“Pensar que ciertas cosas capitales en la vida de mi mejor amigo, las sé por terceros. Y aquí se roza el terreno de la especialización: no es raro que a otro (nada íntimo, por lo regular) le contemos sin temor lo que al amigo se calla. Hay un estante para sombreros y otro para calzoncillos”.
J. Cortázar, Diario de Andrés Fava
(1) En su Ética a Nicómaco, Aristóteles distingue tres formas de la amistad en función del motivo que reúne a los amigos: amistad por utilidad, por placer o por virtud. Los dos primeros tipos de amistad no requieren mayor explicación: uno puede querer tener amigos por el beneficio que supone la ayuda mutua, o porque es divertido pasar el tiempo junto a otros con quienes se tiene cierta familiaridad. Pero, como Aristóteles insiste, uno también puede cultivar la amistad por sí misma; de hecho, el hombre virtuoso tiene amigos por la amistad en tanto tal, sin otro motivo adicional.
Es indudable que en toda amistad hay casi siempre un interés subyacente: uno sabe que puede contar con un amigo en los momentos difíciles, uno la pasa mejor entre amigos, etc. Lo que no es tan claro, al menos a primera vista, es que el tipo más noble de amistad sea la amistad por sí misma. Según Aristóteles, el hombre íntegro cultiva la amistad porque esta es un modo de relacionarse que presupone el ejercicio de nuestras mejores capacidades sociales y morales o, para usar su lenguaje, de nuestras perfecciones (aretai, virtudes).
En términos modernos, podríamos decir que, para Aristóteles, la verdadera amistad es aquella en la cual esta constituye un fin en sí mismo, y no un medio para obtener otro fin (ayuda, compañía, etc.). El hombre íntegro cultiva la amistad por la pura amistad.
La clave para entender el concepto de amistad en Aristóteles está, en mi opinión, en su concepto de «actividad». Sin entrar en detalles, diré solo que, por una parte, uno puede actuar en vistas a obtener algo extrínseco a la acción que se realiza. Si cocecho aceitunas con el fin de hacer aceite, estoy actuando en función de un fin ajeno a la acción misma. Pero, por otra parte, hay acciones que se realizan por sí mismas, esto es, acciones cuya finalidad está en el actuar mismo. La esencia del ser humano, para Aristóteles, está en el desarrollo continuo de aquellas capacidades que nos son constitutivas. Así, cultivar la amistad, cultivar las artes, cultivar la filosofía, son actividades en las cuales el hombre realiza sus perfecciones, ejercita sus virtudes, por más que uno pueda obtener un beneficio adicional de tales actividades.
Siguiendo este modo de razonar, se podría afirmar, por caso, que el verdadero atleta para Aristóteles no es quien practica el atletismo por los beneficios para la salud que tiene el deporte, o porque se puede hallar placer en el entrenamiento. El atleta practica el atletismo porque esa actividad representa el despliegue de ciertas perfecciones humanas.
(2) Me he explayado en la concepción aristotélica de la amistad por virtud para alertar contra una malinterpretación. Alguien podría pensar que el verdadero amigo es aquel que cultiva la amistad porque tal tipo de relación social ofrece una ocasión privilegiada para ejercitar ciertas virtudes morales, como la paciencia, la abnegación, etc. Esto no es lo que Aristóteles tiene en mente. Alguien puede realizar obras de caridad sin que ello le reporte ningún beneficio; incluso puede ayudar a los pobres, a los enfermos, etc., aún cuando ello le cause disgusto. La motivación última puede ser simplemente la práctica de la caridad. Una persona tal podría hasta llegar a cultivar la amistad con seres con los cuales no tiene ninguna afinidad – sólo para practicar ciertas virtudes.
Independientemente de cuán loable pueda ser una actitud semejante, no es correcto suponer que, según Aristóteles, uno pueda hacerse amigo de cualquiera, que no importe quién sea el otro, basta con que constituya una ocasión para el ejercicio de la amistad como virtud. Está claro que, así como uno no se casa con cualquiera, sino con la persona que ama y de la que está enamorado (a menos que se trate de un matrimonio por interés), uno elige los amigos por la simpatía y la afinidad que encuentra en ellos. En la relación amorosa, el vínculo es la atracción erótica. En la amistad, el lazo es la similitud que uno ve en el otro, la posibilidad de complementarse compartiendo, la simpatía. Uno puede ser un buen vecino de Juan o un buen colega de Pedro, pero no se volverá un buen amigo ni de uno ni del otro a menos se dé ese tipo de atracción que consideramos propia de la camaradería.
(3) Hay un aspecto constitutivo de la verdadera amistad que Aristóteles menciona en su Ética, pero que no termina de desarrollar en toda su extensión, y es el siguiente: la amistad permite – pero, al mismo tiempo, supone – una apertura total hacia el amigo. Los amigos del alma comparten la intimidad, ese es el terreno en común. Se trata, sin duda, de una intimidad distinta a la que se da entre amantes. Pero es también una intimidad significativa. No puedo llamar amigo a aquel en quien no confío lo suficiente como para abrirle las puertas de mi alma de par en par. Frente al amigo puedo – pero también, en un cierto sentido, debo – desnudar mi alma. Quien no es capaz de abrirse plenamente ante una persona amiga, en verdad no puede decir que “tiene amigos”, a lo sumo tendrá «buenos conocidos».
Está claro que la confianza es sumamente necesaria para la amistad, ya que uno se vuelve vulnerable en esa apertura, al mostrarse y revelarse tal cual es. Por eso, la traición de un amigo es tan demoledora.
Insisto en ese doble carácter de la apertura: por un lado, tengo el derecho de mostrarme tal cual soy ante el amigo, pero, por otro, tengo la necesidad de hacerlo. De lo contrario, no se logrará nunca la amistad plena. (Por supuesto, eso no significa que siempre deba abrirme, ni mucho menos que siempre deba mostrar todo lo que alberga mi psique. Tal vez basta que ello suceda una vez en una sólida relación de amistad. Por otro lado, hay gente a la que le resulta más fácil que a otros superar la vergüenza, el embarazo y el temor que implica esa apertura. Hay personalidades más proclives a la amistad que otras.)
En nuestra cultura, la necesidad de abrirse y revelar la intimidad psicológica al otro (al amigo) no es menor que en las sociedades no-occidentales o que en las comunidades primitivas. Se trata de una constante antropológica. También es cierto que hay individuos que nunca logran satisfacer plenamente esa necesidad y que, al morir, se lleva consigo una intimidad que nunca afloró a la luz de la amistad; se puede vivir toda una vida sin desnudar el alma, pero entonces se vive como un verdadero desgraciado.
No obstante, nuestra cultura – ¡ay! – es rica en artilugios y escapatorias. No necesitamos ya una disciplina férrea para abstenernos del azúcar que nos daña. Hoy contamos con edulcorantes de todo tipo que nos gratifican el paladar a la vez que nos ahorran las consecuencias indeseadas del dulce. No es ya necesario, ni parece conveniente, soportar estoicamente el dolor de muelas cuando contamos con analgésicos. De igual manera, ya no necesitamos al amigo para abrir el alma. En nuestra cultura, el psicoterapeuta ofrece esa instancia de intimidad sin necesidad de contar con amigos. Así, uno paga una sesión de psicoterapia y ello, de algún modo, reemplaza el encuentro con el amigo íntimo. Es más fácil desnudarse ante un desconocido que ante un amigo de toda la vida – al fin y al cabo, el psicólogo será siempre un desconocido, un extraño, alguien a quien, llegado el caso, puedo no ver nunca más. La psicoterapia es la prostituta de nuestro tiempo. Con dinero no se puede comprar el amor, como repiten tantas canciones, pero se puede satisfacer la urgencia sexual; tampoco se puede comprar amigos con el dinero, pero se puede satisfacer la necesidad de confesión e intimidad pagando una hora de terapia. Sospecho, incluso, que hoy en día muchas personas prefieren el psicólogo al amigo. Mientras que en la relación de amistad los límites pueden ser borrosos, en la relación con el terapeuta los roles están claramente definidos. Mientras que el amigo puede traicionar la confianza que se le depositó, la conducta del terapeuta está reglamentada por el código deontológico, y una violación a las normas implicaría incurrir en sanciones. Mientras que el amigo puede no entenderme si me abro a él o puede no saber cómo ayudarme, el psicólogo es un profesional entrenado para tratar adecuadamente una apertura del alma.
Una observación final: algún partidario de Michel Foucault podría objetar que la psicoterapia no es más que la forma secular de la confesión cristiana, que el psicoanálisis y la psicoterapia son posibles porque el cristianismo ha preparado el terreno durante siglos. Aquí mi respuesta es muy sencilla: sí, es posible que así sea. En tal caso, lo que se podría afirmar es que la práctica periódica y minuciosa de la confesión ante el sacerdote habría reemplazado desde (al menos) finales de la Edad Media la necesidad de contar con buenos amigos. Desde entonces, la interioridad no se comparte ya (necesariamente) con el amigo, sino que se abre ante el “ministro de Dios”. Así y todo, hay que notar que la relación creyente-confesor no tenía el carácter mercantil que hoy muchas veces asume la relación cliente-terapeuta. La confesión no se compraba como hoy puede comprarse la hora de terapia.)
Muchasimas gracias! Me hace mucha ilusion 🙂