Desde la semana pasada la situación ha seguido su paulatino empeoramiento, tal como lo vaticinaban los modelos epidemiológicos. El número de contagios diarios llegó a los tres mil, mientras que las muertes en el día son alrededor de cuarenta. Por último, con más de 450 intubados en todo el país, la situación en las unidades de terapia intensiva es, si bien no “roja”, sin duda “anaranjada”.
Según esos mismos modelos, estamos llegando al pico de esta nueva ola o, en todo caso, lo estaríamos por alcanzar este fin de semana, para empezar el ansiado descenso a partir de los próximos días.
Justamente, este lunes que viene es feriado en Grecia, porque se celebra la Καθαρά Δευτέρα, una suerte de “Lunes de Ceniza”, el día que inaugura la Cuaresma. De modo que si todo sigue los carriles previstos, a medida que avance la Cuaresma, irá “normalizándose” la situación epidemiológica y la Pascua, que cae esta vez el primer fin de semana de mayo, será el “paso” a normalidad.
Eso dicen al menos los expertos, siempre que no se cuele alguna variable no contemplada en el modelo, como una nueva ola de frío o la difusión de una de las variantes más preocupantes del virus, como la de Manaos.
Mientras tanto, seguimos formalmente en cuarentena o en confinamiento, pero cada día que pasa los huecos que se ven en esa malla de contención social son más y más grandes. La vida no ha vuelto a la normalidad simplemente porque hay cosas que siguen cerradas: las escuelas, los teatros, los restaurantes, los negocios de venta al por menor.
Es cierto que, con la intención de frenar la nueva ola, el fin de semana pasado se prohibió el desplazamiento de un municipio a otro. No sé cuánto se controló, pero sí tengo la sensación de que hubo menos autos por las calles que en otros días.
Los otros días pasaba por delante de uno de los cines del barrio, el Αθήναιον: las carteleras todavía anuncian una película de setiembre pasado que quedó sin proyectar; la entrada está sucia, llena de hojarasca y de papeles, y en el ángulo que forma la puerta de entrada con la taquilla un sin techo instaló su colchón y todos sus bártulos.
La campaña de vacunación avanza, solo que –y ya parece un lugar común decirlo– no al ritmo que sería necesario para alcanzar la inmunidad de rebaño antes de que “suenen los pitos de Año Nuevo”. Días pasados leía que aún hay casi un 40 % de mayores de 80 que no se han vacunado y que un 30 % del personal sanitario tampoco lo ha hecho.
Paralelamente, se discute la propuesta lanzada por muchos países y organismos de introducir un “digital vaccine passport”, una suerte de pasaporte o simplemente certificado digitalizado que asegure que su poseedor ha sido vacunado (y que, por lo tanto, incluso en caso de contagiarse del virus no va a padecer complicaciones que requieran su hospitalización y no va a ser un portador muy contagioso).
Aún no le he dado mucho la vuelta al tema, pero en principio veo que la introducción de un pasaporte del estilo podría facilitar la vuelta a la normalidad. Por ejemplo, los restaurantes y los hoteles en las zonas turísticas de Grecia podrían volver a abrir sin tantos obstáculos. La dificultad que veo es que todas aquellas personas que quieren vacunarse pero que seguramente quedarán por meses en la lista de espera por no entrar en ninguna de las categorías contempladas hasta el momento, podrían sentirse discriminadas.