Esta mañana un joven me decía que él no estaba de acuerdo con la legalización de la eutanasia porque, sostenía, no se puede estar seguro de si el paciente ha expresado su voluntad libremente. En concreto, afirmaba que un paciente puede optar por terminar con sus días debido a las presiones que, directa o indirectamente, ejerce la familia o el medio sobre él. Por ejemplo, el paciente puede sentirse una «carga» para los allegados (una carga económica, una fuente de preocupaciones, de angustias, de obligaciones adicionales para los hijos, etc.) y por ello (solo por ello) querer abreviar su fase final. Así, la petición de que se le practique la eutanasia no estaría motivada por el objetivo de alcanzar una buena muerte, sino por presiones externas (reales o imaginarias).
Mi respuesta a este argumento (por cierto, un argumento bastante frecuente en las discusiones en torno al tema de la eutanasia) consta de dos partes.
En primer lugar, la legalización de la eutanasia implica la introducción de mecanismos de supervisión y control. Así, si el médico a cargo del paciente o un colega de este sospechan que la decisión ha sido influenciada por terceros o por ciertas fantasías del enfermo, entonces deben considerar la solicitud como inválida. Lo mismo sucede en todos los otros casos en que un individuo toma decisiones de trascendencia. Para poner un ejemplo sencillo: si el funcionario del registro civil que está por casar a María y a Pedro sospecha que uno de los novios contraerá matrimonio contra su voluntad, tiene la obligación, antes de continuar, de cerciorarse de si su duda es fundada o no. La misma responsabilidad asumen los testigos de la boda. Legalizar la eutanasia, como legalizar el matrimonio civil, no significa dar luz verde y dejar que se haga cualquier cosa, sino regular lo mejor posible una práctica social, tras haberla aceptado.
La segunda parte de mi respuesta es algo más compleja, pero igualmente importante. De hecho, le pregunté a mi interlocutor si él estaba de acuerdo con que el paciente terminal pudiera optar por la interrupción o el no inicio de los llamados «tratamientos fútiles». Su respuesta fue clara: sí, estaba a favor de que los pacientes tuvieran ese derecho (un derecho, dicho sea de paso, contemplado en la mayor parte de los países occidentales y aceptado por las principales religiones: cristianismo, islamismo, judaísmo, budismo, etc.). Entonces le pregunté cuál era la diferencia, si es que había una, entre la práctica de interrupción de los tratamientos fútiles y la eutanasia activa voluntaria.
El punto es este: si alguien se opone a la eutanasia alegando que la decisión del enfermo puede ser espuria, la misma razón debe señalarse respecto a la decisión de interrumpir los tratamientos. ¿Quién me garantiza que el paciente x no haya decidido interrumpir las terapias que lo tenían en vida por sentirse una carga para la familia o la sociedad? Si usamos esa razón para prohibir la eutanasia activa voluntaria, debemos utilizarla -a ello nos fuerza la lógica- para prohibir la interrupción de tratamientos fútiles (esto es, la eutanasia pasiva voluntaria).
Por supuesto, dejar sin efecto el derecho del paciente a rechazar los tratamientos fútiles nos llevaría a la proliferación de casos de encarnizamiento terapéutico, y con ello volveríamos a un estadio horrendo de la historia de la medicina, estadio del que, por fortuna, estamos saliendo trabajosamente. Si alguien quiere someterse voluntariamente al encarnizamiento (terapéutico o del tipo que fuere), allá él; pero ese no es el destino que debe aguardar a los ciudadanos que viven en sociedades con un grado relativamente alto de desarrollo biotecnológico.