¿Qué podemos esperar de esta nueva conferencia internacional sobre el cambio climático, la COP 27, que esta vuelta se celebra en el famoso balneario egipcio de Sharm el Sheij? Bueno, si se trata de desear, de soñar, ¿por qué no esperar la ratificación de viejos acuerdos y la firma de nuevo, destinados –esta vez sí– a ser cumplidos al pie de la letra y sin más dilaciones?
Pero me temo que vaya a volver a pasar algo similar a lo que sucedió con la conferencia pasada en Glasgow, la COP 26: no se van a cerrar todos los acuerdos que serían urgentes, ni tampoco se van a implementar todas las buenas intenciones que sí se lleguen a redactar y firmar.
¡Qué se le va a hacer! El ser humano es un animal que hasta que no le llega el agua al cuello no cambia su manera de pensar y de actuar, y a veces ni siquiera la amenaza de ahogarse le hace mudar su forma de ser.
¿Acaso no nos pasó eso con la última pandemia?
A veces pienso que son pocos los que realmente se toman en serio la crisis climática, no porque ignoren su existencia, sino porque prefieren hacer la vista gorda. Hay una vocecita en nuestro interior que nos susurra: “Bah, tal vez se equivocan esos científicos tan agoreros, como se equivocaron ya tantas veces en el pasado. Y si no se equivocan en sus pronósticos, seguro que a alguien se le va a ocurrir algo pasa solucionar las cosas a último momento. Además, en el peor de los casos las catástrofes que se prevén son para de acá a un siglo, cuando yo ya no esté ni mi hijo tampoco. ¡Que se la vean las futuras generaciones! ¿Acaso mi generación no tuvo que hacerse cargo de las hipotecas que nos dejaron nuestros abuelos?”
Todos deberíamos tener como libro de cabecera el estudio de Leon Festinger, Teoría de la disonancia cognitiva. En ese estudio, Festinger muestra los distintos artilugios de que se sirve nuestra mente para ahorrarnos la incómoda tarea de admitir que estamos siendo incoherentes y que debemos, en consecuencia, cambiar nuestra conducta.
Ya nadie puede negar que la atmósfera, y con ella la tierra y el mar, se están recalentando peligrosamente, y sin embargo hacemos poco y nada para contrarrestar ese fenómeno.
El famoso Acuerdo de París de 2015 exhortaba a que no pasemos el límite fijado por un aumento de un grado y medio de la temperatura media. Esa marca, que ya era por demás “tolerante”, es ahora cosa del pasado. Según las previsiones de la Agencia Internacional de la Energía, en el mejor de los casos el aumento esperado de la temperatura a fin de este siglo será de 1,8. Es más, si seguimos procrastinando nuestros deberes, si continuamos como hasta ahora dando un pasito para adelante y luego otro para atrás, lo probable es que la temperatura suba hasta 2,5 grados.
La gente quizá no sabe bien qué significa ese alzamiento de la temperatura mundial. La mejor manera de explicarlo es comparar a nuestro planeta con un organismo, por ejemplo con un cuerpo humano. ¿Qué nos pasa si en vez de tener 36,5 grados, nos medimos la fiebre y el termómetro nos señala que estamos en 38? ¡Y qué decir si superamos esa barrera, llegando a 38,3 o incluso a 39?
Un cuerpo humano con más de 38 de fiebre es un cuerpo que no está bien, que ya no puede seguir llevando una vida normal. Del mismo modo, un aumento de la temperatura mundial de tan solo 1,8 va a suponer una trasmutación peligrosísima de todas las variables atmosféricas, marinas y terrestres: veranos tórridos, inviernos gélidos, vientos huracanados, sequías prolongadas, diluvios sorpresivos…
El problema principal no es que seamos ya demasiados seres humanos sobre la Tierra, sino que estamos usando demasiado y demasiado mal los recursos que nos ofrece nuestro bello pero modesto planeta. Incluso si hoy en día la población mundial fuera de la mitad de lo que es, es decir, si fuera de tan solo 4.000.000.000 de personas, la amenaza sería la misma. Es más, me atrevería a afirmar que el cambio climático está siendo alimentado por tan solo 2.000.000.000 de personas.
De todos modos, no se trata de echarle la culpa a los otros, a los ricos, por ejemplo, como si nosotros fuésemos todos unos santos del ecologismo. Si exceptuamos la franja más pobre de la población mundial, esa que, para vergüenza de todos, sigue viviendo en la misera absoluta y que por tanto apenas contribuye al recalentamiento global, todo el resto somos, unos más, otros menos, partícipes de esta orgía de producción y consumo que empieza ya a costarnos caro. El argentino medio no es más ecológico que el canadiense o que el catarí medio porque se rija por principios morales más sólidos, sino por el simple hecho de que su situación económica le impide tener todo el día la calefacción a full como hace el canadiense o el aire acondicionado a toda máquina como el árabe.
No va a ser posible salvar el Planeta sin renunciar a las actuales comodidades, al famoso “bienestar” de que ahora gozamos o del que aspiramos a participar antes de que se acabe la “fiesta”. ¿Puede haber crecimiento económico y bienestar material compatibles con las metas ecológicas? No sé. Acá soy muy cauto. Me parece que es una mentira la afirmación de tantos políticos y empresarios de que la green economy nos va a permitir conservar el planeta, seguir creciendo económicamente y, sobre todo, seguir pasándolo bien, como hasta ahora.
Eso no significa que nuestras vidas no vayan a ser dignas o incluso buenas. Basta que aprendamos a vivir bien con menos.