedan –cuando eso no sea alcanzable– vivir del modo más “normal” posible (para que sus vidas sean así lo más reconfortante posible).

Pongo un ejemplo. Si mi vecino ha quedado inválido, confinado a una silla de ruedas, a causa de un accidente, mi primer deber es respetar y aceptar su situación tal como es, permitiendo que se integre –o se reintegre– lo mejor que pueda a vida diaria. Por otro lado, como sociedad podemos y debemos hacer lo que esté a nuestro alcance para remediar esa situación, por ejemplo, contribuyendo al desarrollo de la medicina, la ortopédica, la biotecnología, etc. Porque, lo digo sin rodeos, creo que la mejor muestra de consideración moral que le podemos brindar a este vecino es que como sociedad se le pueda ofrecer un tratamiento para que vuelva a caminar como antes, sin necesidad de silla de ruedas.

Resumo lo dicho hasta ahora: diversidad es un concepto muy amplio y hay que distinguir los distintos tipos de diversidad antes de afirmar sin más que son buenos. En lo que respecta al mundo humano, la diversidad que llamará “moral” es algo malo: prefiero un mundo menos diverso, pero sin dictadores, ladrones y asesinos. La diversidad de formas de vida, en cambio, es algo en principio positivo: la diversidad de intereses profesionales, la diversidad de orientaciones sexuales, la diversidad de opiniones políticas y religiosas, etc., enriquecen la cultura humana y expanden nuestras posibilidades de realización. Por último, la diversidad que proviene de una discapacidad, sea física o mental, sea innata o adquirida, sea transitoria o permanente, es algo que nos coloca ante una situación mucho más compleja. Por un lado, tenemos el deber de aceptar esa diversidad y de buscar integrar a esas personas “diversas” en el mundo social cotidiano (laboral, barrial, etc.); por otro lado, nos urge desarrollar nuestra ciencia y nuestra tecnología para que, si así lo desean, esas personas puedan lograr el goce pleno de las facultades físicas y mentales que consideramos “normales”.

(2) Hay personas que, digámoslo así, en su vida han tenido la suerte de no sufrir en carne propia ninguna discapacidad, ni siguiera pasajera. Esas personas, a veces, no saben lo que significa vivir con problemas físicos o mentales, y por consiguiente tienden a no darle la importancia debida al tema que estamos discutiendo. Por otro lado, hay personas que toda la vida han convivido con una o varias discapacidades, o en su familia hay un miembro discapacitado. Estas personas, por el contrario, tienden a veces a ser demasiado susceptibles a un análisis filosófico de las condiciones que enfrentan. Una que otra vez me he encontrado frente a un rechazo virulento a cualquier tratamiento racional del tema. Claro que la razón es comprensible: por más que nuestra sociedad se precie de proteger la diversidad, lo cierto es que sigue siendo muy difícil, aún en pleno siglo XXI, vivir como “diverso/discapacitado”.

Esto lo aclaro porque mi deseo no es herir la susceptibilidad de nadie, sino examinar adónde nos llevan nuestras intuiciones morales. Para ello, propongo el siguiente experimento mental. Imaginemos que un grupo de científicos y de médicos logra desarrollar una serie de procedimientos costosísimos pero efectivos para restituirles a todos los seres humanos la visión. Supongamos también que todos los gobiernos del mundo, a pesar del costo del tratamiento, aceptan una moción de la ONU para que ese tratamiento se vuelva un servicio sanitario universal, público y gratuito. ¿Podría entonces oponerse alguien, diciendo que tal medida sería un atropello a la diversidad, ya que a partir de ese año no habría más no videntes en el mundo?

Personalmente, por más que acepto el hecho de que un no vidente pueda tener una vida interior y una existencia cotidiana tan o más rica que un ser humano común y corriente, me niego a creer que pueda rechazar la facultad de la visión si ese tratamiento se vuelve disponible, alegando una merma en la diversidad del mundo.

Quiero dar ahora una vuelta de tuerca más al asunto, para acercarme al tema que me ocupa, el del aborto y el síndrome de Down. De nuevo propongo un experimento mental para “testear” nuestras intuiciones morales.

Supongamos ahora que en un par de décadas, no mucho más, la genética y la medicina reproductiva van a haberse desarrollado tanto, que sea posible con una altísima probabilidad de éxito fecundar in vitro e implantar en el útero de una mujer cualquier óvulo disponible. Supongamos que nuestros conocimientos y métodos de análisis en genética se han expandido igualmente tanto, que sea posible a las pocas horas de fecundado un óvulo conocer con bastante certeza las posibles malformaciones congénitas, incluido el síndrome de Down, que acarreará el embrión y luego el feto. Ahora bien, una pareja que desea tener un hijo va a una de estas clínicas ultramodernas y en un breve tiempo tienen ya dos probetas listas, a y b. El único tema es que mientras que a contiene un óvulo fecundado que, tras todos los análisis, ha mostrado ser “normal”, b en cambio tiene un óvulo fecundado del cual, con gran probabilidad, nacerá un niño con síndrome Down. Supongamos que la pareja no quiera o no pueda tener dos niños y que tampoco desee someterse a un procedimiento aleatorio (tirar una monedita para ver cuál óvulo implantar). ¿Alguien puede decir sinceramente que si la pareja se decide por a está con ello cometiendo un atropello a la diversidad humana?

Esto lo digo porque en la discusión en torno a la legalización del aborto que se está llevando a cabo en Argentina en estas semanas, pero también en países como los Estados Unidos (en parte por la posición ultraconservadora que en estas cuestiones adoptó el presidente Donald Trump), un argumento que se esgrime es este: permitir el aborto es una forma de atentar contra la diversidad. Los sectores que representan los intereses de las personas con síndrome de Down y con otras malformaciones genéticas sostienen que el aborto se ha convertido en una manera de efectuar la eugenesia.

Vayamos por parte. Sabemos que en Europa, el 90% de las embarazadas que descubren, gracias por ejemplo a la amniocentesis, que el feto presenta signos de alteración cromosómica, interrumpen el embarazo. En Estados Unidos, debido a que esta técnica diagnóstica no está cubierta siempre por las obras sociales, la cifra es algo menor, aunque sigue siendo elevada; se calcula que ronda entre el 75% y el 80%. La propuesta que se baraja en Argentina, entonces, es la de bajar el número de semanas dentro del cual podría llevarse a cabo un aborto, pasando de la semana 14 a la 12, para que entonces no sea posible realizar “a tiempo” la amniocentesis. (Aclaro que es peligroso realizar esta técnica durante las primeras semanas de embarazo, por eso las parejas la efectúan en el segundo trimestre; además, en los primeros tres meses no se dispone aún de la cantidad de líquido amniótico que sería necesario extraer.)

Pero esta última propuesta, para mí, solo puede interpretarse –en el caso argentino– como una búsqueda de compromiso para que finalmente se apruebe la ley “y luego se verá”. Porque lo cierto es que con ello ni se aborda el problema de fondo (cómo vamos a entender en términos filosóficos la incapacidad) ni tampoco se evita gran cosa, ya que ahora mismo se están desarrollando nuevas técnicas diagnósticas que no solamente son menos invasivas que la amniocentesis, sino que pueden ser llevadas a cabo en el primer trimestre del embarazo. (Con lo cual el escenario futuro que planteaba más arriba deja de ser un experimento mental peregrino.)

(3) Para concluir, mi posición respecto al tema del aborto y el síndrome de Down es la siguiente:

  • En primer lugar, como sociedad tenemos el deber de respetar y aceptar a todas las personas, posean un síndrome como el de Down o de otro tipo. Además, debemos procurar que esas personas lleven una existencia lo más satisfactoria posible, ofreciéndoles educación especial, puestos de trabajo organizados según sus capacidades, inserción social, etc.
  • En segundo lugar, en el seno de una sociedad liberal, no es posible obligar a una mujer (o a una pareja) a tener un hijo con síndrome de Down si no lo quieren, como tampoco es posible coaccionarla a no tenerlo (la eugenesia forzada es algo inaceptable en nuestra cultura). En otros términos, si una pareja quiere, por los motivos que fuera, tener un hijo que probablemente o seguramente desarrollará el síndrome de Down, está en su derecho. Pero, por lo mismo, si una pareja ha descubierto que el embrión o, como es más bien el caso hasta ahora, el feto en sus primeras semanas ya muestra ser portador de una malformación cromosómica, está también en su derecho interrumpir el embarazo.

Acerca de Marcos G. Breuer

I'm a philosopher based in Athens, Greece.
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Una respuesta a La cuestión del aborto y el síndrome de Down

  1. Madelyn Ruiz dijo:

    Me parece muy sensata tu posición, Marcos. Lo que se concluye es que no hay diversidad defendible si no hay posibilidad de elección consciente y asumida. La diversidad verdaderamente es el respeto a la diversidad de elección. Gracias por tu artículo.

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