Quisiera señalar algunos puntos de acuerdo y de desacuerdo con el profesor Anselm W. Müller respecto a cómo definir la muerte desde la perspectiva filosófica. Como él, sostengo que la muerte de un ser humano puede entenderse como la cesación irreversible del funcionamiento del organismo como un todo. Así, decimos que «Juan ha muerto» si el organismo o, si se prefiere, el cuerpo que identificamos como Juan ha dejado de funcionar, de forma irreversible, como una unidad. Eso no implica que, simultáneamente, todos los órganos ni mucho menos todas las células de Juan mueran. Borges nos recuerda en uno de sus poemas que al muerto le siguen creciendo las uñas, los pelos y la barba, inútilmente, hasta varios días después del entierro…
Ahora bien, hasta hace unas décadas esta definición cubría, si no todos, al menos la gran mayoría de los casos. Lo que ahora sucede es que la medicina, la asistencia sanitaria y la biotecnología han dado lugar a la aparición de un fenómeno social nuevo: la del paciente en fase final mantenido artificialmente, y por tiempo indefinido, en vida. Lo que tenemos, entonces, es una situación «anómala», es decir, la de un cuerpo que, de por sí, habría dejado de funcionar integralmente, pero que es mantenido en vida total o parcialmente. Piénsese en un enfermo en estado vegetativo permanente.
En este respecto, Müller sostiene que ese paciente «sigue vivo», que «no ha muerto». Obviamente, yo no afirmo que un paciente en tal estado esté muerto; pero sí digo que estamos frente a una situación nueva, frente a la cual nuestros tradicionales conceptos de vida y muerte, gestados en contextos totalmente distintos, no pueden hacer justicia.
Por otra parte, en este caso yo prefiero seguir la pista de lo que Müller llama personismo, pista que él rechaza. Sinceramente, creo que, cuando nuestros conceptos tradicionales «hacen agua», lo mejor es cambiar el punto de vista. ¿Y cuál es el punto de vista que propongo adoptar? Sencillamente, el que distingue la vida biológica de la vida biográfica. Entonces, afirmo que, para volver al ejemplo, un paciente en estado vegetativo puede estar vivo en el sentido biológico del término (de hecho, decimos que vegeta), pero no en el sentido biográfico.
Müller cae en el error de suponer que el personista debe rechazar forzosamente la concepción de la vida humana centrada en el desarrollo. Esto es falso: el personismo puede y, en mi opinión, debe reconocer que hay fases previas y posteriores a la persona humana, fases que merecen nuestra consideración ética. Para decirlo sin rodeos: yo creo que un feto no es una persona humana, pero eso no significa que no debamos respetar el feto. Igualmente, el paciente en estado vegetativo irreversible ya no es una persona, pero no significa que podamos hacer con «eso» lo que queramos.
Mi definición de muerte, la definición que expongo en mi libro, se centra, por todo lo anterior, en el concepto de persona. De tal suerte, digo que Juan está muerto si la persona que llamábamos Juan ha muerto, aún cuando su cuerpo siga siendo mantenido en vida en terapia intensiva. ¿Y cuándo muere la persona? La persona muere cuando el individuo pierde definitivamente las capacidades cognitivas, comunicacionales y volitivas que son definitorias de la persona. Si un ser ya no puede pensar, no puede hablar, no puede relacionarse con los otros ni puede fijarse objetivos o decidir, y tal estado es definitivo, no transitorio, como cuando se duerme o se está bajo el efecto de la anestesia, entonces digo que esa persona ha muerto.
Eso me lleva a un último punto: al criterio de la muerte de la corteza cerebral para fijar el punto temporal de la muerte de la persona. Porque es cierto que el yo no se reduce al cerebro, pero sin cerebro, sin corteza cerebral, no hay yo, del mismo modo que, para usar la comparación de Aristóteles, una casa no se reduce a sus ladrillos, pero sin ladrillos no hay casa.