Quisiera comparar dos concepciones antagónicas de la vida. Llamaré a la primera la «concepción aristotélica de la vida» y a la segunda la «concepción barroca».
Antes que nada, me gustaría aclarar que no me interesa discutir ahora hasta qué punto la que llamo «concepción aristotélica» puede ser atribuida a Aristóteles. Ello requeriría un trabajo exegético que quedará para otro momento. (Una alternativa sería llamarla «concepción eudemonista de la vida.) Igualmente, llamo a la segunda concepción «barroca», porque me parece que muchos poemas del Barroco español reflejan esa visión pesimista de la vida que se opone a la afirmación de la vida de muchos filósofos griegos.
Con esto, ya anticipé dos rasgos que caracterizan a cada una de estas concepciones. La concepción aristotélica es una concepción optimista o positiva de la vida, mientras que la concepción barroca es pesimista o negativa. Para la primera, la vida humana es lo suficientemente larga como para poder desarrollarnos y realizar un plan de vida. (La vida del hombre es, si la comparamos con la vida de los demás mamíferos, extremadamente larga y rica en posibilidades.) Por el contrario, para la segunda, la vida humana es demasiado breve como para poder intentar embarcarse en cualquier empresa seria.
En la concepción aristotélica, la vida puede ser vista como un proceso, proceso que comienza con el nacimiento, se afianza con la juventud, se extiende luego a lo largo de toda la madurez para concluir gradualmente en la vejez y la muerte. En cambio, la concepción barroca insiste sobre la fugacidad; el tiempo pasa tan velozmente que no puede verse la vida como un proceso. Un ejemplo es este terceto de Andrés Fernández de Andrada:
«¿Qué es nuestra vida más que un breve día/do apenas sale el sol cuando se pierde/en las tinieblas de la noche fría?»
Según la concepción aristotélica, la vida nos ofrece la posibilidad de fijarnos metas u objetivos y de buscar alcanzarlos. El hombre puede y debe realizarse, desarrollar sus competencias y excelencias todo lo más posible. En esto consiste el sentido de la vida. Una vida es plena si el individuo se fija metas racionales y logra alcanzarlas.
Por el contrario, para la concepción barroca no existe un proyecto de vida ni al hombre le es inherente un cúmulo de potencialidades por desarrollar a lo largo de sus años. Para algunos pensadores barrocos, la vida es esencialmente miserable, haga lo que se haga. La vida es una desgracia que solo el sueño, la ensoñación o la muerte pueden poner fin. Boscán, por ejemplo, hablaba de ese «dulce no estar en mí» que solo permite la evasión. Para Francisco de Aldana, la vida es un continuo desear sin que podamos hallar satisfacción verdadera. Es imposible, por tanto, hablar de buena vida o de felicidad. En palabras de Francisco de Quevedo:
«Cualquier instante de la vida humana/es un nuevo argumento que me advierte/cuán frágil es, cuán mísera y cuán vana.»
(Entre paréntesis quisiera aclarar que el poder darse cuenta de que la vida es breve, de que el tiempo es fugaz y de que toda empresa humana está destinada al fracaso le permite al pensador barroco al menos esto: el tomar distancia de sus propias ambiciones y deseos para liberarse de esa carga.)
Para otros pensadores del barroco, la vida solo puede ser buena y dichosa si se da la unión mística con la amada, esto es, con la mujer idealizada, o bien con Dios. No es el trabajo lo que nos permite alcanzar la trascendencia o la buena vida (como suponen los aristotélicos), sino el hecho (fortuito) de que nuestra necesidad de amor sea correspondida (que la amada se digne entornar sus ojos y mirarnos de frente, aceptándonos). Un ejemplo aquí es Garcilazo de la Vega, para quien la única posibilidad de ser feliz está en obtener el sí de la amada. La infelicidad no resulta del hecho de no haber podido realizarnos como personas a lo largo de la vida (por ejemplo, porque nos tocó vivir en tiempos de guerra), sino por no haber sido correspondidos en el amor. La pérdida irremisible de la amada equivale, en Garcilazo, a la perdida del sentido último de la vida. Aquí también encontramos a Gutierre de Cetina, quien termina uno de sus sonetos amorosos de este modo:
«Más temo que mi fin mi suerte fiera/tan lejos de mi bien quiere que sea/entre guerra y furor, ira, armas, fuego.»
En Santa Teresa de Jesús y en San Juan de la Cruz, por ejemplo, el amado es Jesús, la imagen idealizada del hombre al punto de divinizarlo. La vida terrena es sólo una fuente de angustias en espera que pasemos a la otra vida, en la que lograremos al unión erótico-mística con el amado. Aquí van los conocidos versos de Santa Teresa:
¡Ay, qué larga es esta vida!/¡Qué duros estos destierros,/esta cárcel y estos hierros/en que está el alma metida!
Lope de Vega es otro autor en esta línea. Para él, la unión con Cristo y el amor de la mujer son lo único que nos pueden otorgar la verdadera felicidad. Todo el resto son espejismos.
Finalmente, para un tercer grupo de pensadores barrocos, la felicidad y la buena vida (si cabe hablar de felicidad y buena vida) solo pueden consistir en una existencia sencilla y honesta, lejos de la corte y libre de ambiciones políticas, militares y económicas. Quien vive bien es quien se retira al campo, quien pasa sus días en soledad, en medio de la naturaleza y rodeada de libros. El sabio es quien sabe liberarse de sus ambiciones – y en este contexto, el tener un proyecto de vida y querer realizarlo es considerado una forma de ambición, si bien de las menos perniciosas. El ejemplo más claro aquí es Fray Luis de León:
«Vivir quiero conmigo;/gozar quiero del bien que debo al cielo,/a solas, sin testigo,/libre de amor, de celo,/de odio, de esperanzas, de recelo.»
Nótese que para Fray Luis de León, la vida no es necesariamente miserable… siempre que se siga la senda justa. Hay sólo una forma de vida dichosa. (Incluso acá el amor, el ansia de unirse al ser amado, sea humano o divino, es fuente de desgracias. Esto me recuerda a Borges, cuando decía (cito de memoria): Felices los que aman, felices los que son amados, y felices los que pueden prescindir del amor.)
Por último, mientras que para la concepción aristotélica el paso de los años puede es visto como algo positivo – el hombre pleno es el hombre maduro e incluso el viejo que ha logrado realizar sus objetivos y ha pulido su carácter gracias al ejercicio continuo de la virtud -, en el barroco el paso del tiempo es sólo fuente de nuevas miserias: con la edad el hombre se afea y se embrutece. Sólo en la juventud puede haber un atisbo de plenitud.