Anoche volví a dar la charla sobre emociones y arte, esta vez en FoKiaNou. A continuación expongo algunos de los puntos del debate.
John B. señaló –creo que con razón– que es incorrecto afirmar que todo el arte del siglo XX, esencialmente vanguardista y posvanguardista, es un arte que busca expresar directamente ciertas emociones. Él citaba concretamente el caso del conceptualismo, como movimiento aparecido en la década de 1960. A mí se me ocurrieron nombres como M. S. Escher y M. Duchamp. Pero más allá de ponerse a individualizar movimientos, artistas u obras que sirvieran de contraejemplos, quedó claro que era exagerado sostener que hasta el siglo XIX el arte era más “fría” o “cerebral” y que, por el contrario, de allí en adelante el arte se volvió “emotiva” o “libre de corsés conceptuales”.
(Lo que sí parece menos polémico es que con la revolución que implicó el surgimiento de las vanguardias hoy en día no hay cánones establecidos universalmente y que el autor deba respetar escrupulosamente para crear una obra de arte que exprese emociones.)
Todos los participantes estuvieron de acuerdo en que los “experimentos artísticos” del siglo XX por medio los cuales los artistas buscaba “plasmar” sus emociones sin ningún tipo de restricción conceptual (o de otro tipo) no surtieron el resultado que prometían. Por ejemplo, la escritura automática no produjo textos que hoy consideremos relevantes. La conclusión es que la obra de arte nace tanto de una idea (o sea, de un aporte “conceptual”) como de emociones. (John incluso confesó que él nunca ha comenzado una pintura si no tiene previamente una idea definida de lo que quiere hacer en la tela, si no tiene un núcleo conceptual que quiera desarrollar. Parafraseando a Kant se podría decir: “El arte sin emociones es vacío y sin conceptos, ciego.”)
Una digresión: a este punto me surge esta pregunta, para la cual no tengo una respuesta definida, a saber, ¿puede decirse que el arte primitivo es pre-conceptual y que, por ello mismo, es mucho más “emotivo” que el arte posterior, esto es, que el que aparece con las grandes civilizaciones (Egipto, Grecia, Roma, etc.)? Insisto en que con la expresión “más emotivo” quiero referirme por lo pronto al hecho de que en algunas épocas el artista habría podido expresar sus emociones de un modo más libre, más espontáneo, sin toda la carga de restricciones que han existido en otros períodos, como el Renacimiento. Voy entonces al punto al que quería llegar: el interés de ciertos vanguardistas, pongamos un Picasso, por el arte primitivo, por las máscaras africanas, ¿no indica ya que unos y otros, posmodernos y primitivos (para hablar mal y pronto), gozan de la misma libertad a la hora de manifestar sus emociones, sus fantasías, sus caprichos, etc.?
Si bien yo personalmente no quería detenerme mucho más en este punto, casi toda la discusión posterior giró alrededor del eje emociones versus intelecto, o mejor: aspectos emocionales y aspectos cognitivos en la obra de arte. ¡Qué curioso! Quizá la reacción del público hace cincuenta años atrás hubiese sido: “¡Al diablo con lo cognitivo! El arte es y debe ser esencialmente emoción.” Hoy parece que prevalece una posición más moderada: emociones e ideas, corazón y cerebro.
Tanto el creador como el espectador (tanto el artista como el público), abordan la obra de arte provistos de una serie de saberes (conocimientos, informaciones técnicas, disposiciones mentales, habilidades), sin los cuales no es posible ni crear ni apreciar un cuadro, una sinfonía, etc. Por ejemplo, quien posee una buena formación en historia del arte y además va regularmente a los museos (“está adiestrado”), podrá gozar en mayor medida de la obra de arte. Así, lo cognitivo no obstaculiza la creación o percepción estética, antes bien la facilita o la potencia.
A este punto cité el resultado de algunos experimentos que se hicieron en las décadas pasadas. Por ejemplo, una vez se convocó a un determinado número de participantes para ver una muestra, pero antes de entrar los científicos los dividieron en grupos. El primer grupo vio la exposición pero en ese caso los cuadros no tenían título. El segundo pudo ver la misma muestra, esta vez con los títulos junto a los cuadros. El tercer grupo, por fin, vio la exposición no sólo con los títulos sino además con información pertinente que se había agregado al lado de los títulos. El resultado de experimentos como estos siempre indica lo mismo: la gente disfruta más de una exhibición si cuenta con suficiente información. Concretamente, el segundo grupo salió del museo más satisfecho que el primero, y el tercero aún más que el segundo.
Claro que este hecho puede generar una reacción en sentido contrario. En efecto, después de citarles ese experimento muchos de los presentes objetaron que, si bien la información es necesaria para apreciar un cuadro, hay un límite más allá del cual se echa a perder la experiencia estética. O sea, una sobrecarga de información (contar con demasiados datos sobre la muestra a ver, tener una formación demasiado exquisita en arte, ser por ejemplo un crítico de arte) es algo que estropea nuestra relación con las obras. De algún modo, es como si “los árboles no nos dejaran ver el bosque”.
La conclusión es que hay un equilibrio bastante frágil, ya que demasiados saberes, como así también demasiado pocos, malogran la experiencia estética. Y esto se aplica no solamente a casos concretos (como el de ir a tal o cual exposición esta tarde), sino en general: el adulto que lamentablemente no ha contado con una formación estética (en su familia, en la escuela, etc.) difícilmente apreciará el arte; en el extremo contrario, quien vive para el arte y del arte, terminará adoptando a veces una actitud bastante “instrumental” con las obras. (Acá cité el ejemplo de Gabriel García Márquez que en una entrevista declaró que a él ya no le emocionaban los libros de literatura, porque cada vez que empezaba a leer una nueva novela la iba “desarmando”, como si fuese un mecánico con destornillador y llave inglesa, con el objetivo de entender cómo estaba compuesta.)
Nueva digresión: ¿vuelve a tener razón Aristóteles? ¿Hay un mesotēs, un justo medio para todo, incluso para la percepción artística? ¡Pero entonces el ser humano se vuelve una suerte de equilibrista y la vida no es más que una red de cuerdas flojas!
Otro de los participantes, que casualmente también se llamaba John, quiso saber si esa “información” que debería estar escrita junto al cuadro para incrementar nuestro deleite debía reflejar fielmente la intención del autor, en otras palabras, si aparte de comunicarnos el título de la obra, la fecha, sus dimensiones, etc., debía también revelarnos “lo que el autor tenía en mente” cuando se puso a pintar ese cuadro o a modelar aquella escultura, etc.
Este punto hizo que la discusión tomara otro rumbo. Por un lado, quedó claro que una persona estéticamente hablando “adulta”, es decir, una persona con bastante formación y sensibilidad artística puede entrar a un museo sin reparar en absoluto en lo que está escrito y simplemente “dejarse llevar por las obras expuestas”. (Algo así como el que se dice: ¡qué me importa hoy cómo se llaman los cuadros o quiénes los pintaron; hoy quiero tan solo que me generen pensamientos y emociones! Personalmente, no tengo nada en contra de esta propuesta, salvo que no es generalizable o sea, no se aplica a todos los casos. Alguien puede dejarse llevar a un extraño restaurante con los ojos vendados e ir probando las comidas que le acerquen sin que se le diga qué son… sólo movido por el deseo de ver qué efectos le producen en su interior.)
Pero, por otro lado, pronto surgió el problema de si hay o no algo así como “la intención del autor” detrás de cada obra. Aquí aclaré que para Umberto Eco no interesaba para nada la intentio auctoris, lo que tenía en la cabeza el autor al crear la obra. Hay una intención detrás de la obra, pero esa intención o, mejor, intenciones, en poco dependen del autor. La obra de arte, así, es como un hijo que una vez que crece se independiza de los padres (sus creadores). Un pintura en un museo es ya como un adulto: tiene un padre, pero responde por sí mismo. Es más, me atreví a sugerir que la interpretación que ofrece el autor de su obra no tiene más ni menos importancia que la que puede ofrecer cualquier otro espectador capaz. La palabra del pintor, del escritor, del músico acerca de su obra no vale más que la de los demás. (Esta idea resultó bastante extraña y varios de los participantes se opusieron: no será decisivo lo que piensa el creador sobre su obra, dijeron, pero importa, y bastante.)
Si tienen razón los semiólogos (entre los que se cuenta Eco), la obra de arte es primariamente un conjunto de símbolos a ser interpretados o descifrados. El creador propone una interpretación de aquello que creó, pero su versión debe complementarse con otras interpretaciones. Las nuevas interpretaciones irán enriqueciendo (o empobreciendo) el cúmulo de significados que descubramos en tal o cual cuadro o poema o concierto. ¿Acaso no seguimos leyendo la Ilíada y encontrando allí nuevas interpretaciones? Una obra de arte se transforma en un “clásico” cuando es capaz de generar nuevos significados cada vez que se vuelve a ella, incluso siglos o milenios después de su aparición. La mala noticia de todo esto (si es dable aquí hablar de “mala noticia”) es que este proceso no tiene fin. No existe una interpretación última, definitiva, absoluta, una posición hermenéutica que cierre el debate abierto con el surgimiento de la obra misma. Y tampoco hay exactamente acumulación. Nuestra interpretación de la Ilíada sin duda se beneficia de todas las interpretaciones que se han hecho desde el siglo VIII antes de Cristo hasta nuestros días… pero no es necesariamente mejor. Lo que tal vez hoy ganamos en profundidad lo perdemos en anchura. Cada obra de arte es en cierta medida como el río de Heráclito. Si es cierto que nunca nos metemos dos veces en el mismo río, también es posible que nunca accedamos dos veces a la misma obra.
Última observación. El arte de una época puede compararse con un lenguaje, digamos con el francés. Por ejemplo, si uno maneja bien el lenguaje del arte pictórico renacentista, puede luego entender con provecho lo que le dicen las diversas pinturas de esa época. Es más, esa capacidad le permite moverse de autor renacentista en autor renacentista sin problemas, como cuando uno habla francés y puede ir a París, pero también a Marsella o a Estrasburgo. Ahora bien, cuando cambia una época artística, cuando pasamos, por caso, del Renacimiento al Barroco, es como si pasáramos del francés a otra lengua, pongamos el alemán: hay que volver a aprender a hablar en el nuevo idioma. El gran problema del arte contemporáneo, a diferencia de todas las épocas pasadas, es que no dispone de una lingua franca, de un lenguaje común para todos. Lo que tenemos hoy es una fragmentación y dispersión en cientos de dialectos que rápidamente se vuelven incomprensibles entre sí. No hay un lenguaje artístico del siglo XX, sino una infinidad de ellos. Cada movimiento ha creado su propio dialecto, y luego cada autor ha creado una variación de ese dialecto (un idiolecto). Hoy hay tantos lenguajes estéticos como artistas. Vivimos literalmente en una torre de Babel. Por eso, cada vez que queremos conocer a un nuevo pintor, escritor o músico, debemos primero aprender su dialecto. Por eso es importante el saber en el arte: no porque nos descubra la intención última del autor, sino porque nos brinda los códigos para poder descifrar su obra.