Hace unos días Hawái pasó a ser el séptimo estado federado de Norteamérica que permite el suicidio médicamente asistido. Aparte de Hawái, han legalizado esta práctica médica California, Colorado, Oregón, Vermont y Washington, mientras que Montana la ha solo despenalizado. A esta lista conviene agregar el Distrito de Columbia que, sin ser un estado federado, constituye un territorio en el cual la práctica también es legal.
Si se observa el mapamundi, se constata fácilmente que son aún un manojo los países o las regiones de algunos países que permiten alguna modalidad de la muerte médicamente asistida (suicidio o eutanasia). Sin embargo, con el paso de los años va delineándose una tendencia clara. Desde las leyes pioneras de 1998 en Oregón y de 2002 en Holanda, puede verse una lenta evolución mundial hacia la así llamada “muerte digna”.
En una entrevista de 2006, el conocido ético alemán Ernst Tugendhat afirmaba: “En una sociedad en que la medicina en cierta manera nos condena a llegar a muy viejos, debería haber más comprensión por el que los hombres quieran terminar sus vidas autónomamente”. (Recordemos que entonces el suicidio médicamente asistido estaba tajantemente prohibido en Alemania, realidad que en parte cambió en los últimos años.)
Hay algo inquietante en esta declaración de Tugendhat, especialmente, cuando dice que la medicina “nos condena a llegar a muy viejos”. Claro que en las democracias occidentales nadie nos obliga a llegar a octogenarios; no existe un efectivo e invisible aparato totalitario que, como en las distopías de Orwell, nos conmine a seguir vivos a pesar de la pila de años. Pero nadie desconoce que los sistemas sociales, incluso en las sociedades más abiertas, funcionan de una manera tal que luego es relativamente difícil escapar de su dinámica. Para decirlo gráficamente: nadie obliga a Juan o a María a ir al médico, pero también es cierto que ambos están sujetos a un sistema de incentivos y de coacciones, incluso informales, que hacen que por lo general terminen recurriendo a la medicina, una práctica social que ha progresado enormemente y que lo seguirá haciendo en las próximas décadas. Lo que para la generación pasada era solo producto de la fantasía, es realidad cotidiana para la de hoy; y la misma relación se dará en los años venideros. En resumidas cuentas: somos todo lo libres que queramos, pero el dato innegable es que día tras día recurrimos de a millones a los médicos para hacernos curar, para prevenir enfermedades, para aliviar los síntomas de los males incurables, y con ello vamos, sin darnos cuenta, empujando poco a poco la barrera que rotulamos “expectativa de vida”.
No quiero que se malinterprete a Tugendhat; la suya no es una filosofía pesimista, ¡por el contrario! Lo que sí hace es abstenerse de repetir el clisé tantas veces oído según el cual todo progreso en la medicina se traduce necesariamente en una mejoría en nuestras vidas. El avance de la medicina es sin duda encomiable, pero esconde algunos aspectos que no son tan afortunados. Para decirlo sin rodeos: el envejecimiento y la proliferación de las enfermedades degenerativas como el párkinson y el alzhéimer son aspectos que la medicina solo en parte puede controlar. Nuestro objetivo ha de ser el de envejecer de la mejor manera posible: mantenernos física y mentalmente activos todo lo más posible, ir sobrellevando con entereza la merma de nuestras funciones básicas, adaptarnos inteligentemente a las nuevas circunstancias de vida y, en la medida de lo posible, tener bajo control el desarrollo de las enfermedades incurables, aliviando los síntomas. Pero el punto es que incluso en los casos ideales la realidad tarde o temprano se vuelve indomable. Son pocos quienes verdaderamente pueden envejecer lentamente y con dignidad, hasta que les sobreviene una muerte rápida e indolora.
Es por eso que las reformas legales que se están dando en materia de fin de vida no apuntan sino a que el individuo pueda poner un punto final a un proceso que en determinado momento deviene irreversible y sumamente penoso. Para mí, el suicidio asistido no es sino una dimensión de eso que más arriba englobé como “envejecer (y morir) dignamente”. Ojalá que las generaciones futuras puedan vivir (aún) más y mejor de lo que ya vive esta generación en los países desarrollados y en las capas privilegiadas de las sociedades menos desarrolladas. Pero es innegable que entonces como ahora habrá un momento en que continuar manteniendo a toda costa la vida orgánica del paciente dejará de ser un bien para convertirse en un mal. Claro que es el individuo mismo el que debe decidir si tal es el caso y, de serlo, a partir de qué momento comienza. El suicidio asistido y la eutanasia son absolutamente voluntarios.
Creo que es este tipo de razonamientos el que ha impulsado a los legisladores hawaianos a introducir la modalidad de fin de vida del suicidio asistido.