“Creatividad” y “religiosidad” son vistos, por lo general, como términos antitéticos. Parece que ser creativo implica carecer de espiritualidad, y viceversa. Quiero sostener lo contrario: la creatividad debería ser parte integral de la religiosidad. Sólo para quienes tienen una idea errónea de lo que es la religión, la creatividad aparece como un cuerpo extraño o una amenaza.
Quisiera aclarar lo que tengo en mente recurriendo a una comparación. Tradicionalmente, en el arte había escuelas rígidas que definían qué era lo bello y qué lo feo, cómo se pintaba o se escribía un poema, y cómo no. A principios de siglo XX, las vanguardias artísticas cambiaron radicalmente esa realidad. Hoy ya no hay escuelas o corrientes artísticas que monopolicen el juicio estético y dictaminen qué es lo bueno y lo malo. Hoy tenemos, por el contrario, una pluralidad de pequeños movimientos, y cada uno de estos propone una versión y una aproximación al fenómeno estético. A tal punto se ha dado esta diversificación y democratización en el arte, que cada artista representa, en sí mismo, todo un movimiento, e incluso cada etapa creativa de un autor es un movimiento en sí.
Esto que ha sucedido en el arte es lo que, espero, suceda en las religiones. Comparadas con el arte, las religiones están todavía en una etapa de “grandes escuelas”, de “verdades absolutas”, de “monopolio del juicio” (o, para citar a Weber, de “monopolio de los bienes salvíficos”). Es hora de que las grandes religiones implosionen y den lugar a una plétora de pequeños grupos religiosos, flexibles (y no rígidos), abiertos (y no cerrados). Es hora de que cada uno cree su propia religión, de que cada uno use su creatividad para moldear el inmenso capital de prácticas, técnicas y experiencias religiosas de toda la humanidad según sus necesidades. Es hora de que proliferen miles y miles de grupos religiosos, tolerantes unos con otros y cada uno de ellos avocado a generar una manera de entender y de plasmar la espiritualidad. Al ocaso del monopolio en lo político y lo económico debe seguir el fin del monopolio en lo religioso. En pleno siglo XXI, los individuos siguen siendo aún como súbditos pasivos de sus iglesias; cada uno se limita a aprender y a reproducir las creencias y las prácticas que se le inculcan. Todo lo que se permite el feligrés es hacer algún chiste o criticar a algún que otro clérigo. Es hora de rebelarse y de intervenir activa y creativamente en la vida religiosa. Así como la competencia entre una miríada de empresas pequeñas y medianas en un mercado transparente tiene como resultado una mejora constante en la calidad de los productos y servicios, del mismo modo la concurrencia pacífica entre miles de comunidades religiosas tendrá como resultado un enriquecimiento y profundización de la vivencia religiosa. Porque la religión, correctamente entendida, no tiene que ver ni con creencias abstrusas, ni con ritos vetustos, ni con jerarquías de poder mantenidas por siglos. Lamentablemente, ese ha sido un desarrollo histórico nefasto del campo religioso, pero no tiene por qué continuar siéndolo. Las grandes religiones se fosilizaron en iglesias con artículos de fe, preceptos, ritos y estructuras eclesiásticas. Es posible revertir esa dirección de la evolución religiosa y abrirse totalmente a lo que es la esencia de la religión: una manera especial de relacionarse con el mundo y con los otros; en esa relación, el otro se me manifiesta como sagrado, como portador de lo divino. Aquí, una vez más, es posible una comparación con el arte. Así como en la esfera artística (y esto nos es claro ahora, tras la caída de las grandes escuelas) lo central es crear una instancia que nos permita lograr una experiencia estética, el núcleo de la religión (y esto será claro a medida que avance el proceso de diversificación de la oferta religiosa) es el de crear instancias para que se dé la vivencia espiritual. El mundo, en sí, no es ni lindo ni feo; es nuestra facultad estética la que nos lo muestra de un modo o de otro; igualmente, el mundo no es ni sacro ni profano, es nuestra facultad religiosa la que nos lo presenta como divino, diabólico o desprovisto de sentido (que es, tal vez, lo diabólico por excelencia).
(Por cierto, así como en el arte sólo el maestro puede prescindir de las reglas, también en religión sólo quien haya recorrido un largo camino de estudio, meditación, reflexión, entrega y sacrificio puede volverse líder de un nuevo movimiento espiritual, prescindiendo de las reglas que significa someterse a las religiones establecidas. La multiplicación de la oferta religiosa no quiere decir su banalización. La salida del medievo y modernidad religiosos no implica terminar en una posmodernidad para la cual anything goes.)