¿Leyeron Diario de la guerra del cerdo, de Adolfo Bioy Casares? Yo lo leí ayer, y de un tirón. Y después me quedé pensando en varias cosas. Acá les pongo algunas.
El tema, creo, es bastante conocido: Vidal, el protagonista, es uno de esos jubilados, como tantos otros en Argentina y en el mundo, que tienen que luchar cada día contra las penurias económicas (¡qué difícil es vivir con la jubilación mínima!) y los achaques de la vejez. Como en toda lucha, hay derrotas (que hay que aprender a aceptar para seguir viviendo) y pequeñas victorias (de las cuales uno puede y debe alegrarse).
Lo bueno de Vidal es que ha sabido conservar un grupo de amigos con el cual pasa sus mejores horas, conversando por las tarden en la plaza Las Heras y jugando a las cartas por las noches en algún bar porteño o en la casa de alguno de “los muchachos”, como ellos se llaman a sí mismos.
Un buen día esa rutina se ve interrumpida por un acontecimiento brutal: al diariero del barrio una banda de jóvenes lo mata a patadas y palazos ante la indiferencia de los restantes transeúntes. Es allí cuando Vidal y el resto de los “muchachos” se dan cuenta de golpe de algo que hasta entonces sólo sabían vagamente por los diarios: de que en el país había una guerra de los jóvenes contra los viejos, considerados estos últimos “cerdos” o, para usar el término rioplatense, “chanchos”. Los jóvenes argentinos se organizan, se arman y atacan sorpresivamente a los viejos movidos por el odio, por el deseo de exterminar a esos seres egoístas, materialistas, sucios, glotones, apestosos –cerdos, en una palabra– que son, según la ideología reinante, los viejos.
La “guerra del cerdo” no sólo es desproporcionada (los jóvenes, fuertes, indoctrinados y aguerridos, atacan brutalmente a los viejos, que se encuentran desprotegidos, desorganizados y debilitados), sino que es una contienda absolutamente irracional, ya que está claro que también esos jóvenes, antes o después, se volverán viejos… con lo cual están promoviendo una causa que va contra el propio interés, vistas las cosas a largo plazo. Pero, como bien sabe Bioy, ¿qué guerra no es, en el fondo, inútil e irracional?
Para mí, acá están los elementos centrales de la novela. Por un lado, la observación atenta de Vidal (el alter ego de Bioy) de lo que implica volverse viejo. La novela, de la primera a la última página, está llena de observaciones sagaces sobre el envejecimiento. Por otro lado, el que haya una guerra civil velada, encubierta, que cuenta con la complicidad de todos los jóvenes, incluso del hijo de Vidal, da lugar a una trama genial. ¡Cómo cualquier cosa, religión, política, economía, puede dar lugar a la organización de la sociedad en bandos opuestos y ser motivo de un odio visceral que lleva a que unos busquen eliminar completamente a otros! Este mecanismo antropológico es el que resalta Bioy mediante una parodia, ya que ahora es la edad lo que dispara la dinámica belicosa.
(Hago una aclaración entre paréntesis. Por supuesto que se podría hacer aquí una “lectura política” de la novela, concebida en 1966 y publicada tres años después. En cierta medida, es la reelaboración que hace el autor –Bioy– del conflicto entre peronistas y antiperonistas que marcó la historia argentina desde 1946 hasta… ¡hasta hoy, 2017! Sin embargo, creo que esa sería una lectura algo limitada. Bioy crea una metáfora de aplicación universal: no hay guerra que no comparta algún viso de la “guerra del cerdo”.)
Antes de pasar a decir lo que no me gustó de la novela quiero reiterar los dos elementos que la hacen una obra digna de ser leída con atención: el acceso a psicología de Vidal en su diario debatirse con la vejez y la reflexión sobre la dinámica que motiva el conflicto entre jóvenes y viejos. Claro que también está acá, en esta obra, todo lo bueno de Bioy Casares: el estilo pulido, la prosa clara, el buen ritmo de la narración, el humor, la fotografía del Buenos Aires de los sesenta, la oralidad que aparece en los frecuentes diálogos… y la lista podría seguir.
¿Qué no me terminó de convencer de la novela? A ver. Tengo la sensación de que, más o menos a la mitad, la novela “se le escapó de las manos al escritor”. Por de pronto (y discúlpenme, soy medio “cuadradito”), yo creo que una buena novela en sus últimas cien páginas tiene que empezar a atar todos los cabos que soltó en sus primeras cien. Después de la mitad no hay que abrir nuevas puertas (esto es, introducir nuevas historias, nuevos personajes, nuevas intrigas), sino ir cerrando las ya abiertas.
Doy un ejemplo. Hacia la mitad de la obra toma protagonismo Nélida, una de las jóvenes que viven en la pensión, o sea, una vecina de Vidal, y entre los dos surge una (increíble) historia de amor (puse increíble entre paréntesis porque parece cosa de “la Bella y la Bestia”). Esa historia, para mí, está fuera de lugar, porque en los últimos capítulos de la novela el escritor está más entusiasmado en hablar de la relación entre los dos que en el grupo de los viejos amigos y de la “guerra del cerdo”. O sea: Bioy abrió una puerta – un portón –, en vez de ir cerrando las puertas y ventanas que ya había abierto (que no eran pocas). Y además el foco deja de ser la vejez y el odio entre los bandos (jóvenes y viejos). De golpe, la guerra se termina cuando el gobierno se siente presionado para tomar cartas en el asunto porque la cosa se le está yendo de las manos y eso tiene toda la apariencia de ser un deux ex máchina.
Otro ejemplo: hasta la mitad Vidal aparece como un viejo, un “viejito”, que lucha día a día para seguir tirando, para seguir activo y sano, a pesar de la vejez y la pobreza. Tiene que hacerse sacar todos los dientes para que le pongan finalmente una dentadura postiza y eso lo martiriza. Lo vemos dormitar a cada rato porque está avejentado y se cansa fácilmente… Pero después, cuando aparece Nélida, ¡se olvida de todo! Es cierto que el amor puede rejuvenecer, pero entonces ese tema es el que habría tenido que tematizar Bioy. Para colmo, de golpe nos enteramos que Vidal aún no ha cumplido los 60 (¿y cómo es que estaba jubilado?), que puede caminar horas y horas por la ciudad en busca de Nélida con el estómago vacío, etc., que como vorazmente sin que le moleste la nueva dentadura…
Otro ejemplo: en un momento uno de los “muchachos”, Jimi, desaparece. A todas luces, lo han secuestrado los jóvenes. Luego lo sueltan pero en el mismo momento le dan una golpiza a otro de los “muchachos”, a Arévalo (la paliza, por suerte, no lo mata, pero sí lo deja malherido) y uno de los amigos cree que lo delató Jimi para que lo dejaran libre a él (porque Arévalo estaba haciendo la “chanchada” de salir con una joven). ¡Vaya sospecha que puede arruinar una amistad de años! Pero, mágicamente, en la última escena aparecen todos los viejos juntos. ¿Y qué fue entonces de la sospecha de que Jimi lo entregó a Arévalo?
Insisto, hay muchos cabos sueltos o, por lo menos, muchos cabos que a mí, en la primera lectura, me quedaron sueltos.
Otro punto que quería marcar es que no aparece la figura del abuelo. Acá son todos viejos, la mayoría con hijos, pero ninguno tiene nietos. Y creo que querer hablar de la vejez sin reflexionar sobre el significado de ser abuelo es algo que queda incompleto. Al menos uno de los del grupo podría haber tenido un nieto, para darle ocasión a Vidal de observarlo.