Empecé a dar un ciclo de charlas sobre las emociones en el arte. Lo que sigue son solo algunos puntos que aparecieron en la última presentación. Como siempre, ¡bienvenidos los comentarios, las críticas o las preguntas!
Por lo pronto, quien quiera hablar de las emociones en el arte se concentrará sobre todo en una dimensión particular de “lo emocional”, a saber, en la experiencia subjetiva (en inglés: subjective experience). Si, por ejemplo, estudiamos el miedo –una de las principales emociones–, nos interesará el hecho de “sentir miedo” o “tener miedo” (la experiencia subjetiva) ante un determinado cuadro o en una escena teatral.
Esto lo aclaro porque las emociones tienen también una importante dimensión psicobiológica o biológica a secas, para cuyo estudio poco interesa “lo que el sujeto siente”. De hecho, para el biólogo no es relevante lo que pasa en el ámbito de la conciencia, aquello que se procesa con la intervención de la corteza cerebral. Los científicos definen las emociones más bien como programas que, tras procesar ciertos estímulos, generan una serie de respuestas (cambios fisiológicos y de comportamiento). Para volver al miedo: el animal (incluido el homo sapiens) tras un cierto estímulo considerado como amenaza, producirá una serie de respuestas, por caso, la huida. Muchos biólogos van tan lejos que llegan a afirmar que la experiencia subjetiva del miedo es irrelevante (al menos en lo que hace a asegurar la supervivencia del individuo). Esa serie de programas que llamamos emociones, y que generalmente operan en las regiones más arcaicas del cerebro –nos dicen,– funcionan perfectamente sin el “coloreado” que le da la conciencia. Un ejemplo de esto es que mientras vamos caminando por la calle, conversando animadamente con un amigo, vamos a la vez sorteando sin darnos cuenta una seguidilla de obstáculos y peligros, gracias a que en un nivel pre-reflexivo funcionan perfectamente los programas que denominamos “emociones”. Otro ejemplo es el siguiente: cuando un ratón detecta a un gato en la cercanía, inmediatamente da media vuelta y se echa a correr (huida ante la amenaza); qué le pasa por la cabeza al ratón, si algo le pasa por la cabeza, es algo que al biólogo lo tiene sin cuidado. Es más, el biólogo bien nos puede preguntar: “Aún cuando le pase algo al ratón, ¿qué acceso podemos tener nosotros a su experiencia subjetiva? Si con frecuencia nos equivocamos acerca de lo que sienten las personas que más conocemos y queremos, ¿cómo no vamos a errar tratando de imaginar lo que sucede en la mente de un roedor? En todo caso, lo que hacemos es antropomorfizar la experiencia del ratón, proyectar estados mentales que nos son inherentes a nosotros, en un ser de otra especie.”
En síntesis, los biólogos insisten en que las emociones son dispositivos con que contamos para generar ciertos comportamientos adecuados, sin necesidad que intervenga la reflexión, el cálculo, la conciencia.
Sin embargo, para el artista y para el filósofo que estudia el arte, lo más importante no son esos programas que operan a nivel pre-reflexivo, sino las emociones en tanto experiencias subjetivas. Para ponerlo de otro modo: aquí lo importante no es lo que ocurre en las partes más primitivas del cerebro de los animales vertebrados que acoplan una respuesta a un determinado estímulo, sino aquello que se logra filtrar y llega a las capas más evolucionadas del cerebro humano, eso que decodificamos como “experiencia subjetiva”, la conciencia del miedo, de la tristeza, etc. Por lo pronto, el punto aquí es discutir cómo las emociones (en tanto experiencias subjetivas) influyen en la creación o percepción artística y viceversa, esto es, cómo el arte influye en nuestras emociones.
Notemos que en el hombre muchas actividades y procesos se han “desacoplado” de su función meramente biológica y han dado pie al surgimiento de espacios más o menos autónomos y novedosos. Por ejemplo, uno no come sólo para alimentarse y reponer energías, sino por todo lo que encierra el acto de comer: experimentar con sabores, estrechar los vínculos con los comensales, etc. La gastronomía es un ámbito nuevo (hablando en términos evolutivos), que tiene su base en la biología, pero que ha ido mucho más lejos. La sexualidad es otro ejemplo. La función estrictamente reproductiva de la sexualidad es solo una parte de nuestra vida sexual; el erotismo es un “plus”, una suerte de “plusvalía” que tiene una innegable base biológica pero que se ha expandido más allá de los estrechos límites animales.
Con las emociones pasa algo similar. Nadie niega las raíces de nuestras emociones, raíces que se hunden en la biología y en la larga historia evolutiva; pero con el surgimiento de la cultura, las emociones han logrado independizarse y dar lugar a un ámbito nuevo, a nuestra rica (y en términos evolutivos, prácticamente inútil) vida emocional.
Claro que la cultura es una adaptación biológica. La cultura es lo que nos ha permitido sobrevivir y reproducirnos como especie. La cultura es para el hombre lo que las alas son para los pájaros: adaptaciones. Pero la cultura –y este es el gran misterio– no solo nos ha asegurado la supervivencia, sino que inesperadamente ha dado lugar a espacios independientes de su utilidad en términos biológicos. Es más: la cultura puede volverse en contra de la naturaleza, basta pensar que las sociedades más “desarrolladas” son las que menos hijos tienen.
Pero no vayamos tan lejos. Señalemos simplemente que el hombre es por naturaleza un ser orientado a la expresión de sus emociones. Todos los primates tienen una rica vida emocional, pero solo en el hombre el rostro se le ha liberado de pelos, para garantizar así una superficie considerable en la que se expresan las emociones con claridad. Ningún otro animal tiene tantos centímetros cuadrados de superficie como los hombres para la diáfana expresión emocional. De hecho, tenemos más de cuarenta músculos (¡!) en la cara que articulan las más diversas emociones. Y lo interesante es que ya nacemos con estos “dispositivos”, lo cual ha hecho decir al sociólogo Norbert Elias que el ser humano está naturalmente predispuesto a la cultura. Ha habido un interesante proceso de retroacción o de retroalimentación entre la evolución natural del hombre y su evolución cultural; ambas se han condicionado entre sí.
Otro tanto puede decirse de la voz humana. ¡Qué curioso que podamos hablar hoy por teléfono con un amigo que está a miles de kilómetros de distancia y sin verlo, sólo por el tono de la voz, por los giros, por la modulación, podamos intuir con acierto su estado emocional: su miedo, su tristeza, su ansiedad, su alegría! Gracias a la evolución biológica contamos con una serie de herramientas como las cuerdas vocales, los labios, la lengua, que nos permiten expresar un enorme grupo de emociones. Aparentemente, esta necesidad social y cultural de trasmitir emociones ha influido sobre la paralela evolución biológica de los homínidos, seleccionando distintos tipos de órganos.
La conclusión de la entrada de hoy es que, sin restar valor a las investigaciones de los psicólogos y los biólogos sobre las emociones en los animales, la estética se desenvuelve en un ámbito distinto. Las emociones humanas tienen una base biológica, pero el desarrollo cultural le ha garantizado inesperadamente un ámbito de autonomía. El barrilete, mientras está en la mano del niño, no se mueve; pero una vez que este lo suelta y remota vuelo, llegará a alturas insospechadas. Claro que siempre está el hilo, que lo ata a la tierra, pero mientras siga en el aire, gozará de libertad.
El objetivo final de estas charlas es comprender las intrincadas relaciones entre las emociones y el arte, esto es, entre lo que sentimos y lo que hacemos en el ámbito de la estética (cuando creamos una obra de arte o simplemente la percibimos y la apreciamos).