Peter Berger afirma que hay tres momentos centrales en la vida del individuo: el nacimiento, el matrimonio y la muerte. Quienes hablan del “ciclo de la vida” mencionan cuatro momentos o fases relevantes: nacer, crecer, reproducirse y morir. Tal vez no sea tan sencillo reducir a un número así de modesto la compleja articulación de la vida humana. Lo cierto es que en tres de los momentos más significativos de nuestra vida, nacimiento, enfermedad y muerte, contamos con un médico a nuestro lado. Es más, por lo general no sólo es un “médico a nuestro lado”, sino que estamos inmersos en toda la institución sanitaria: nacemos en hospitales, convalecemos en hospitales y morimos en hospitales. Hay gente que, por su complexión física y mental, pocas veces en su vida necesita realmente de un médico. Pero esa misma gente, a la que el hospital le es algo ajeno, ve nacer a sus hijos en hospitales, termina pasando parte de su vejez en hospitales, ve morir a sus seres querido en hospitales…
De todos modos, sostengo que la presencia del médico en nuestras vidas es parte de la condición humana, y no una «enfermedad» de nuestra época. Las hembras de los animales se alejan de la manada para parir solas; si enfermo o herido, el animal busca una guarida para curarse en soledad y llegado el momento se despide del grupo para morir alejado del resto. No es así con el hombre. Desde los tiempos más remotos una partera asiste a la parturienta, el curandero de antes o el médico de ahora curan o acompañan al enfermo y al moribundo. La “medicalización” de la vida humana es un fenómeno que seguramente se ha exacerbado en los últimos siglos, pero su raíz es tan vieja como la humanidad misma. Como si aquí se volviera a plantear el problema del huevo y la gallina: ¿fue la medicina fruto de la civilización, o la civilización fue posible gracias a la medicina?