Si tuviéramos que buscar dos voces que caractericen la experiencia vital de la poetisa argentina Alejandra Pizarnik (1936-1972), creo que coincidiríamos en estas dos: limitación y encierro.
Limitación, porque Pizarnik siente que la palabra, más que liberarla, la restringe, más que alumbrarla, la enceguece. En “Signos”, dice:
Todo hace el amor con el silencio.
Me habían prometido un silencio como un fuego, una casa de silencio.
De pronto el templo es un circo y la luz un tambor.
Encierro, porque Pizarnik entiende que la existencia humana es una una prisión, una jaula de la cual el poeta, cual pájaro herido, jamás podrá salir, aunque le abran la puerta. Por eso nos cuenta, en “Antes”:
Los pájaros dibujaban en mis ojos
pequeñas jaulas.
Es la conjunción de ambos aspectos, la limitación frente a la necesidad de trascender y el encierro ante el deseo de expandirse, lo que lleva a la escritora a trabajar con imágenes antitéticas, como la de la sed insaciable y el vaso inalcanzable. Nos confiesa:
No hago otra cosa que buscar y no encontrar
para concluir:
Y nadie, nadie más que yo comprende la soledad de las flores.
Esta experiencia vital –no muy distinta a la de los románticos y los existencialistas– conduce a Alejandra Pizarnik a reflexionar incansablemente sobre la otra cara de la moneda: la muerte. De hecho, ese es el tema central de su obra poética.
Ahora bien, la muerte aparece, por un lado, como esperanza, la esperanza de poder abandonar finalmente la jaula y desbordar los propios límites. En “Salvación”, escribe:
Ahora
la muchacha halla la máscara del infinito
y rompe el muro de la poesía
Y, en “Sueño”:
Mañana
los monstruos del buque destruirán la playa
sobre el viento del misterio.
Mañana
la carta desconocida encontrará las manos del alma.
Tal es la urgencia por dar con lo que “en esta orilla” no se puede encontrar, que la idea de la muerte voluntaria se vuelve seductora. Así, por caso, en “El despertar” se pregunta:
¿Cómo no me suicido frente a un espejo
y desaparezco para reaparecer en el mar
donde un gran barco me esperaría
con las luces encendidas?
¿Cómo no me extraigo las venas
y hago con ellas una escala
para huir al otro lado de la noche?
Pero la poetisa también sabe que la muerte no es garantía de nada y que quizá, en “la otra orilla”, no haya nada ni nadie aguardando por nosotros. La muerte sería, entonces, el final de toda angustia pero, también, de toda esperanza, y tras ella solo quedaría un cuerpo inánime que, al desintegrarse, se reintegra en el incesante ciclo del cosmos. De allí que, en “Sombras de los días a venir”, presienta:
Mañana
me vestirán con cenizas al alba,
me llenarán la boca de flores.
Aprenderé a dormir
en la memoria de un muro,
en la respiración de un animal que sueña.