La obligación de consultar al paciente

El actuar médico está regido por una serie de principios éticos, entre los que se destacan dos: el principio de devolverle la salud al enfermo «cueste lo que cueste» y el principio de evitar que el enfermo sufra, cuando ya no es posible curarlo.

Estos dos principios se enmarcan dentro del principio médico de beneficencia (bonum facere), un principio que cuenta con una larga tradición en nuestra cultura.

Como salta a la vista, el principio de beneficencia es, de por sí, demasiado ambiguo para servir de guía. Por ello, en épocas pasadas se lo ha interpretado de maneras diversas, según lo que en tal o cual sociedad se entendía por «hacer el bien».

En nuestra cultura, al menos en la cultura que se instauró después de la Segunda Guerra Mundial, se ha consolidado un nuevo principio médico, el principio de respetar la voluntad informada del paciente. Así, el médico no puede decidir qué hacer con el paciente desconociendo su voluntad o, peor aún, contrariándola.

Aquí surge una serie de problemas, problemas nacidos del conflicto entre lo que establecen los principios médicos tradicionales, por un lado, y lo que señala la ética centrada en la autonomía del paciente, por otro.

En mi opinión, no es erróneo que el médico, en general, actúe siguiendo los principios tradicionales de su profesión. Por eso no estoy de acuerdo con la propuesta de introducir una ética totalmente nueva y revolucionaria en medicina, desechando sin más el paternalismo que ha informado la misión del médico. Lo que sí afirmo es que el médico tiene la obligación de escuchar y respetar la voluntad del paciente, cuando este desea expresar sus preferencias. Si la voluntad del paciente determina un curso de acción que difiere del curso de acción señalado por el médico, entonces el facultativo puede dialogar con el enfermo y exponerle sus razones para que eventualmente reconsidere su situación y cambie de opinión. No obstante, si el paciente insiste en que se respete su elección (y si está claro que elegido de manera libre y responsable), entonces el médico debe atenerse a la voluntad del principal interesado: el paciente.

La razón por la que pienso que los principios tradicionales de la medicina deben, en general, seguir guiando el actuar del médico, es porque aún no se ha extendido y consolidado suficientemente la ética de la autonomía del paciente. Lamentablemente, la realidad es que la mayoría de los pacientes no deciden, no toman decisiones claras sobre su salud y su futuro. Esto se manifiesta patentemente en el hecho de que incluso en los países que más se jactan por haber recibido la herencia del Iluminismo, es una minoría la que redacta un testamento biológico o rellena simplemente un módulo en que expresa sus directivas anticipadas de tratamiento. No puede haber un «vacío moral»: los principios tradicionales del médico irán cediendo terreno sólo a medida que lo conquiste la ética basada en la autonomía del paciente.

Pongamos un ejemplo: cuando un paciente gravemente enfermo está internado en un hospital, su silencio o su renuencia a expresar su voluntad se interpreta como un mandato: «Que sean otros los que decidan por mí» (entendiendo por «otros» al médico, a los familiares, etc.). En ningún otro lugar es más cierto eso de que «quien calla, otorga».

Que quede claro que no estoy defendiendo el paternalismo en medicina. Lo que sí digo es que, cuando el paciente no expresa lo que quiere (sea por cobardía, por pereza o por preferir que sea otro el que decida por él), entonces no queda más que aceptar la «lógica» que rige la práctica médica de los hospitales, clínicas, etc.

La autonomía no es una cualidad que cae del cielo, como la belleza, que puede ser un don natural. Es una competencia que se adquiere tras un duro combate y que se mantiene gracias a una vigilancia estricta.

Concluyo: no se puede culpar sin más a un médico (1) si este actuó de buena fe, (2) si actuó siguiendo los principios tradicionales de la medicina, y (3) si en ello el paciente no se opuso al curso de acción que quería emprender el facultativo: una operación, una terapia farmacológica determinada, etc. Lo que sí es legítimo, es reprocharle al médico el hecho de haber actuado sin al menos intentar una vez consultar al paciente o a sus allegados. En la sociedad actual, el médico tiene la obligación de consultar al paciente antes de emprender un tipo determinado de tratamiento. Esta obligación se corresponde con el derecho -pero también c0n el deber moral del paciente- de formarse una voluntad y de expresarla claramente. Si el paciente calla, si el paciente rechaza la proposición del médico a manifestar sus preferencias, entonces al profesional no le quedará otra que actuar «como un buen padre» que busca lo que, según su opinión, es lo mejor para sus hijos.

 

Acerca de Marcos G. Breuer

I'm a philosopher based in Athens, Greece.
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