Hay un tema que últimamente me da vueltas en la cabeza y que voy a tratar de plantear acá, no sin el temor de no poder expresarme correctamente. Se trata de lo siguiente.
No es la primera vez que la humanidad enfrenta una pandemia. Es más, solo en el siglo XX hubo pandemias tan o más letales que la del covid-19. La historia de las pandemias es tan antigua como la humanidad misma, porque el ser humano nunca se estuvo “quietecito” y, por lo tanto, siempre se expuso al famoso “spill over”, esto es, a que un virus de otra especie se salte encima y lo infecte.
Ahora bien, esta es la primera vez que una pandemia paraliza el planeta, que nos pone a todos de rodillas, que pone en jaque la economía mundial como solo lo había hecho la Segunda Guerra Mundial y que nos sume en una gran incertidumbre (de hecho, no podemos planificar el 2021, sobre todo, los primeros seis meses, porque no tenemos idea de qué va a pasar). La pregunta es, entonces, ¿a qué se debe todo esto?
Tomemos un ejemplo para ver claramente a qué apunto. La famosa gripe española de exactamente un siglo atrás fue mucho peor que la actual pandemia, si contamos el número de muertos. Claro que no podemos comparar ni ambos tipos de virus ni las enfermedades desencadenadas por esos virus. Nadie discute que más allá de ciertas similitudes epidemiológicas hubo muchas diferencias puntuales. Es cierto también que el siglo que media entre una pandemia y la otra no pasó en vano. Por caso, entonces no se tenía idea del patógeno (los virus fueron descubiertos casi dos décadas más tarde). Igualmente, hubo grandes progresos en la medicina, en el diagnóstico y en el tratamiento de las enfermedades.
Pero el punto que quiero poner en discusión es este: la pandemia del covid-19 nos ha paralizado o, al menos, ha trastocado significativamente nuestra vida individual y colectiva en un grado nunca visto antes, porque nuestra sensibilidad ha cambiado o, si se prefiere, porque nuestra moralidad se ha transformado.
Para decirlo de un modo tal vez caricaturesco pero nítido. Cuando hace exactamente un siglo atrás un viejo de 65 años (¡perdón, pero entonces los suertudos que llegaban a los 65 años eran, para decirlo sin rodeos, viejos!) se contagiaba de la gripe española y moría, la actitud prevalente entre sus allegados y vecinos, ¿cuál era? La de llorarlo, claro, pero la de resinarse, la de levantar los hombros en señal de desconcierto, suspirar profundamente y repetir la letanía: “Así lo ha dispuesto el Señor”.
Recordemos que lo terrible de esa pandemia no fue tanto el que afectara a los viejos, sino el que se ensañara con los jóvenes. A diferencia del covid-19, que casi no afecta a los niños y a los adultos menores de 40 años, entonces las franjas de edad más vulnerables eran las de los jóvenes.
Pero sospecho que la reacción de la gente era muy parecida: sea viejo o joven el que muriera, al sentimiento natural de dolor se unía el de resignación: así es este mundo cruel, qué le vamos a hacer.
No perdamos de vista cómo eran las cosas después de la Primera Guerra Mundial. Las vacunas tardaban añares en llegar, no se sabía aún cuál era el microorganismo causante de la enfermedad, no había las famosas UTI, unidades de terapia intensiva, y, por ende, ni ventilación mecánica ni intubación; ni siquiera había un sistema social de cobertura médica integral para todos los ciudadanos.
Creo que desde acá empezará a visualizarse el punto al que quiero arribar. A pesar de que el covid-19 es menos pestífero que muchas enfermedades del pasado que produjeron pandemias, a pesar de que hoy sabemos mucho más de medicina y podemos actuar mucho mejor, la actual situación es peor. ¿Por qué? Porque nuestra sensibilidad, nuestros estándares morales y nuestras valoraciones han cambiado en los últimos cien años.
La situación actual se caracteriza por dos aspectos. En primer lugar, tomamos todas las medidas que tomamos, tanto a nivel individual, familiar como social, y no importa cuáles sean las consecuencias que tengan esas medidas, porque no queremos ver abarrotados y colapsados nuestros hospitales. Digámoslo sin tapujo, este es el quid de la cuestión. Ningún país quiere que le pase lo que pasó desde mediados de marzo y durante abril en el norte de Italia y en el centro de España. ¡Este es el infierno tan temido, esto es lo que se desea evitar a toda costa!
En segundo lugar, preferimos aislarnos, confinarnos, encerrarnos en nuestras casas, aceptar la cuarentena, poner en riesgo la educación de nuestros hijos y la salud física y mental de ellos y la nuestra, hacer que se desplome la economía, etc., etc., preferimos todo eso a exponer a un considerable riesgo de muerte a una persona de unos 70 años con enfermedades crónicas concomitantes (este es el perfil de paciente medio que muere de covid-19 en la Argentina).
Atención: no quiero plantar ahora otro tema relacionado con este, a saber, si las medidas que han tomado la mayoría de los gobiernos del mundo con las famosas cuarentenas y demás restricciones son éticamente correctas o no. Este será tema de otra entrada de este blog. Lo que sí quiero decir es que frente a un nuevo virus, peligroso sin duda aunque menos que otros, hemos reaccionado “exageradamente”. Pongo el adverbio entre comillas porque, repito, no me interesa discutir ahora si fue acertado o no. Lo uso de un modo neutral, considerando cómo hemos reaccionado en otras ocasiones en el siglo pasado, para no irnos tan lejos en la historia.
En síntesis: cambió nuestra sensibilidad, cambiaron nuestros estándares morales y nuestras valoraciones, y eso fue lo que llevó a tomar medidas que, hace un siglo atrás, no hubiéramos tomado.
Gracias, Marcos. Interesante tu reflexión. Quisiera anotar algo. Yo misma he sostenido en algún lugar que la creencia de que no hay límites lleva al ser humano a una arrogancia desmedida la cual es la causa de la frustración y la desesperación mayor en situaciones donde la muerte, la guerra, las catástrofes son implacables. Percibo que algo de esa arrogancia ves tú en ese cambio moral de un siglo a otro. No obstante, ese cambio moral y de sensibilidad nos ha hecho más humanos si entendemos que la vida humana, a cualquier edad, ha adquirido otro valor porque los adultos mayores, al poder tener una mejor calidad de vida, son personas que éticamente merecen vivir. En este punto entonces creo que se trata de una sensibilidad nada superflua. Creo que es una aspiración legítima del ser civilizado; si es que podemos considerarnos moralmente y espiritualmente más civilizados que nuestros antepasados, lo cual es por demás otro tema por discernir. Un saludo cariñoso.