Temo defraudar a mis lectores: no tengo ninguna noticia espectacular para contarles sobre la pandemia del coronavirus.
Bueno, tal vez aquí valga eso de “no news, good news”. A veces la falta de novedades es algo bueno, sobre todo cuando uno está esperando pálidas.
La verdad es que en mi vida ateniense hay algunos momentos que me recuerdan que estamos aún en una pandemia, por más que parezca estar acercándose a su etapa final. Por ejemplo, nadie va a entrar a una farmacia o ir a lo del dentista sin ponerse un barbijo antes de cruzar el umbral. También hay hospitales que exigen hacerse previamente un test en una farmacia para poder ingresar al edificio, aunque uno tenga un turno con el traumatólogo o el gastroenterólogo.
Fuera de esos espacios vinculados con el sector de la salud, el único lugar en el que sigue exigiéndose el uso de la mascarilla es en los medios de transporte público. Las veces que he subido últimamente al subte, por ejemplo, casi todos llevaban barbijo, aunque en casi todos los vagones vi algunos descarados que no se habían colgado ni siquiera un trapo a manera de cubrementón. Al fin y al cabo, casi no existen los controles.
Lo que sí hice fue ponerme la cuarta dosis de la Pfizer, la que ha sido aggiornata, la BA 4/5, o sea, la que tiene las moléculas diseñadas no solamente en función del virus (supuestamente) originario, el de Wuhán, sino también el de la variante ómicron (aunque, eso sí, el de la primera de las subvariantes, que ya dejó de ser la prevalente).
¿Qué representa para mí el haberme puesto la cuarta dosis, esto es, un refuerzo después de la anterior, que también era de refuerzo? La respuesta que me doy es muy simple: la tranquilidad de saber que si me vuelvo a contagiar del virus, las probabilidades que muera de covid o termine muy enfermo en terapia intensiva son ínfimas.
A nivel personal, la relación costo-beneficio es óptima: la vacuna no me costó un centavo, saqué turno en línea (en menos de cinco minutos) donde yo quería y a la hora que me convenía, y el paso por el vacunatorio apenas me consumió media hora.
Al fin y al cabo, el razonamiento es el mismo que hago respecto de, por ejemplo, la vacuna de la gripe: un costo sobre todo en tiempo muy reducido para un beneficio considerable.
A decir verdad, el único costo que veo con las vacunas como la antigripal y la del covid es la molestia física el día después o incluso los dos días después del pinchazo. A mí lo único que me causó como efecto colateral fue un poco de dolor en el brazo, como si me lo hubiera golpeado. Pero a mi esposa le dio fiebre y estuvo casi todo el día en la cama, en un estado parecido al de un resfrío molesto.
¿El covid se volvió una enfermedad endémica, como el resfrío común y la gripe? Ojalá. Tal vez ese es el escenario optimista. (Que el virus iba a desaparecer era una hipótesis que con el paso de los primeros meses de la pandemia quedó descartada. La endemicidad sigue siendo el mejor escenario dentro de los cálculos realistas.)
De todos modos, lo que pasa acá en Europa no es un espejo fiel de cómo está el mundo. Por lo pronto, sigue habiendo países en los que prácticamente la vacuna no llegó. Es inútil insistir en que en varios países africanos el porcentaje de la población inoculada es irrisorio.
En otros lugares, el virus sigue constituyendo una amenaza importante, como en China. Días pasado se habló mucho de la situación en el país asiático, a propósito del XX Congreso del Partido Comunista. Por lo que entiendo, si China abandona la odiosa política de covid cero, el sistema de salud colapsa, lisa y llanamente. Xi prefiere seguir con la política de mano dura a ver los hospitales abarrotados de enfermos de neumonía y los cementerios o los crematorios desbordados, tal como sucedió en Lombardía en 2020.
Por lo visto, la pandemia nos va a seguir dando que hablar en lo que resta de este año… y en el que viene.