Dos imágenes de la sociedad

¿Qué es la sociedad? ¿Cómo se constituye el “tejido social”? Todo intento por responder a esta cuestión debe partir de un hecho básico, y es que vemos la sociedad a partir de ciertas “concepciones de lo social” que, por lo común, operan desde un nivel prerreflexivo. Aquí quisiera señalar dos de estas “imágenes de la sociedad”. La primera es la imagen que nos ofrece el contractualismo, la segunda, el funcionalismo.
Para el contractualismo, la sociedad, al menos la sociedad moderna, es fundamentalmente una agregación de individuos que se vinculan entre sí mediante contratos nacidos del interés propio. En algunos casos, los contratos son formales, como un contrato de compraventa, pero la mayoría de las veces se trata de contratos informales, como cuando uno queda con un amigo para ir al cine. Un contrato es un acuerdo de voluntades. Dos o más partes acuerdan realizar una serie de contraprestaciones para así poder corresponder, cada cual, a su interés. Cada parte es autónoma, sabe claramente lo que quiere y también lo que tiene para ofrecer en la negociación, y está dispuesta a colaborar con los otros en la medida en que esto le convenga.
Para el contractualismo, todas las relaciones humanas pueden ser vistas desde este ángulo. El ámbito del trabajo, del comercio, del estudio, de la recreación, pero también todos las esferas restantes, antaño consideradas ajenas al mundo del interés, como la amistad, la familia, la religión, la salud están estructurados en términos de la conveniencia propia. Que algunos o muchos individuos puedan actuar movidos por valores morales, por el sentido del deber, o, incluso, por sentimientos nobles, es algo, al fin y al cabo, irrelevante para el contractualismo. La esencia de toda relación interpersonal es un contrato entre partes razonables que entienden que la única forma de satisfacer los propios deseos es realizando, en tiempo y forma, lo acordado con la otra parte.
Es interesante notar cómo el contractualismo se mueve, por momentos, en la zona gris que va del ser al deber ser, de la “constatación de un hecho” a la “postulación de un ideal”. De hecho, los contractualistas a veces afirman que la trama social está constituida en última instancia sólo por relaciones nacidas del interés propio y la racionalidad del agente; sin embargo, otras veces sugieren que, cuando no es así, esto es, cuando son otros los factores que vinculan a los individuos, sería mejor reemplazarlos por el lazo que nace únicamente del interés propio. El contractualismo es, por momentos, un modelo científico para estudiar la sociedad, y por otros, un ideal: cómo convendría que sea la sociedad.
Pongamos el ejemplo de la relación “docente-alumno”. Por cierto, el contractualismo repudia el modelo tradicional que informaba esta relación. Entonces se trataba de una relación vertical, en la cual el docente estaba arriba y, a manera de padre, dirigía enteramente al alumno; este debía obedecer, seguir las instrucciones del guía y almacenar sumisamente los conocimientos que le transmitía. Para el contractualismo, la relación es, o debe ser, lo más horizontal posible. Es cierto que una relación totalmente horizontal es imposible mientras el alumno no tenga la mayoría de edad. Pero, se trate de un niño, de un joven o de un adulto, lo que estructura la relación entre ambos no es una “misión” (la misión de educar) o el “deber de formarse”, sino una sintonía entre dos partes interesadas: el docente, que al enseñar presta un servicio a cambio de una remuneración y, eventualmente, de otros bienes, materiales o simbólicos, y el alumno, que tiene el interés de beneficiarse de esos nuevos saberes para su futuro (si se trata de un menor de edad, es el interés racional de los padres por que sus hijos se eduquen).
Desde el momento que el vínculo está dado por la expectativa de ambas partes, un incumplimiento de las obligaciones auto-impuestas significa la anulación del contrato.
Sin duda, la visión contractualista puede resultar fría, incluso despiadada: un mundo habitado sólo por individuos auto-interesados dispuestos a dar en la medida que vayan a recibir. Pero el contractualista bien podría responder que es preferible una imagen cruda pero adecuada de nosotros mismos y de la sociedad a una imagen florida pero engañosa.
Para el funcionalismo, en cambio, lo que fundamentalmente une y mueve a los individuos es la función que revisten dentro de la sociedad, el rol que tienen asignado en ella. Hablar de sociedad es hablar de un sistema de roles anteriores al individuo, y cada rol no solamente está constituido por un conjunto de derechos y deberes claramente determinables sino también, y sobre todo, por un conjunto de valores y disposiciones sociales mucho más amplios y a veces difusos.
De seguro, el funcionalismo no es ciego al hecho de que una buena parte de nuestra sociedad está organizada por el interés, especialmente la esfera del trabajo y del tiempo libre. Pero el funcionalismo invierte la proporción fijada por el contractualismo: el interés es algo secundario y, eventualmente, prescindible. Lo esencial son las motivaciones, los valores y los deberes constitutivos de cada rol social, de cada función que se asume, voluntariamente o no (como en el caso del niño-alumno). La relación padre-hijo, docente-alumno, jefe-dependiente e, incluso, vendedor-cliente son relaciones estructuradas primariamente por los imperativos sociales que emanan de cada uno de estos papeles.
Para volver al ejemplo de la relación docente-alumno: aquí, para el funcionalismo, lo que mantiene esa relación no es la armonía entre los intereses del docente y del alumno (o de los padres), sino el cumplimiento de la función que se espera de cada parte. El docente debe enseñar porque eso es lo que corresponde a su función social, y el alumno debe aprender. El incumplimiento de las funciones en uno o en otro lleva, por tanto, no a la anulación de un contrato, si lo hubo, sino al reproche, a la estigma, a la condena moral, al aislamiento y, finalmente, a las sanciones.
Para el funcionalismo, el docente y el alumno están llamados a hacer más (en términos cuantitativos pero también cualitativos) que lo que podría simplemente estipularse en un contrato. El compromiso social es lo que une ambas partes, especialmente aquí el compromiso del docente, al ser la parte con mayor autoridad y responsabilidad. Por tanto, el docente y el alumno tienen una amplia gama de “derechos y deberes” el uno para con el otro. Por ejemplo, el fracaso del alumno o, en general, su futuro no pueden serle indiferente a un (buen) docente.
Como el contractualismo, también el funcionalismo pasa, a veces subrepticiamente, del ser al deber ser. Así, por un lado afirma que el mundo social está constituido por un sistema de roles y funciones, cada uno de ellos con sus imperativos, mientras que otras veces sugiere, en cambio, que el mundo social debería volverse un sistema social de ese estilo, removiendo todo el residuo de “interés puro” que pueda quedar.
La relación médico-paciente es otro ejemplo donde se alternan – y a veces se contraponen – estas dos visiones de la sociedad. Para el contractualismo, el médico es, o debería volverse, ni más ni menos que un profesional que presta un servicio determinado: ofrece este o aquel tratamiento médico. Es el paciente quien decide qué tratamiento quiere comenzar o interrumpir. Se supone que el medico hará lo que le pide el paciente, ni más, ni menos. Para la visión funcionalista, en cambio, la relación médico-paciente es mucho más compleja e intensa. Por cierto, el médico debe respetar la voluntad del paciente, pero la relación entre ambos está estructurada por una larga serie de obligaciones, de expectativas y de valores de corte humanístico. Por ejemplo, el médico no puede limitarse a hacer lo que le pide el paciente (aun cuando ese pedido sea razonable), sino que su salud, su bienestar general y su destino deben importarle por igual. No atender a estos aspectos equivale a no ser un buen médico, a no cumplir o a no cumplir plenamente la función que ha asumido. Así, lo que para el contractualismo sería una intromisión del médico en la esfera privada del paciente, para el funcionalismo es parte de la función del médico: interesarse por el bienestar del paciente.

Acerca de Marcos G. Breuer

I'm a philosopher based in Athens, Greece.
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