La laptop en la que escribo estas líneas se me está poniendo vieja… El teclado ya no responde fielmente a la presión de mis yemas, el acumulador se agota en poco más de media hora y, sobre todo, los programas se cargan con una lentitud que pone a prueba mi paciencia, sin que sirvan mis esfuerzos por actualizar el software y limpiar cada dos por tres el disco duro.
Como nosotros, los seres humanos, también las cosas que nos acompañan envejecen.
Pero para bien o para mal, las laptops, los televisores, las cafeteras, los automóviles, no son organismos con capacidad de autorregenerarse. Uno puede tratarlos bien, cuidarlos, eventualmente repararlos, pero llega el momento en que prácticamente no nos queda más opción que la de reemplazarlos.
“Tire a la basura y cómprese uno nuevo”. Ese es el lema de nuestra cultura. “Y si le agarran remordimientos de conciencia por producir tanta basura, tírelo al contenedor de reciclado.”
Contenedor para el reciclado: he ahí un truco para acallar los chillidos de nuestra conciencia. Nos han hecho creer que tirando la basura (parcialmente) reutilizable a un contendor especial (“diferencial”), todo se resuelve como por arte de magia.
Es cierto que casi ningún aparato electrodoméstico dura toda la vida. Difícilmente un viejo se muera con la heladera que se compró cuando, joven aún, se había casado (casado por primera vez). Nadie puede pedirle a la industria productos indestructibles, imperecederos.
De todos modos, ¿no nos hemos pasado al extremo opuesto? Porque lo cierto es que compramos productos sabiendo que en un par de años, a lo sumo, los vamos a reemplazar por otros mejores, más eficientes, con un mejor diseño, más fácilmente compatibles con el resto de los productos, que también evolucionan.
Mi vieja laptop Dell cumplió siete años. Y ya está vieja, como les tecleaba al comienzo. Se me ocurría pensar que con las computadoras hay que razonar como con los perros: multiplicar la edad por 7. Un perro de diez años es comparable a un ser humano setentón. Mi laptop, entonces, tendría unos 49 años, más o menos como yo. Puede tirar todavía, pero ya no está para acrobacias informáticas.
Días pasados me llamaron de Cosmoté, la compañía que me provee la telefonía móvil, para decirme que ya era hora de renovar mi contrato bianual. Como ni se me ocurría buscar otras alternativas, les dije sin dar más vueltas que sí, que aceptaba y, para mi sorpresa, me hicieron un regalo: un nuevo celular. Por supuesto, está en la gama de los intermedios: no es uno de los más baratos, pero tampoco se aproxima a los caros, ni siquiera de lejos. De todos modos, es un celular como el que tengo, solo que nuevo y, obviamente, mejor, porque tiene algo más de memoria, porque la cámara tiene un poco más de resolución, porque el diseño es algo más agraciado, etc.
¿Qué voy a hacer con mi celular “viejo”? Bueno, creo que lo que hacen todos: buscar a algún desgraciado, a algún roto que esté más necesitado que yo y regalárselo. ¿Y qué va a hacer ese beneficiado con su celular? Y, sí, ahí no hay muchas más opciones, deberá tirarlo. (Esperemos que lo haga al menos en el contenedor que está ubicado dentro de la filial del barrio de la empresa, en el que juntan celulares y accesorios viejos para, así dicen, reciclarlos.)
¡Qué curioso es pensar que un producto de una altísima tecnología como mi “simple” celular actual, algo que yo de niño, en la década de los ochenta, ni me hubiese podido imaginar, tenga una caducidad tan marcada!
Mientras tanto, la COP 27 ya es historia. Tal vez recordaremos esa conferencia mundial como aquella que prometió crear un fondo para cubrir los enormes gastos que la crisis climática ya genera en todo el mundo y que los países pobres no pueden afrontar. ¿Se creará finalmente el Loss and Damage Fund? Ojalá.
Pero también nos acordaremos de la pusilanimidad demostrada en el balneario de Sharm el Sheij: en vez de ratificar los compromisos asumidos el año pasado en Glasgow e incluso de fijar metas más ambiciosas, las partes cedieron a la inercia (dejar que las cosas sigan como hasta ahora, quién sabe si no ocurre un milagro), cuando no a las presiones de los lobistas, representantes de las empresas proveedoras de combustibles fósiles.
¿Qué diríamos de una persona que con su estilo de vida se está dañando a sí misma y que, en vez de cambiar sus hábitos, se propone tan solo contratar un nuevo seguro de vida y de salud para cuando reviente?
Creo que de no mediar alguna calamidad en los próximos años, digamos, en lo que resta de esta década del veinte, lo más probable es que sigamos viviendo y produciendo y consumiendo más o menos como hasta ahora, con lo cual la meta de no sobrepasar el incremento de un grado y medio para fin de siglo quedará obsoleta. Lo más probable va a ser que, poniendo realmente las barbas en remojo la década que viene, el aumento de la temperatura global no exceda la temible cifra de 1,8 grados… y esto en el mejor de los casos.
Mi “vieja” laptop Dell no llegará a presenciar ese infierno. ¿Llegaré yo? Si en 2075 llego a cumplir los cien años (con salud física y mental, por supuesto), ¿en qué mundo apagaré las velitas?