Huellas del «Quijote» en la literatura

Sería temerario, quijotesco, pretender inventariar todas las huellas que ha dejado el Quijote siquiera en la literatura argentina, una tradición literaria que todavía no llega a los doscientos años. Más disparatado aún sería querer rastrear todas las huellas que ha dejado el libro que hoy celebramos en la literatura hispanoamericana y, más allá de nuestra comunidad lingüística, en la literatura europea y mundial. Además, hay pisadas del Quijote en las artes: en la música, la pintura, el cine…

Este sábado, en esta misma casa, intentaré mostrar algunas de las huellas del Quijote en la obra de Jorge Luis Borges y varios de ustedes, en unos minutos, nos mostrarán algunos rastros que han hallados en sus autores preferidos. Por eso quisiera que ahora hablásemos de otra cosa, no de cuántas huellas del Quijote hay o dónde se encuentran, porque –a decir verdad– esas marcas son incontables y están en todas partes, sino de la profundidad de la huella cervantina y de las pistas que nos señala. Por decirlo con una metáfora: más cuenta la huella indeleble que deja un solo pie de gigante apuntando a una dirección clara que los cientos de rastros efímeros y caóticos que imprimen las gaviotas en la arena.

A mi entender, la huella que ha dejado el Quijote en las letras nos da, al menos, tres pistas valiosísimas:

En primer lugar, el Quijote nos recuerda el valor que tiene el relato, la historia, en toda novela. El núcleo de toda narración digna de ese nombre es el cuento que se nos va a contar. Una novela que no nos atrapa con su historia no es una buena novela, por más que se destaque en todas las demás esferas, como un plato de comida no es un buen plato si no es sabroso, por más de que esté bien presentado y los ingredientes sean de primera calidad. ¡Y vaya si sabe engancharnos el Quijote con las aventuras que a cada paso enfrentan el caballero andante y su escudero Sancho Panza! Al comienzo de cada capítulo nos intriga saber en qué nuevo lío se meterá el famoso dúo y cómo saldrá de él. Por eso, al final de la novela, después de haber recorrido juntos centenares de páginas, nos unimos al bachiller Sansón Carrasco, que alienta a don Quijote para que se recupere y vuelva a levantarse y, a la postre, lloramos tristemente con Sancho, cuando ya es evidente que el enfermo agoniza en el lecho de muerte y no podrá salir nunca más a buscar nuevos desafíos.

Pero el Quijote no es solo una excelente novela de aventuras: es asimismo la novela total, que a la acción agrega la fina observación psicológica de sus personajes, que al diálogo intercala la descripción poética de los ambientes en que sucede, que al desarrollo jocoso de la trama inserta magistralmente la sentencia filosófica y la crítica literaria. ¿No son, por caso, tan atinados los consejos que le da don Quijote a Sancho Panza cuando este va a hacerse cargo del gobierno de la Ínsula Barataria, como los consejos que le da el gaucho Martín Fierro a sus hijos antes de despedirse de ellos por última vez, en el clásico homónimo de la literatura argentina?

En segundo lugar, el Quijote nos indica cómo el escritor ha de contar su historia. Porque difícilmente le prestaríamos nuestra atención a un libraco de mil páginas, si el autor no nos dejara meternos entre bastidores, para ver desde allí cómo se teje la trama, si no nos permitiera ser, siquiera unos momentos, co-autores del relato. De esta manera, la ironía y la parodia son dos guiños que el novelista nos hace para ganar nuestra complicidad de lectores. Pero en el Quijote lo novedoso y genial es que escritor, narrador, personaje y lector se entremezclan, y así debemos estar permanentemente alertas para armar las piezas del rompecabezas. Recordemos, por ejemplo, que Cervantes, el escritor, aparece en la obra como uno de sus personajes; muchos protagonistas son, a su vez, lectores de la historia que están viviendo. Igualmente, hay dos narradores, uno identificado con el nombre de Cide Hamete Benengeli, de quien se nos dice que es un moro mentiroso pero que, en este caso, está contando una historia verdadera, la única historia autorizada de don Quijote y Sancho Panza, y otro que no conocemos y que nos habla en primera y en tercera persona, según el caso, y que es el traductor y editor del manuscrito de Cide Hamete. Este juego de espejos se vuelve aún más polifacético y vertiginoso cuando recordamos que toda la historia nace de que, en un lugar de la Mancha, un tal Alonso Quijano ha perdido el juicio de tanto leer obras de caballería y comienza a tomar la ficción por realidad, al tiempo que busca encauzar la realidad por la senda de la ficción.

Por último, la huella del Quijote se patentiza en el haber creado dos personajes, don Quijote de la Mancha y Sancho Panza, que han tomado vida propia, se han escapado del libro y han llegado a formar parte integrante de nuestra cotidianidad. Así como todo individuo occidental se topa diariamente con cruces y sabe qué representa una cruz, aunque no haya leído el Nuevo Testamento y ni siquiera sea cristiano, del mismo modo todos sabemos quiénes son don Quijote y Sancho, aunque no hayamos leído el libro de Cervantes. A este respecto, permítanme cerrar con una nota personal. Yo mismo estaba familiarizado con la figura delgada y recia del caballero andante junto a su acompañante regordete y sentimental muchos años antes de leer el libro: en la pequeña ciudad en que vivían mis abuelos, en medio de la pampa argentina, el principal supermercado del lugar se llamaba así, El Quijote; además, encima del largo aparador que tenía una de mis abuelas en el comedor había una estatuilla de metal: era don Quijote sosteniendo una delgada lanza de hierro que hacía las veces de portallaves.

(Charla dada en el Instituto Cervantes de Atenas, el 20 de abril de 2016)

Acerca de Marcos G. Breuer

I'm a philosopher based in Athens, Greece.
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