En Alemania se debate en estos días acerca de la posibilidad y la conveniencia de legalizar la venta de marihuana y hachís para el consumo personal.
Para quien, como yo, defiende la legalización de la eutanasia voluntaria y el suicidio medicalmente asistido, parecería haber buenas razones para apoyar también la causa de millones de consumidores alemanes que quieren poder ir a la farmacia o al quiosco de su barrio a comprarse algunos gramos de cannabis. En efecto, según la concepción liberal que adopto, el Estado no puede entrometerse en la vida privada de sus ciudadanos, a menos que existan razones de peso para ello. Prohibir el comercio y el consumo de drogas blandas es una forma de intromisión infundada en la vida de las personas.
El Estado solo tiene el derecho (y el deber) de intervenir en la vida de una persona si (a) esa persona se propone cometer un acto irrazonable que probablemente le ocasionará un daño grave e irreparable; o si (b) la persona, en la ejecución de tal acto, pone en riesgo la vida o los bienes de terceros. El consumo de marihuana o hachís por parte de un mayor de edad jurídicamente capaz, sea por motivos terapéuticos o recreativos, no entra dentro de ninguna de las dos categorías mencionadas. Detengámonos un momento en ambos puntos.
(a) El consumo moderado de marihuana no puede considerarse un acto que probablemente lleve a la autodestrucción, como arrojarse del séptimo piso tras una desilusión amorosa o conducir sin cinturón de seguridad. Es cierto que un uso excesivo del estupefaciente puede ser nocivo; es cierto también que, al permitir la adquisición legal de marihuana o hachís en farmacias y quioscos habilitados, algunos individuos estarán en condiciones de hacer un uso indebido de la sustancia. Pero estas razones no son suficientes. (Además, si las aceptáramos, deberíamos concluir en que es necesario prohibir también el alcohol, el tabaco, el azúcar, etc. ¡Sería desquiciado querer prohibir el consumo de alcohol en nuestras sociedades por el hecho de que un número nada insignificante de ciudadanos abusan de la bebida!)
(b) El consumo de cannabis no es, de por sí, un acto que pueda afectar la vida o los bienes de terceros. Ello supone, sin duda, el consumo responsable, pero lo mismo sucede en muchos otros casos, como en la ingesta de alcohol. Por ejemplo, quien se propone consumir marihuana o alcohol, deberá luego abstenerse de conducir un vehículo, hasta que desaparezca la alteración psicológica.
Algunas personas sostienen que el problema no está en «fumarse un porro», sino en que, si se comienza permitiendo el consumo moderado de marihuana, el consumidor se deslizará en una pendiente peligrosa: con el tiempo terminará consumiendo grandes cantidades de marihuana o, pero aún, buscará las drogas duras. Desde mi punto de vista, aquí se plantean dos cuestiones.
En primer lugar, el riesgo de caer en el abuso es una razón atendible, pero colisiona con el derecho individual a llevar el estilo de vida que se quiera. En una sociedad pluralista y liberal, lo principal es salvaguardar la esfera de libertades de cada ciudadano. Las consideraciones basadas en lo que supuestamente le convendría a cada uno o a la sociedad en su conjunto juegan un rol secundario. En segundo lugar, quien argumenta basándose en los riesgos del consumo moderado de la marihuana debería, si no desea ser inconsecuente, señalar los riesgos del consumo del alcohol, el tabaco, etc., con lo que desembocaría en una prohibición absoluta de todo lo que no sea sano.
No quiero que se me malinterprete: no afirmo que haya que tomar a la ligera el consumo de marihuana. Muchos adultos harán un uso responsable del estupefaciente, pero otros terminarán entregándose al cannabis por ser incapaces, por ejemplo, de afrontar una crisis emocional. El punto es, para decirlo una vez más, que un estado liberal no puede definir una concepción del buen vivir e imponerla a sus ciudadanos. En el mejor de los casos, el Estado puede organizar campañas de prevención de las adicciones, promover la recuperación de los enfermos, etc., pero dejando que sea la persona quien decida.
Algunos defensores de la legalización señalan la cifra nada despreciable que el Estado alemán llegaría a recaudar por año gracias al impuesto que se le aplicaría a la venta de la marihuana y el hachís, y sostienen que ese dinero podría usarse en campañas de prevención. Dudo de que esto sea así. Todo Estado usa el dinero que recauda para cubrir su funcionamiento y para financiar los objetivos que le parezcan adecuados, sin reparar de dónde vino la plata. El impuesto que se le cobra al alcohol no va destinado a hacer campañas a favor del consumo moderado de cerveza, vino y whisky, ni el impuesto que se grava al libro se emplea en fomentar la lectura. En otras palabras, es ingenuo argumentar que legalizando la marihuana el Estado tendrá más dinero para encauzar el consumo de las drogas.
El argumento que sí considero acertado es el argumento «consecuencialista», como se lo llama en la literatura especializada. El consumo masivo de marihuana es un hecho en la mayoría de los países del mundo, incluida Alemania. Tanto vale, entonces, regular su producción, comercio y consumo por medio de leyes claras y modernas. Prohibir el consumo no lleva a nada; es más, tiene consecuencias más desastrosas que las que se propone evitar. Enterrar la cabeza en la arena como el avestruz y decir «esto no es un problema en mi país» tampoco es una estrategia acertada. Nos guste o no, lo mejor es enfrentarse con la realidad, admitir que el consumo de marihuana es una práctica muy extendida en la sociedad y legalizarla. No hay nada peor que confinar una práctica social a la clandestinidad. Si a cientos de miles de alemanes les gusta fumarse al menos un porro al mes, mejor que sean capaces de comprarlo en negocios habilitados (y no en sitios administrados por bandas ilegales y mafiosas) y que puedan confiar en la calidad del producto que van a consumir.