Diario de la pandemia (lunes, 21 de febrero de 2022)

Si debiera describir en pocas palabras cuál ha sido la sensación prevaleciente la semana que terminó – obviamente, acá en Grecia y en lo que hace a la pandemia–, hablaría de una fuerte tendencia a recuperar la “normalidad” perdida.

El coronavirus ya no ocupa indefectiblemente la primera página de los diarios, ni es el tema obligado de las conversaciones de pasillo, ni condiciona de un modo significativo las decisiones laborales o recreativas que tomamos.

A juzgar por la gente que camina por las calles y los parques, uno diría que el uso de la mascarilla se volvió opcional: de cada cuatro transeúntes, solo dos llevan protección, uno “como Dios manda” y el otro como un absurdo recubrimiento del mentón.

El sábado, mi esposa y yo nos dedicamos a abrir la casa de fin de semana de la familia. Cuando terminamos, eran las seis de la tarde pasadas. Como no habíamos comido, fuimos a una de las tabernas que hay en la costanera de Porto Rafti, sintiendo que ya era demasiado tarde para almorzar y demasiado temprano para cenar. Había sido un día soleado y cálido, y el local había trabajado sin descanso todo el mediodía. Los mozos estaban exhaustos, juntando fuerzas para lo que seguramente les aguardaba a la noche… Tan en otra estaban ¡que ni siquiera nos controlaron los certificados de vacunación al entrar!

De todos modos, sería erróneo afirmar que hemos borrado el virus de nuestras vidas. Cada vez que algún familiar o amigo nuestro anda con tos o unas rayitas de fiebre, lo primero que preguntamos es si no tiene covid.

Otro ejemplo: los talleres de cultura que voy a dar a partir de marzo y hasta comienzos del verano boreal van a volver a ser a distancia, no presenciales. (Creo que al menos hasta que vuelva el calor las instituciones educativas van a seguir funcionando en base a las normas del estricto protocolo sanitario.)

¿Estará en lo correcto el energúmeno de Boris Johnson al dictaminar que de ahora en más el covid es una de las enfermedades virósicas más que tenemos y que, por lo tanto, hay que abandonar todas las restricciones y todos los “tabúes”, incluso el aislamiento del contagiado de coronavirus por una semanita?

¡Cuántas veces me sucedió en el pasado, antes de la pandemia, el haber estado resfriado o engripado y, no obstante, el haber ido a dar clases por más embotada que tuviera la cabeza “así los alumnos no perdían el día”! ¿En el futuro voy a hacer lo mismo, y no solamente con el resfrío común y la gripe estacional, sino también con el covid? ¿Voy a seguir prefiriendo la productividad a la prevención?

Les confieso que no solamente la gente está tratando de recuperar la normalidad perdida, sino que yo también. Y por eso dedico cada vez menos tiempo a informarme sobre la marcha del coronavirus en el mundo y de los avances científicos y en particular farmacológicos para curar o prevenir la enfermedad. En el fondo, mi razonamiento es este: el mundo se ha vuelto tan complejo y diversificado, que no nos queda otra que confiar: confiar en que habrá comisiones de expertos en todos lados que seguirán estudiando el coronavirus por años y formulando recomendaciones para que todos adoptemos.

Esto lo digo porque a mediados de la semana pasada escuché una entrevista que le hacían a un virólogo acerca de las nuevas vacunas que han aparecido. Me refiero no a las vacunas “contra el covid” así a secas, sino a las vacunas específicas basadas en la tecnología del ARN mensajero, preparadas para contrarrestar una infección con la variante ómicron. Y el experto decía que los estudios señalaban que la protección que brindaban estas vacunas específicas no era superior al que daban las vacunas que ya conocemos. Además, aclaraba que ponerse una tercera o cuarta dosis con este tipo de vacuna “sintonizada” para atacar en particular a la nueva variante no era recomendable, ya que, como seguía circulando la delta, era mejor una protección más amplia.

¿Cuál es la conclusión de todo esto para mí? Que de ahora en más, no me es posible seguir de cerca todos los desarrollos y todas las discusiones que se dan en torno a la prevención y del tratamiento del covid, como tampoco me es posible hacerlo con los cientos de enfermedades que afectan a la humanidad. Si el coronavirus se está volviendo endémico y tarde o temprano será declarado como el origen de una virosis más de las tantas que nos azotan, y si por tanto habrá que ponerse una vez por año una vacuna para evitar el desarrollo de síntomas graves, entonces no me queda otra que fiarme.

Parece ingenuo usar el verbo fiarse en casos como estos, pero ¿no es cierto que una sociedad moderna solo puede funcionar cuando cada una de las partes deposita al menos un mínimo de confianza en la labor de las otras? ¿No confío acaso en el panadero de la vuelta cada vez que voy a comprar el pan y lo consumo sin hacerle antes análisis de calidad? ¿No confío acaso en el cardiólogo que me desaconseja consumir grandes cantidades de grasas saturadas sin leer las últimas publicaciones científicas al respecto? ¿No confío, por fin, en el meteorólogo que me advierte de los riesgos de una próxima tormenta? (Está claro que no hablo de una confianza ciega sino de una suerte de “confianza racional”, si se me permite la expresión.)

La última quincena de febrero es una sucesión de días invernales y primaverales. Foto del golfo norte de Eubea.

Dejé para el último las famosas cifras de la pandemia, ya que –para bien y para mal– no muestran ninguna novedad. Ayer domingo, para dar un ejemplo, hubo 67 muertos de covid y 471 personas intubadas. Por otro lado, los contagios oficialmente confirmados fueron algo menos de 10.000. Como salta a la vista, las curvas indican una leve tendencia al descenso. Consideradas fríamente, los números no dan pie ni para el pánico ni para la euforia, pero en nuestra percepción cotidiana, insisto, tendemos a pensar que “ya es hora de ir cerrando este largo capítulo mundial de la pandemia”.

Acerca de Marcos G. Breuer

I'm a philosopher based in Athens, Greece.
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