Hace ya un buen tiempo escribí una entrada en este blog titulada «La alternancia del gobierno es la esencia de la democracia«. (Curiosamente, es una de las entradas que más visitantes ha tenido.) Ese lema sigue encarnando una de mis más férreas convicciones políticas. Por esa razón, me alegré esta mañana cuando di una hojeada a los diarios argentinos y españoles: el candidato opositor, Mauricio Macri, había ganado y será el próximo presidente argentino. La ventaja lograda en la segunda vuelta no es todo lo grande que se podía imaginar (aún queda un porcentaje menor de urnas por escrutar), pero la victoria es innegable. Por lo que he leído, no hubo fraudes ni chantaje, y el peronista Daniel Scioli reconoció la derrota sin resentimiento. Aparentemente, a Macri no se le subió el triunfo a la cabeza; tras confirmar su victoria, hizo un discurso libre de revanchismo (el revanchismo es uno de los principales vicios de la política argentina) y habló de un «cambio» que incluirá a todos los argentinos, un cambio que generará (¡esperemos!) un desarrollo económico que beneficie a los ricos (como los Sciolis y los Macris) y a los pobres, a los hijos de inmigrantes italianos (como son ambos) y a los hijos de indígenas.
Quisiera aclarar que no pertenezco ni a un partido político ni al otro, que no pude votar por un complicado «tramiterío» burocrático (permítanme el argentinismo) y que ninguna de las dos figuras que se enfrentaron me han resultado simpáticas, por decirlo de una manera extremadamente cuidadosa. Yo soy filósofo y, como tal, considero que mi rol es tomar distancia de los acontecimientos, dejar enfriar las emociones, y ofrecer una mirada lo más imparcial posible, una mirada que pueda abarcar no sólo el presente, sino también la historia y las perspectivas futuras. Para decirlo con un comparación: mi rol es como el del árbitro en un partido de fútbol. El árbitro podrá tener sus simpatías por el equipo A o por el equipo B, pero en tanto árbitro su misión es velar por que el juego se lleve a cabo de la mejor manera posible. Al final de la partida, el buen árbitro se sentirá contento, no por quién haya sido el ganador, sino porque «todo salió bien»: no hubo incidentes, hubo un número irrisorio de faules, no hubo necesidad de expulsar a ningún jugador, se vio buen fútbol en la cancha… Los jugadores, los entrenadores, los hinchas… cada uno de ellos ya sabe por quién hace barra y el mayor deseo es que el propio equipo se lleve la copa. El buen árbitro, en cambio, no piensa en la historia gloriosa de tal o cual club, sino en la continuidad y la evolución del fútbol como deporte.
Que haya ganado Macri anoche y que la transición de un gobierno a otro prometa ser «civilizada», es un signo de madurez política. Los argentinos estamos aprendiendo a respetar las reglas de juego. Pocas veces me he sentido orgulloso de ser argentino: esta mañana fue una de ellas. Y digo orgulloso, porque es bueno el cambio, porque es necesario. La alternancia es aquello que lubrica los engranajes de la democracia. Las naciones fuertes son las naciones que tienen instituciones sólidas. Los presidentes van y vienen, las instituciones quedan.
Que haya cambio, que haya renovación, que haya alternancia es una excelente noticia para la Argentina y para toda América Latina. Yo nací en los últimos meses del gobierno de Isabel Perón, en ese período tan oscuro de la historia argentina. Luego vino el golpe militar de 1976, así que viví mi infancia bajo una dictadura cruel que dejó un país pulverizado en lo social, en lo económico y en lo militar, porque la vuelta a la democracia fue solo posible tras la derrota en la Guerra de las Malvinas. Luego volvió la democracia, el gobierno de Raúl Alfonsín, las ilusiones de millones de argentinos. Lamentablemente, tras un par de años la realidad hizo añicos esas esperanzas. Yo estaba en los primeros años de la escuela secundaria cuando la situación socioeconómica se volvió inmanejable. Alfonsín, que había sido la gran esperanza, tuvo que renunciar porque el país estaba en llamas. Enseguida vinieron los años de Carlos Menem, de un personaje que entró al gobierno disfrazado de caudillo provinciano y devino una suerte de playboy. Supo coquetear con el pueblo y supo coquetear con los grandes poderes políticos, económicos y financieros mundiales. Así vinieron los años de la Ley de Convertibilidad, los años en que parecía que Argentina había logrado desterrar dos de sus grandes males económicos: la inflación y el déficit. Mucha gente sufrió con Menem y mucha gente se enriqueció con él. En ese ir y venir se efectuó la reforma de la Constitución y se introdujo la posibilidad de un segundo mandato presidencial. Pero pronto la situación se volvió insostenible: los efectos benéficos del modelo socioeconómico del primer gobierno de Menem empezaron a desaparecer, la Ley de Convertibilidad se terminó volviendo una soga al cuello que asfixiaba la economía argentina y la desfachatez del gobierno peronista de derecha (no es un oxímoron) terminó desencantando a todos. Como Alfonsín, Menem tuvo que «rajar», dejando un país destruido. Luego volvieron, por última vez en la historia nacional, los radicales: Fernando de la Rúa, con su promesa de cambiar las cosas y terminar con la corrupción… Sin embargo, a los meses quedó claro que el nuevo gobierno no era más que un conjunto de ineptos en el timón, tan corruptos como los anteriores. Dos años después, entre tiros, cacerolazos y corridas bancarias Argentina volvía a experimentar una crisis desgarradora. En un par de semanas (fines de 2001 y principios de 2002) tuvimos cinco presidentes. Al fin, Eduardo Duhalde logró calmar las aguas, estabilizar las finanzas y preparar el camino para nuevas elecciones. De allí salió vencedor Néstor Kirchner. Al inicio, fueron años de cambio y de prosperidad económica. Tras la muerte inesperada de Néstor, lo sucedió Cristina Fernández, la esposa, ganando espectacularmente las elecciones de 2011; pero de allí en más las cosas comenzaron a escaparse de las manos. El modelo sociopolítico y el modelo económico mostraron sus fallas. No es que no haya habido buenas propuestas gestadas e implementadas durante el kirchnerismo, pero el desgaste político malogró todos los éxitos iniciales. Ya a comienzos de 2015 los argentinos querían, necesitaban un cambio, y lo llevaron a cabo. Y lo más importante de todo: lo llevaron a cabo de modo pacífico, respetando las reglas del juego democrático. La presidenta se va y deja muchos problemas que deben ser resueltos urgentemente, pero no deja un país en llamas. No deja al país en el estado en que lo dejaron todos los anteriores: Isabel Perón, los militares, Raúl Alfonsín, Carlos Menem, Fernando de la Rúa…
Y el nuevo gobierno, el gobierno de Macri, ¿estará a la altura de las circunstancias? Ojalá. De lo único que estoy seguro es que no va a ser fácil implementar todo lo que anunciaron. Yo, por mi parte, si hasta esta mañana podía parecer para mis amigos «pro Macri» (no porque simpatizara con el candidato ni con muchas de sus propuestas) ahora, una vez que obtuve lo que quería (ver a mi país en una transición ordenada de un gobierno democrático a otro), me paso al bando de los que quieren seguir de cerca la gestión del nuevo gobierno con ojo crítico. Ahora que Macri llegó al poder, mi objetivo es pasarme al otro lado para velar por el cumplimiento de todas las promesas que hizo: la de terminar con la corrupción, la de sanear las finanzas, la de volver a hacer de la Argentina un país próspero. Y, sobre todo, para que de acá a cuatro años tengamos nuevas elecciones presidenciales, tal como establece la Constitución.