En ética es conveniente distinguir dos esferas que, si bien están interrelacionadas, son claramente distintas entre sí. La primera esfera es la de las razones y la segunda la de las motivaciones. Las razones tienen que ver con la justificación de las normas morales, en cambio las motivaciones intervienen en la generación de las acciones regidas por esas normas morales. En ambos casos, utilizamos la pregunta “¿por qué…?” en nuestro análisis, de allí la confusión que puede darse. Veamos un ejemplo.
Una de nuestras obligaciones morales establece: “Debes socorrer a todo herido que necesite ayuda”. El primer tipo de análisis ético tiene que ver con la justificación o no de esa norma. Alguien podría objetar que si él no le ocasionó daño al herido, no tiene la obligación de ayudarlo. También podría sostenerse que nuestra obligación de socorrer a un herido está supeditada a una estimación previa de los costos que puede llegar a acarrearnos la asistencia. Un auto accidentado en la ruta puede ser en realidad una trampa para robarme. O el hecho de detenerme y llevar al herido al hospital más cercano puede implicar la pérdida de varias horas que luego las debo descontar de mi trabajo, etc.
Pero más allá de decidir si esta norma es un imperativo categórico e inapelable o es más bien una norma relativa a los costos que pueda acarrearme su ejecución, lo cierto es que siempre puedo preguntarme por su justificación: ¿por qué hay que ayudar a un herido?
Una de las tareas principales de la ética es la de brindar una justificación del sistema de normas morales que se haya postulado. En una sociedad moderna, difícilmente puede imponerse una norma que carezca de justificación. Ya Arthur Schopenhauer sentenciaba: “Predicar moral es fácil; lo difícil es justificarla”.
Ahora bien, supongamos que nos toca ser testigos del seguimiento de una norma moral como la que veníamos analizando. Supongamos que vemos que el conductor del auto que va delante de nosotros se detiene ni bien ve el accidente y, sin titubeos, se baja a socorrer al herido. En este caso podemos preguntarnos: ¿por qué se detuvo a socorrer a un herido que le es desconocido? ¿Por qué actuó moralmente (pudiendo no hacerlo)? ¿Por qué la gente en algunos casos actúa moralmente?
Salta a la vista que aquí no nos interesa la justificación de la norma en cuestión, sino que lo que nos intriga es dar con los motivos que mueven a los actores sociales a seguir una norma moral. Si el primer por qué, el de la justificación, ocupa a la ética filosófica, este último por qué, el de la motivación, constituye la tarea de la psicología moral, un ámbito interdisciplinario en el que confluyen ética y psicología.
A veces se habla de “valores”, de “valores morales” o de “valores últimos”, y así se busca, como se dice, “matar dos pájaros de un mismo tiro”, esto es, responder a ambas cuestiones con una misma idea. Veámoslo con un ejemplo.
Si un niño les pregunta a sus padres, “¿por qué tenemos que parar en la ruta para ayudar a un herido?”, es probable que la respuesta de ambos sea: “porque es bueno ayudar a un herido que necesita socorro”.
Hablar de lo que es bueno (o, si se quiere, correcto) hacer nos remite inmediatamente al ámbito de los valores morales. No quiero decir que se trate de una respuesta errónea la que dan los padres, solo quiero señalar que, al proceder de ese modo, cierran la discusión. Y digo que la cierran, porque no tiene sentido preguntar, ¿y por qué es bueno socorrer a un herido?, ya que sonaría a “¿y por qué es bueno hacer lo que es bueno?”
Del mismo modo, podemos liquidar la segunda cuestión (la de la motivación) recurriendo a los valores. Por ejemplo, podemos decir que el conductor que va delante de nosotros se detuvo y salió de su auto a ayudar prontamente al herido porque considera que es bueno socorrer a los heridos. O sea, apelando a un valor moral podemos justificar una norma y, a su vez, individualizar un motivo para seguirla.
Claro que quien afirma (sinceramente) que “es bueno hacer tal cosa”, puede luego no comportarse conforme a ese valor. Esto nos lleva al problema de la debilidad de nuestra voluntad. Casi a diario constatamos que de lo uno no se sigue lo otro. En muchos casos sé muy bien qué cosas son buenas y qué cosas son malas, y sin embargo…
Los valores no existen como cosas. Lo bueno no existe como existe esta mesa y lo moralmente correcto no existe como existe este vaso de agua. Se dice que “los valores valen”. Los valores no son entidades suprasensibles, sino que son propiedades semánticas. Cuando postulo que es bueno socorrer al herido le estoy dando una nueva cualidad a la norma “hay que ayudar a los heridos”. Del mismo modo, cuando digo que el conductor que va delante de nosotros se para a ayudar al herido porque considera que es bueno proceder de ese modo, lo que digo es que los valores morales, en tanto propiedades semánticas, tienen no solamente una dimensión evaluativa sino también una dimensión motivacional. (Quien dice sinceramente que tal o cual cosa sea buena, no puede no sentirse movido a hacerla, por más que luego le flaquee la voluntad.)
El problema para mí con los valores morales no es tanto el de su existencia (algo que ocupó mucho a los filósofos analíticos durante buena parte del siglo XX), sino el hecho de la relatividad. Aun cuando pueda hallarse un conjunto de normas “universales”, es cierto que lo que es bueno para una cultura es malo para otra. Lo que vale para unos no vale para otros (o no vale del mismo modo). Es por eso que creo que el ético debe abstenerse de recurrir a valores últimos. Está bien que un padre eduque moralmente a su hijo haciéndole ver cuáles son sus valores; pero el filósofo moral debe recurrir a otros medios cuando busque justificar las normas morales; igualmente, deberá considerar otros motivos morales cuando trate de entender la acción conforme a las normas morales.